Truman Mag

Revista de Ideas

Ficción

Zonas blandas

Este es mi cuento de niños. No un cuento para niños, simplemente un cuento de niños. Nos remontamos a cuando tenía nueve años. Mi mamá quería que realizara un deporte, que desarrolle mis músculos y que haga amiguitos. Todas esas cosas no estaban en el ranking principal de mi agenda, es más, no tenía agenda, pero bueno, ella decía que eso era bueno para mí. Primero fui a tenis, fútbol, después a hándbol, vóley y patín, pero, el único deporte que me cautivó de verdad fue boxeo. La clase comenzaba a las ocho y mi mamá me bañó y perfumó para no llegar mal presentado. Era un día caluroso. Yo llevaba una remera roja y un pantalón corto, nos condujimos hacia la avenida principal que era donde estaba el gimnasio y nos detuvimos en un galpón viejo. Mi mamá un poco con desconfianza golpeó sus manos para ver si alguien nos atendía. Volvió a golpear y nada de nuevo. Cuando nos dimos vuelta para irnos, un hombre llegó con unas bolsas del supermercado, nos miró de manera sostenida y nos dijo:

—¿Buscan a alguien?

A lo que mi mamá, que me tenía de la mano como si apretara un millón de dólares, respondió:

—El nene quiere empezar boxeo, pero veo que no hay nadie.

Ya cerca de nosotros, este señor que llevaba una barba blanca larga, unas orejas chatas y una nariz hundida, dijo:

—Yo soy el profesor, pero aún faltan 15 minutos para el comienzo de la clase.

A ello mi madre respondió con indiferencia hacia el hombre y una pregunta hacia mí:

—¿Te querés quedar?

Dije que sí, que no veía la hora de comenzar con los ejercicios. El hombre, bonachón y viejo, le dijo a mamá que me deje tranquila y que me pase a buscar en una hora y media. Me mandó a correr por todo el galpón que tenía piso de tierra, en una parte, y un piso de una especie de goma eva, en otra. Mi mamá me saludó y salí disparado a correr mirando hacia atrás con una sonrisa de oreja a oreja. El baño y el perfume no sirvieron de mucho pues cuando hice los primeros metros ya era un plato de sopa andante. Me veía a mí mismo lanzando golpes, saltando, haciendo soga, aunque sólo estaba corriendo. Quería ser como los grandes, un campeón. Miraba las bolsas, las manoplas, los guantes y me daban más ganas de correr. Corrí hasta que llegaron los otros alumnos. Eran todos mayores de edad. Entraron al galpón haciendo chistes y riendo. Saludaron al profesor, que tocó un silbato y nos hizo poner en ronda, en el centro. Volvió a saludar a todos con un buenos días general y me presentó. Él es un pequeño campeón, un niño que quiere empezar con la actividad, vamos a enseñarle todo lo que nosotros hacemos. Vos, niño, vas a copiarle a ellos, harás los mismos ejercicios, sólo que elegirás la cantidad de cada uno según tu resistencia, no trates de exigirte en esta primera clase sino te va a doler todo mañana y no vas a poder volver. Andá despacio.

Yo escuchaba con atención pero el ansia no me dejaba interpretar demasiado sus palabras. El señor
movía la boca y con ella su barba y parecía un hechicero que nos contaba de sus pócimas secretas. El resto del grupo también escuchaba aunque por momentos hablaban encima de las palabras del profesor.

Nos mandó a buscar las sogas. Yo agarré una a mi medida y empecé a practicar. Al principio me costó un poco, se me enredaba entre los pies, no coordinaba los saltos, pero me detuve a mirar a los
adultos y la cosa fue mejorando. Después, comenzamos con los ejercicios aeróbicos. Nos hizo
buscar un palo, lo sujetamos con las dos manos e hicimos movimientos de cabeza, cintura y piernas.
Al terminar esto, llegó el turno de los abdominales, dos series de diez para mí, cinco series para los demás. Pasamos a las lagartijas, me costaron mucho y no llegué a completar el ejercicio. Levantamos algunas pesas, las mías eran livianas, las de los adultos se veían bastante pesadas. Pasamos a la parte técnica del entrenamiento. El profesor me enseñó lo que era un jab, me hizo
parar en guardia, con los pies casi de costado y afirmando, mi brazo izquierdo tapaba el mentón del
mismo lado y se levantaba sobre el hombro, el brazo derecho, mientras, cubría la otra parte de mi
cara, esperaba agazapado para dar el golpe. Así estuve un rato, mirándome al espejo, haciendo unos
pasos hacia adelante y algunos hacia atrás, me veía pegándole a la bolsa. Cuando me aventuraba un
poco, el profesor me corregía algunas desprolijidades. No olvides la guardia en alto, torcé el brazo cuando pegás, firme los pies. Se fue volando el tiempo.

