Truman Mag

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Caparazón

Una tarde en su casa, mi viejo empieza a contarme sobre la vez que encontramos unas tortugas a ochenta o cien kilómetros del último balneario que existía. Íbamos él, mamá y yo, que no tenía más de tres años. Mis recuerdos de esa época están armados sobre sus historias; son lo único que me queda de mi madre. Con el tiempo lo fui entendiendo: vienen recortadas de una matriz enorme que tiene la forma de mi rostro y del rostro de mi viejo y sobre todo del gran rostro inabarcable de mi madre. Nunca cabrían en una sola narración de corrido. Cuanto más se entrecruzan las historias de mi viejo, más grande se hace la pila de cosas que sé que nunca voy a llegar a aprehender. A mí, sus relatos siempre me dejan pensando en pájaros. Pájaros cada vez más difíciles de agarrar.

En todo caso, esa tarde paso a visitar a mi viejo y lo encuentro un poco abatido, como si hubiera perdido todo en las carreras. Él sonríe pero es mentira, hace lo posible por disimular que estaba lidiando con algo, por reducirme a invitado. Me ofrece café, té, me distrae preguntándome sobre mis cosas, como si no nos hubiéramos visto en semanas. Su pesadumbre flota en el aire. Las palabras, nuestros intentos de conversación, no consiguen sostenerse por más de un minuto en un aire tan cargado. Le digo que tal vez no debería haberlo visitado sin avisar. Me hacés acordar mucho a tu madre, me dice de golpe. Sonríe, como de un chiste que le causa algo de tristeza recordar. Me responde que hoy es una especie de aniversario y continúa callado, pensando. Trato de entender si en esto estaba pensando él. No podía estar quieta nunca, sigue diciendo, ella siempre estaba en estado de acción, y uno o dos minutos después me pregunta si me acuerdo de las tortugas en la playa. Yo le digo que no, y me empiezo a sentir un poco inquieto, con la sensación vaga de que la tarde podría terminar mal.

Encontramos la primera tortuga a ochenta kilómetros del último balneario. Ahí, la playa se convertía en un desierto. Íbamos con Natalia y vos tenías dos años, tres a lo sumo, a ver el barco hundido, un pesquero encallado que sobresalía de la arena como las costillas de un esqueleto gigante. Vos eras tan chiquito al lado de semejantes huesos, no sabés. La radio pescaba cada vez menos música y más estática y apenas empezamos el viaje Natalia me pidió que la apagara. El silencio terminó resultando mucho mejor.

Natalia era una aventurera, empieza. La conocí primero de muy chica, y después las cosas nos volvieron a juntar cuando vos ya estabas, y te digo que no había cambiado ni un poco. Ella estaba siempre detrás de estas expediciones, era el cerebro que las organizaba. Sabía manejar en arena como nadie, mucho mejor que yo. Le había enseñado tu abuelo, que a su vez había aprendido en la Marina. Tené en cuenta que en esa época solamente teníamos jeeps mecánicos, sin electrónica. O éramos unos inconscientes. Pero había que sacar coraje de adentro para mandarse ochenta o cien kilómetros playa adentro. Por eso era el desierto. En ese tiempo nadie te iba a ir a rescatar a ninguna parte y te podía pasar cualquier cosa si te encontraban ahí, y la aventura era, en el fondo, eso mismo, lo que a ella la llamaba. Como sirenas. Natalia escuchaba sin ninguna capacidad de resistir, se dejaba llamar. La aventura era lo de ella; yo creo que por no poder tener hijos era diferente. Estar, vivir con Natalia, tenía algo de este llamado también.

Era marzo, pero un marzo perdido, más riguroso, un marzo de los setenta, otra época completamente: ya hacía frío, y la playa entera había quedado fuera de temporada. Cuando dejabas el último balneario atrás y cruzabas del otro lado donde ya no había nada, se formaba un silencio a tu alrededor, por encima del ruido del motor y de la vibración de la cabina entera en tu organismo. Íbamos callados, por el medio de una catedral de arena, sin presencia humana, sintiéndonos vigilados desde todas las direcciones. Veíamos el mar de un lado y los médanos del otro, médanos que eran cada vez más altos, y pasaban, y nosotros nos tomábamos todo cada vez más en serio, como en un trance, entrando a donde desaparece el mundo.

