Truman Mag

Revista de Ideas

Pensamiento

La posición feminista

Una vez estuve a punto de participar del Encuentro Nacional de Mujeres. Ese año se hacía en Mar del Plata. Yo acababa de ser madre y sentí la necesidad de algún tipo de compromiso con la causa. Estaba en una parroquia de Palermo averiguando qué tenía que hacer para bautizar a mi hija y una mujer me dio un papelito y me invitó a una reunión ahí mismo. Dudé, pero me quedé. Ya no era la misma mujer que venía siendo. Entré a la reunión y escuché de qué se hablaba. Había un plan de pagos y una propuesta de alojamiento y comida para quienes participaran, todo de lo más accesible. De igual forma algo en mí sugería que, si me subía a ese micro al que me invitaban, iba a ser parte colaboracionista de un grupo de mujeres que hablaba de “prepararse para los embates de las feministas que son violentas y que no saben nada”, cosa que tampoco compartía. Claramente ese discurso ya no tenía mucho que ver conmigo y esas mujeres –que sí sabían lo que querían discutir– estaban defendiendo verdades que yo hacía tiempo había empezado a cuestionarme y no estaba en condiciones de defender. Mi posición idealista era la del debate y la de intentar hacer preguntas, sembrar dudas en sus infranqueables posiciones pro-vida. Un absurdo importante. Me bajé de ese bondi antes de haberme decidido a subir.

Más tarde pasé por una serie de aprendizajes y lecturas políticas y feministas; literarias y filosóficas. Ya tenía dos hijos y más libertad para pensar. Ser madre no inhabilitó mi formación académica ni evitó que, a fuerza de lucha, abrazara ciertos aspectos del saber que mi inconsciente iba señalándome. Ya había aprendido a confiar en mi propio tamiz y a bancarme la posición del que “duda porque piensa” y nunca tiene cerrados y resueltos todos los temas.

Accedí a algunos textos fundacionales de ciertos feminismos actuales primermundistas, surgidos a la luz del hastío que provoca la casi completa satisfacción de las necesidades básicas. Muchos de ellos pensados y escritos en el primer mundo y para el primer mundo. Leí intentando sentirme parte, con apasionamiento pero siempre tomando algo de distancia, haciéndome cargo de lo que traía en la mochila, de lo sintetizado para seguir pensando. Comencé a juntarme con otras mujeres a discutir textos de Judith Butler o de Beatriz/Paul Preciado, e incluso muchas veces no pudimos ponernos de acuerdo. Más tarde se sumaron más lecturas y más compañeras de viaje. En algunas ocasiones escribí esas ideas surgidas al pie de la discusión. Siempre supe que pensar era un ejercicio colectivo, una construcción, un devenir de influencias. Siento una particular simpatía por una idea de Heráclito que ironiza la actitud de los librepensadores cuando dice: “aunque el logos es común, casi todos viven como si tuvieran una inteligencia particular”. Elegí confiar en las dudas comunes y seguir el impulso de profundizar en las cuestiones que me hacían ruido. Puede sonar soberbio, incluso pretencioso, pero pensar sobre lo que otros dan por hecho en el presente, y luego cierran con moño y presentan en los medios masivos y las redes sociales como “verdades indiscutibles”, sigue siendo para mí una sana práctica que no tiene mayor finalidad que plantear posiciones “otras” en los debates sociales. Incluso en los debates tan amplios como los que abre en este momento histórico la cuestión feminista.

¿Desde cuándo hay que hacerse llamar de una forma y pensar exactamente igual que las demás personas para apoyar punto por punto lo que una mayoría reclama, igualando en ese gesto temas de distinta índole y urgencia? Ese es mi pívot, mi punto de inflexión, mi lugar de crítica hacia adentro. Alejarme para mirar el bosque me permite hacer foco en las variantes y los matices, a la vez que confiar en mi pensamiento y posición individual. Mi madre no fue feminista. No lo eligió ni transmitió que había que serlo. Por el contrario adoptó el apellido de mi padre desde el 1 de diciembre de 1973 y para siempre. Mi madre fue todo lo contrario que el feminismo pregonó y pregona. Madre de siete, religiosa, brindada en esencia a la necesidad de los otros y la generosidad extrema. Ella es una pregunta viva. ¿Pueden no juzgarme si elijo ser contra la corriente? A veces tampoco yo la acepto. Sin embargo la observo con admiración. Mi madre es una mujer íntegra, distinta, feliz, capaz, pasional. Una mujer hermosamente normativa. Ajustada a sus elecciones. ¿No es eso ser feminista? 