Descubrimos la primera tortuga casi sobre el horizonte. Yo pensaba en toda clase de cosas y Natalia manejaba y tal vez también pensaba y vos mirabas por la ventanilla. A nadie se le ocurría cómo romper el silencio. Lo que yo iba pensando era que la playa, únicamente para mí, en aquel momento, era una autopista terminal, perfectamente desintegrada y olvidada para siempre después de alguna hecatombe atómica. Que íbamos en el último jeep del planeta, tres desconocidos. Era como si por primera vez en mucho tiempo los tres nos encontráramos en un territorio en común, neutral, al menos a cien kilómetros de las últimas ciudades, lejos del odio, como fantasmas, para empezar a conocernos mejor. Cada tanto nos cruzábamos con algún tronco blanco como un hueso, pulido por la marea, o con una sección de cerco abandonada a su suerte, el alambre de púas corroído por el viento. Todo lo que nuestro mundo se empeñaba en hacer desaparecer terminaba ahí. Y nosotros mismos, en un lugar como ese, no éramos más que fantasmas sin la menor importancia. Las gaviotas levantaban vuelo frente al jeep y después de que pasáramos descendían en el mismo lugar para seguir su conversación, o se mantenían en el aire, pero nunca llegaban a acompañarnos por más de unos segundos. No sé si será verdad que persiguen a los barcos, pero de nosotros más bien se alejaban. Éramos fantasmas, te digo, y el corredor no tenía fin. Se extendía dentro de la nada. Ese mundo no tenía nada para dar. Un mundo mineral, nulo, prehistórico, sin alianzas y sin ninguna opinión sobre ningún asunto. También iba pensando en trilobites, en el origen de los seres, en la extinción de toda vida, con total seriedad. Es la clase de pensamientos que provocan sitios como ese. Habría preferido pensar en otras cosas, pero mi imaginación se inclinaba hacia esos asuntos sin que yo tuviera control. Entonces Natalia señaló al parabrisas, por encima del volante. Qué es eso de allá, dijo. Pensé que se refería a algo en el vidrio. Estaba roñoso. Recién después enfoqué la vista en el horizonte. Al principio no vi nada. Luego sí. No era más que una mancha. Ahí hay algo, dijo Natalia un poco sobresaltada. Y me acuerdo que vos no protestabas pero querías pasarte al asiento de adelante, estirabas los bracitos. Yo me ocupaba de alzarte hasta mi falda, a ver si me dejabas. Todavía vos y yo no nos conocíamos tanto. Lo veíamos venir, ese bulto, lento hacia nosotros. Y no decíamos ni mú. A ese silencio no lo podíamos romper. Los médanos son el desierto, ¿sabés? Cuando los ves, te das cuenta. Y después de un rato te afectan. Primero nos pareció alguna clase de roca, y después una lona verde endurecida por la sal. Frenamos a unos metros. Saltamos a la arena, y apenas te dejé pisarla te quedaste mirando la tortuga.

La tortuga, la primera que encontramos en esa expedición, estaba varada en el medio de la playa, más o menos a veinte metros de la costa. Muerta. Más que muerta. Pero las gaviotas no se le acercaban. Chillaban lejos, agrupadas en la arena mojada, y salían volando cada vez que el último envión de una ola trataba de atraparlas por las patas. Natalia olió el aire como si me preguntara, ¿te diste cuenta?, no larga olor a podrido. Debía ser por la dirección del viento. Había un vaho, tenue, pero no podía decir que eso constituyera un olor. Más como la pista de un olor. El diámetro de la tortuga era de casi dos metros. Sus patas y su cabeza habían quedado extendidas fuera del caparazón: parecían bolsas de cuero blando llenas de monedas o arena mojada. Lo que más me llamaba la atención era el caparazón mismo. Mirá, le señalé a Natalia, que estaba del lado de la cabeza. El caparazón, semiblando, estaba hundido en el centro. Parecía desinflado. Tal vez así les llegaba la muerte a las tortugas de mar: el caparazón se les desinflaba.
Caminamos a su alrededor sin hacer ningún comentario, solamente observándola, dejándonos asombrar en silencio. El mar dejaba muchos mensajes como esos en las playas, noticias de lo que estaba pasando en ese otro lado del que no sabíamos casi nada a pesar de toda la ciencia del mundo. Eran, aparecían, y punto. Nadie los explicaba. La tortuga era una mole extraña, expulsada de su entorno. Algo la había llevado a salir del mar y arrastrarse hasta donde estábamos. Tal vez un instinto, o un peligro, o un cometido. No había manera de saber nada. La criatura había salido de lo profundo persiguiendo algo, o siendo perseguida, o en una de esas el mar mismo la había entregado.

Lo primero que hice fue golpear sobre el caparazón como si llamara dos o tres veces sobre una puerta, para probar su resistencia, pero la única respuesta que se produjo fue un sonido opaco, sin la vibración nítida y más bien como de madera que esperaba. No tenía nada que ver con los caparazones huesudos de las tortugas de tierra. Este era de una materia no del todo sólida, como una capa gruesa de cuero que hubiera absorbido demasiada agua. El cuero se replegaba sobre una serie de agujeritos en el lomo. Por la presión, ya no eran redondos: parecían ojales, cicatrices, ojos de chinos. Los agujeros formaban varias líneas que se cruzaban entre sí. Eran balas, por supuesto. Ráfagas de ametralladora. Me olí el dorso de las falanges, en el punto donde los dedos habían hecho toc toc. Algo profundamente podrido había quedado capturado en ellos. Natalia me hizo señas para que rodeara la tortuga hasta ella y se agachó frente a la cabeza. Hice lo mismo a su lado, y entonces vi algo que no habría querido ver y reaccioné saltando hacia atrás. Tenía la mitad de la cara arrancada, la tortuga. La parte expuesta del cráneo estaba rota como de un piedrazo o una dentellada. Tu madre me miró pero no dijo nada. No tenía palabras. Parecía muy seria frente a la tortuga con la mitad de la cabeza arrancada y el caparazón ametrallado por quién sabe qué clase de violencia aterradora. Estábamos en medio de una película de terror. Y punto. Natalia empezó a llorar. Lloraba en serio.

Te sostenía con fuerza, ella, y se movía como si tuviera frío y temblara, con un hipo atrás del otro, todo a la vez, y yo no podía dejar de decirme tantas cosas que ni ella ni vos alcanzaban a oír por el viento. Vos tratabas de liberarte para tocar la tortuga, pero Natalia te decía que dejaras ese bicho de mierda, te decía que estaba podrida, podrida, podrida, y te apretaba más fuerte.

Por un buen rato ustedes se quedaron así, y mucho después te dejó ir y se levantó y no dijimos nada más. Cuando ya no soportábamos seguir frente a la tortuga, nos quedamos viendo hacia el interior del largo país de dunas, guiñando los ojos contra el sol de frente, por si distinguíamos algo moviéndose entre el viento que levantaba en rulos la arena de la superficie. Permanecimos así un rato larguísimo, vos a upa de ella, como si una aclaración nos fuera a venir rodando desde allá de un momento al otro. No podíamos ponerle un nombre a esa contestación que esperábamos, y el sol ya estaba empezando a bajar. No íbamos a recibir nada más de ese lugar, era claro, y nos dejamos absorber de a poco por lo que veíamos, por la lenta desaparición de la temperatura y la llegada de las sombras. En algún momento pensé que en ese territorio el silencio era algo mucho más complejo que el acto de quedarse callado.

Hay otra, dijo Natalia de golpe, despertando, abruptamente convencida. Su voz nos sobresaltó y la miramos. Ya no soportaba seguir ahí y necesitaba de una voluntad externa para levantar una pierna y empezar a huir de ese lugar. Tiene que haber otra, siguió. Más lejos. Más aún: le pareció que podríamos encontrarla. Vamos, te dijo ella, hay que buscarla, hay que buscar bien, con los ojos bien abiertos. Vos empezaste a entender que nos íbamos y lloraste un poco. Vamos a encontrar una mucho más grande. Te pusiste contento de golpe, con la cara toda mojada. Esta vez me subí del lado del conductor. En cuanto arranqué, ella organizó las tareas. Vos fijate al frente, yo voy barriendo los costados, por si esta vez no está tan a la vista, ojo con los pozos.