Los rótulos clausuran

A lo largo de los últimos años entrevisté a una cantidad de mujeres que a mi juicio podían problematizar la cuestión del género desde muy diversos puntos de vista, aunque no necesariamente los compartiera. Las hice hablar de las causas de los feminismos y de sus posiciones particulares. Quise saber si se definían feministas y por qué. No dije nada. Sólo pregunté. Escuché. Tomé notas. Incluso entrevisté a varones antipatriarcales y escribí algunos artículos cuestionando aspectos del tema que no termino de compartir. ¿De quién es la decisión del aborto? ¿De quién es el cuerpo? ¿Es realmente mío mi cuerpo? ¿No estamos hablando de una construcción histórica y determinada cuando hablamos de esa “propiedad? ¿No respondemos más a una necesidad del mercado que del ser al hablar del cuerpo en términos de algo que se posee? Nunca alguien rebatió esas ideas publicadas en Revista Tónica, un medio autogestivo e idealista que durante tres años actualizamos y produjimos luego de extensas reuniones semanales en las que discutíamos estos y otros temas. Supongo que muchas mujeres las habrán leído. La revista tenía una buena cantidad de seguidores que a veces hacían comentarios en las redes y otras veces se ofrecían a participar. Fue un gran espacio abierto al calor del ejercicio de la verdadera política, esa que piensa que “todo lo personal es político”. Pero entre comentar notas y debatir temas hay un abismo y la vorágine de las redes sociales empuja a un pensamiento volátil, pasajero y sin pretensiones argumentativas. Tal vez las posiciones feministas consolidadas en colectivos mediáticos –como las de las señoras de aquella parroquia– no son tan dadas a la duda. 

Más adelante, a causa de mi rol en la comunicación gubernamental, entré es contacto con Eva Giberti y Zaida Gatti. Trabajé en campañas contra la violencia de género escribiendo guiones desde la propia voz del Estado y colaboré en el debate de la reglamentación de la ley 26.485. Presencié descripciones detalladas de los operativos de rescate de las víctimas de trata. Escuché a mujeres argumentando que elegían “no vender el sudor de sus frentes y sí vender el sudor de sus cuerpos”, como el de las víctimas indefensas obligadas a hacer algo que no querían. También leí a los hombres arrepentirse en nombre de todos los hombres. Me avergoncé de sus pedidos de perdón por las muertes que ellos mismos no habían cometido, y por los golpes que jamás habían propinado. Supe que eso tampoco ayudaba en la vía de destrabar las injusticias. Que era otra la acción de parte de ellos que necesitábamos. No simbólica sino política. Ese tipo de discursos que tienen por finalidad última repetir lo políticamente correcto no hacen mella sino que opacan, ocultan, tergiversan. Por último, de puro prepotente, me proclamé no-feminista y no adepta a ningún “ismo”. ¿Es acaso el feminismo capaz de aceptar las voces disidentes o estamos obligadas a incorporar todas las discusiones masticadas por otras bocas?

Hago estas aclaraciones para que se sepa desde dónde parto, qué recorrido hice, cuál es mi posición subjetiva, por qué me parece importante y potente que hoy estemos problematizando estos asuntos de carácter público, por fin. Me interesan los puntos de equilibrio oscilantes, nunca estáticos. Me interesa que todo, siempre, pueda ser cuestionado y modificado.

Suelo preguntarme qué significa ser feminista para mí. Si se trata de una pregunta por el ser, algo en lo que se deviene o una declaración de principios. ¿Es realmente una praxis política el feminismo de estos días? ¿Qué fuerza tiene enunciarse de acuerdo con una causa que ya conquistó buena parte de sus reclamos? ¿Somos capaces de tomar los espacios de libertad que sí tenemos y que por mil motivos no nos apropiamos? ¿Se trata de seguir ampliando el campo o de mejorar las condiciones particulares que esa inclusión de la mujer en todos los planos de la vida social exige?

¿Y qué significa no decirse feminista o no “ser” tal cosa? ¿Por qué provoca tanto enojo? ¿Se puede aportar al pensamiento manteniéndose afuera del ”movimiento”? ¿Qué implica? ¿A qué nos empuja? Me gusta mucho el título de una novela que reza: Inclúyanme afuera. Me gusta ocupar ese lugar marginal y distante. Me hago estas preguntas porque me incumben los temas más allá de las categorías, porque veo y sé qué cosa es el machismo y porque cada día recalculo mi posición para ubicar mejor la estrategia de supervivencia en el campo cultural, familiar, y laboral. No quiero ser víctima de ninguna supra-fuerza estructural. Y para no ser víctima –lo que a veces me aqueja como a tantas– necesito no pensarme como tal cosa. Tampoco alcanza con estudiar y tener ideas propias. Ni con la tolerancia, los reclamos, o con hacerse cargo de la parte del camino recorrida. La lucha no tiene que ver con nombres o apariencias sino con asumir posiciones particulares que puedan convivir con generalizaciones atinadas, esas sin las que no podemos asir la realidad, esas que necesitamos y a las que acudimos para enmarcar temas, abordarlos, y volverlos políticas reales y concretas de intervención social. 