Encontramos la segunda tortuga un par de minutos después, camino al horizonte, cuando quedaba luz para apenas veinte o treinta minutos más de día y el odómetro ya no podía leerse. Natalia había tenido razón en todo. Esta tortuga era incluso más grande que la anterior. Estaba un poco más lejos de la costa, pero tan muerta como la otra. Nada tampoco explicaba lo que la segunda tortuga hacía ahí. De donde fuera que hubiera venido, no habían quedado huellas.

Tenía el caparazón arrancado. Sin su cubierta, podíamos verle perfectamente el relleno desde el jeep. Parecía una cazuela llena de basura. Apagué el motor para matar la vibración y el ruido y nos dedicamos a mirar en silencio. Las entrañas parecían exactamente bolsas o trapos viejos y rotos, sucios bajo una costra de arena, enroscados alrededor de una manguera gorda que iba del cuello al rabo en línea recta. No bajen, nos pidió ella, y la miramos desde el jeep silenciado. El viento era prácticamente el único comentario en toda la extensión de la playa. Por adentro, vi que la tortuga estaba llena de huevitos de este tamaño, marrones de arena, todos desparramados. Parecían fabricados de un material parecido al cóntac pero eran reales y ya no servían. Quédense acá un momento, repitió tu mamá. Me gustaría ir sola. Esta vez sí bajó. A través del parabrisas roñoso, la vimos como del lado seco de una pecera. El viento se había levantado y debía picar en la piel, me imagino; los fragmentos de arena golpeaban continuamente como metralla contra la chapa del jeep. Nunca me había dado una imagen de estar tan sola, Natalia, así abrazada a sí misma de lateral al viento, frente a esa cosa muerta que quería visitar sola. Estuvo un rato largo allá fuera. Se apretaba la boca con toda la mano, tal vez por el olor, porque esta vez no se corrió del viento. Cada tanto echaba una mirada hacia arriba, a esa masa violeta que estaba a punto de ser la noche, y a veces hacia atrás, por encima de su espalda, al mar, a todo ese mar que nada le decía y que cada vez se nos hacía más negro. Vos te estabas poniendo medio triste, con tu mamá ahí afuera, y ella iba envuelta en el viento: el pelo, el vestido, toda ella mezclada en ese viento que nunca había dejado de soplar incluso cuando no había nadie presente, y me volvieron los trilobites a la mente, era un viento de esa época, un viento trilobite, un viento de las cosas desaparecidas para siempre, de las cosas del mar y de las que se arrastran desde el mar, un viento de cosas acribilladas, y tu madre de golpe cayó de rodillas frente a la tortuga. Lloraba como loca.

Cuando volvimos, era de noche y veníamos callados. Vos dormías, estabas agotado. Te movías en sueños, también, pero no había nada que pudiéramos hacer. El jeep subía y bajaba con las ondulaciones regulares de la arena mojada, como si siguiera la melodía de una canción de la radio. Esta vez las gaviotas planearon quietas al lado del jeep. La noche esa de las tortugas dormiste mal, todos dormimos mal. A la mañana siguiente salimos de vuelta para la playa a comprobar si había sido o no una pesadilla. Pero antes Natalia quiso pasar por la telefónica y llamar a su padre. Fue una conversación larga. Natalia salió de la telefónica con cara de sobreviviente de un huracán. Antes de que pudiera preguntarle nada, con una sola mirada me hizo cambiar de opinión y tragarme la pregunta. Se subió al jeep y solamente nos dijo que tu abuelo andaba bien y que mandaba saludos. Nunca quiso explicarme de qué habían discutido. Yo no lo sabía, pero ya no lo volvería a ver. Vamos, dijo ella.

Una de las tortugas ya ni estaba. El mar había subido hasta más allá de los primeros médanos durante la noche. En alguna parte estaba pero ya no íbamos a encontrarla de nuevo. La segunda tortuga estaba, pero a esta altura no le quedaba ni un solo huevo. Tal vez los peces se los habían comido.

Empezaste con pesadillas más o menos en esa época. No me acuerdo cómo decidimos con Natalia que eran pesadillas y no sueños. Las pesadillas no incluían a ninguna tortuga, que supiéramos. Solamente te veíamos moverte de noche, decir cosas incompletas, nombrar, llamar, voces que lograban atravesar la capa del sueño, cosas empapadas que no querían decir nada pero que trataban de decir todo. Por la mañana, Natalia y yo te preguntábamos, pero no nos contabas nada o no podías explicarnos. Decidimos que no te acordarías de las pesadillas. Al menos en eso estabas a salvo.