Cambiar la realidad es mucho más que aportar el granito de arena del “me gusta”, levantar una pancarta, favear o adherir a los aires de la época. Transformar lo social es intervenir para dar nuevas formas. Pasa como con la solidaridad. Nadie puede decir que no sea útil el aporte individual. La lata de arvejas que se deja en el canasto de una iglesia seguramente sirva de alimento a alguien que no tiene qué comer. O como el paquete de azúcar que se intercambia por una entrada en la vereda de un estadio, para ver un recital a beneficio. O como el partido de fútbol que juegan los famosos para ayudar a unos chicos ciegos, o a una escuela del litoral. El tema es que a veces, algunos, no sin una importante cuota de perversión, confunden solidaridad con eficacia estatal. Eso es lo que no podemos permitir en este momento de la historia y siendo herederos del pasado reciente que tenemos. Lo que haga cada uno por colaborar con otros no achica la brecha de desigualdad creciente que el actor central de esta historia debe dejar de omitir. Es tarea del Estado hacerse cargo con ahínco de las políticas sociales que le reclama el feminismo y todo el campo popular, esas mismas que involucran de algún modo las cuestiones de LOS géneroS. Y eso incluye: incidir más allá del discurso, no achicar presupuestos, dejar de escuchar y adherir como siendo un ciudadano más, mirar la totalidad del país y asumir las diferencias que esa heterogeneidad plantea. Las políticas sociales son las herramientas que tenemos para cambiar la realidad de forma irreversible. Las únicas que pueden quebrar la ambición desmedida de las fuerzas del mercado. El feminismo no puede pensarse por fuera de sus condiciones materiales de existencia. Luego vendrá la problematización de si sirve sacarle el género a las palabras, u oponerse a un piropo callejero o al pantalón de hombre que se ilumina en los semáforos. Probablemente esas acciones apenas contagien entusiasmo, envalentonen a las masas o resulten simpáticas en su simpleza; pero su dispersión y poca incidencia en las problemáticas reales de la mujer trabajadora no dejará de hacerlas aparecer como intentos des-sistematizados, reclamos sin organicidad. ¿Tienen que dejar de hacerse? Claro que no. Pero la cosa cambia cuando estas cuestiones entran a ser debatidas en el recinto, o producen políticas concretas desde los organismos estatales. Ahí es donde debemos dar la batalla. Si no, el reclamo queda en queja y no produce el efecto buscado. 

No quiero responder a un rótulo, ni pelear un cupo. Un espacio para que la foto parezca más plural. Quiero una Ley de Paridad. Lo que implica que se nos convoque y elija por nuestra idoneidad y no por nuestro ser mujeres, travestis, cis, lesbianas, o género futuro que pueda aparecer. 

El gran desafío que hoy tiene por delante el movimiento de mujeres más amplio y heterogéneo de la historia es tratar de amalgamarse sin perder las diferencias, sin plantear mil batallas que disipen la urgencia de los temas centrales, es conseguir la articulación de un colectivo orgánico y que permita inscribir políticamente –y con cierto posible orden de prioridades– los conflictos por los que se está dando batalla. Pecamos de idealistas. Muchas veces nos han asociado con esto. Pecamos, sin querer, de pancartismo, de catalogación de géneros, de banales. Se presupone que una mujer debería defender cualquier cosa que haga otra mujer por el sólo hecho de ser mujer. Cosa que medimos de otra forma cuando se trata de hombres, o que hasta nos provoca incomodidad cuando caemos en la cuenta de que estamos involucrando la identidad sexual del otro, ante cualquier situación en disputa.