A veces, durante los días que siguieron, te quedabas mirándonos fijo, como si hubieras estado por un instante frente al borde de un recuerdo muy antiguo, pero entonces se podía ver que ese reconocimiento empezaba a retroceder, a desmembrarse, hasta que volvías a ser el mismo de siempre. Antes de que tu memoria se deshiciera del todo, por un momento, nos mirabas como si nosotros no fuésemos nosotros. No sé cómo decirlo. Como criaturas de otra parte.

Al final del verano, ella ya casi no hablaba con nosotros. Cuando volvimos de las vacaciones fue cuando empezó a insistir con que no podía tener hijos. Esa era una de tantas cosas. Su padre, esa era otra, pero otra de tantas. Una noche, Natalia entró en el living con un café en la mano. ¿Me preparás uno a mí?, le dije. No me hizo caso. O no me escuchó. Se sentó a mi lado mirando el vapor que subía de su café negro. No había ni una partícula flotando en la superficie, era perfectamente lisa. Tampoco soltaba ningún aroma, me acuerdo. Dentro de la taza, nos reflejábamos nosotros y la ventana entera. Cuanto más tiempo uno se mira en un reflejo, se piensa en cosas cada vez más raras. Por eso traté de pensar en blanco, y la miré. Natalia estuvo por decir algo, y luego se quedó meditando y volvió a dejarse llevar por ese reflejo en la taza. Se encerró ahí. No levantó la mirada por mucho tiempo. No sé cuánto. Y entonces me miró, y me dijo: Ya no te voy a traer café nunca más en esta vida, ¿sabés?

Solamente eso. Como un suspiro. Como desde un gran cansancio acumulado. Probó su café. Después, cerró los ojos con delicadeza como si lo degustara o como si quisiera borrar el presente, abrir los ojos y que ya nadie estuviera ahí. Finalmente bajó la taza. La sostenía con ambas manos.

¿Vos estás segura?, le dije.

No me respondió. No le pregunté por qué. No había ninguna diferencia. Iban a ser solamente palabras. Natalia no tuvo la necesidad de moverse lejos de mi lado. Ahí se quedó, con la taza entre las manos, terminándose ese café, que era el último de todos y podía preservarse intacto por un rato más. No tengo manera de saber en qué pensaba ella. Pero estaba seguro de una cosa. Me pregunté dónde estaba la aventurera, dónde había quedado, pero ya lo sabía.

Y se lo pregunté: ¿En qué pensás?

Ella me volvió a buscar, supongo, en la taza. No tenía las palabras que necesitaba para una respuesta. Ni yo tampoco. Pero no por eso era algo menos real. Solo había que pensar, y ahí estaban las tortugas acribilladas, como bodoques salidos directamente de uno de los sueños de cualquiera de nosotros. Tal vez, de uno que todos habíamos tenido a la vez. Las tortugas eran reales ahora. Ni ella ni yo nos movimos de ahí. Ella no intentó explicarse más a fondo. Nuestras caras flotaban sobre esa superficie negra que Natalia sostenía entre las manos. En ese momento, no estábamos ni cerca ni lejos del otro. Si hubiésemos sido gaviotas, pensé, en ese momento habríamos salido volando.

Francisco Cascallares (Prov. de Buenos Aires, 1974) es escritor, diseñador de videojuegos, editor en @Notanpuan, y dicta talleres de escritura (tallerlit.com). Estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Columbia y Escritura Creativa en la UNTREF. Es autor de los libros de cuentos Cómo escribir sin obstáculos (Pánico el Pánico, 2013), Principio de fuga (Notanpuan, 2016) y Un mundo exacto (Marciana, 2018). Carnívora (Omashu, 2022) es un libro que combina texto, imagen y sonido. Su quinto libro de cuentos, aún inédito, recibió una mención del Fondo Nacional de las Artes, y varios de los cuentos ahí incluidos obtuvieron menciones en concursos como Premio Itaú Digital,  Premio Mujica Lainez, UnaBrecha, y otros. Caparazón forma parte del libro Principio de fuga.