Me pregunto si se está definiendo con astucia y claridad a quién se le reclama cada cosa. Porque la sensación es que el pedido “de todas”, es para “todos los que quieran escuchar”. Y esto no es así. O no tiene efecto si es así. Hay que dirigir muy bien cada reclamo. Cuando el tiempo pasa y las mujeres siguen muriendo, o las estadísticas no llegan, o se sigue criminalizando a las víctimas, probablemente ya es hora de replantear las tácticas. Sin medir la eficacia de los gestos con los que se reclama, sin producir un cambio incisivo en la realidad, se infantiliza el intento de ir por más, como de conseguir lo que se pretende. Pero además, el del feminismo es un problema que el género tiene con su propio objeto, siempre en construcción, indefinido, aún intercambiable y fácilmente modificable con hormonas que, al final del día, lo vuelven su opuesto, su propio blanco de ataque. 

¿Podría el feminismo no pensarse contra el hombre? Y en ese caso, ¿cuál sería su amo, su dominador, su patriarcado? ¿Qué pasaría con ciertas posiciones femeninas si no fuera el hombre, el portador del falo, ese del que habría que desmarcarse? ¿Y si el verdadero contrincante fuera la alienación del capital, el hastío del consumismo, o la diferencia de clase? Puede sonar materialista la pregunta, pero a la vez no puede ser acusada de dialéctica.

Recuerdo que hace poco, en una reunión laboral, pregunté si contábamos con estudios de campo que aporten números reales de muertes según corte de clase y distinciones de países emergentes y países centrales, y hubo un pesado y profundo silencio como respuesta. Silencio. Vacío. Nada. Y después, cambio de tema. Hablemos de otra cosa. Miremos un video. Como si esas cuestiones no merecieran ser discutidas…o fueran impertinencias. ¿Será más fácil pensar que todas las mujeres de todos los niveles socioeconómicos sufrimos las mismas violencias que ubicar cada problemática en su base material? 

Por último un párrafo atrofiado y cansado, sobre la cuestión de las manifestaciones destructivas. Del mismo modo que la tolerancia nunca alcanza, es sabido que tampoco sirve su reverso. Me refiero a la violencia verbal y simbólica de los grafitis, o a los contenedores ardiendo que vimos sobre el final de la multitudinaria marcha de Rosario (2016) mientras la policía reprimía a las manifestantes. ¿Qué vamos a hacer con toda esa fuerza que colma las calles? ¿Qué vamos a reclamarle a las fuerzas policiales? ¿Desde qué lugar? ¿Qué pasaría si ese poder desbocado entrara en el cauce de los lugares que corresponde y no fueran las mujeres un dato de color en las webs, blogs, y medios masivos sino voces comprometidas políticamente reclamando en los organismos deliberantes con capacidad de acción real? La mejor forma de dar un diálogo nunca es monologar, gritar de un lado, escuchar el propio eco contra la inacción. No al menos hoy, con toda el agua corrida bajo el puente. Debemos exigir datos concretos y lugares de acción reales. No sirven las mujeres decorativas en la política. No interesa cómo se visten y qué comen, como intentan contarnos las revistas de tiraje masivo. Demos las batallas en serio. Acordemos unos reclamos, sepamos ceder otros, aprendamos de una vez a exigir y negociar en democracia, ocupemos los lugares que importan, seamos parte de la toma de decisiones. Pero por sobre todas las cosas: aprendamos a ejercer lo conquistado, para lo cual, antes, hay que hacerse cargo de eso y dejar de vernos, todas, siempre, como víctimas.Dicho lo propio, el libro que sigue propone un corte transversal del momento histórico latinoamericano en el que pueden leerse distintas y hasta a veces contradictorias u opuestas posiciones. El feminismo, como dijo Lacan de la mujer: “no existe”. Hay muchos. Tantos como mujeres y géneros haya. Lejos de pensar que todo el espectro esté representado en estas voces, sí puede tomarse como elemento de análisis o una muestra del universo más amplio de los discursos sociales que presenta el feminismo del siglo XXI. Para cerrar, sobre el final del libro, presento una lectura del Manifiesto contrasexual de Beatriz Preciado donde discuto con algunas de sus interpretaciones y, sobre todo, con su relativismo. Luego, como toda lectura descentrada, propongo la deconstrucción total de este discurso. Porque las palabras, si no se transforman en acciones concretas, mejor reordenarlas.

Leticia Martin (48) nació en Buenos Aires, en 1975. Es narradora, poeta, editora y crítica cultural. Obtuvo la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (UBA) y el Posgrado Internacional en Gestión Cultural y Políticas de Comunicación (FLACSO). Se desempeña como Directora de Redacción de la Secretaría de Comunicación Pública. En 2017 creó junto a Nazareno Petrone la editorial qejaediciones.com y en 2023 ganó el Premio Lumen de España por su novela Vladimir. La posición feminista, se publicó en su libro de ensayos Feminismos (Letras del Sur, 2017).