Cuando llegamos a los ejercicios de elongación, ya estaba mi mamá en la puerta del gimnasio, esperándome. Me hacía señas para saludarme, yo la miraba de reojo, me reía y quería quedarme un
rato más. El profesor me hizo una seña y me dio a entender que ya estaba bien y que debía ir con
ella. Lo saludé y corrí hacia la puerta.

—Hijo, ¿qué tal el entrenamiento? ¿te gustó?

—Sí, mamá, mañana volvemos.

Caminamos y yo iba moviéndome como todo un boxeador. Mis piernas bailaban, eran ágiles, los
brazos golpeaban al aire y hasta llegué a festejar un nocaut cerca de la verdulería de a la vuelta de
casa. Mamá se reía y era cómplice.

Llegamos y le conté a papá todo lo que había hecho, él me prestó mucha atención y me dijo que si entrenaba durante un tiempo bastante largo iba a poder competir por el campeonato mundial, sólo
que no me aseguraba la victoria porque eso, muchas veces, es una cuestión del azar. No sabía qué era el azar, pero te juro que si lo veía en la calle no iba a dejar de golpearlo hasta poder ser yo el
campeón.

Seguí yendo diariamente al gimnasio, sólo faltaba los días de lluvia, feriados y fines de semana.
Cuando papá cobró, me compró los guantes y las vendas. No tenía bucal porque aún no me
enfrentaba a nadie. Una tarde, cuando ya iba solo, sin la compañía de mamá, el profesor me estaba
esperando en la puerta. Torcido sobre la punta de una chapa, cruzado de brazos, con una musculosa
amarilla, hizo señas de silencio y me tomó de la mano. Eché un vistazo hacia adentro porque venía
una música extraña que nunca antes había escuchado. Había una chica no tan grande pero tampoco tan chica, me miraba y me hacía un gesto con las manos que no podía reconocer porque el salón no tenía una excelente iluminación, aunque servía para ver los golpes de los oponentes. Yo me detuve un segundo para observarla pero el profesor me impulsó a ir hacia un costado del galpón, cerca de la calle. Me dijo al oído que hoy no había entrenamiento convencional pero que íbamos a correr por elcampo, que el resto de la clase no podía venir y que éramos nosotros dos. Yo quise preguntarle por esa chica pero supuse que antes de comenzar me la presentaría, cosa que no sucedió. El profesor cerró la puerta, sin llave, la música siguió sonando y salimos trotando por la avenida. Él lo hacía lento, esperándome, con saltitos de boxeador, yo lo imitaba. A pesar de que estaba retirado, era ágil, sus brazos tomaban forma cuando comenzaba a hacer ejercicios, me instaba a que lanzara golpes, que moviera mi cintura de derecha a izquierda, que mirara hacia el frente. Insisto, yo le copiaba todo. Sentía que iba a ser campeón del mundo algún día, aunque, ya sabía, debía ganarle al azar. Doblamos por la calle del colegio, pero en sentido inverso. Unos fresnos la adornaban, los recorrimos en zigzag. Mis piernas se sentían cada vez más fuertes, el profesor me arengaba y me decía que era el mejor. Yo saltaba por momentos de alegría y él también. Así, vamos, así, corré, tirá el golpe, doblate más, vamos, así. Continuamos haciendo un trote constante hasta llegar a la ruta. Nos frenamos. El profesor me hizo mirar a los dos lados y me dijo que iba a ser yo quien decidiera cuándo cruzar. Debía aprender a sortear obstáculos cotidianos, ya era hora. Dejé que pasen unos autos, un camión Scania como el de mi papá y una moto.

—¡Ahora! — dije, y cruzamos.

El profesor me agarró de la mano y me levantó de manera tal que casi no toqué la ruta con mis pies.
Seguimos corriendo a toda velocidad, parecía que volaba. Ahora, por un camino de tierra guadaloso.
Cuando ya estaba por cansarme y me faltaba un poco el aire, el profesor paró y se empezó a agarrar
el pecho, tosió unas cuantas veces y yo que venía un poco atrás lo alcancé y le pregunté si estaba
bien, si le pasaba algo. No contestó. Siguió agarrándose el pecho con una mano y con la otra se tocaba la espalda. Estaba atónito, no entendía bien la situación. De repente, se incorporó y me dijo
que todo estaba bien y me lanzó un golpe en la panza y bromeó sobre lo sucedido. Pensaste que me iba a morir, ¿no, niño? Yerba mala nunca muere, sólo me falta un poco más de entrenamiento, ya no
soy lo que era antes.

—Volvimos caminando la mayor parte del recorrido. Estaba cada vez más oscuro e intuía que se había
pasado la hora normal de entrenamiento. Mi mamá podría estar asustada. Noté que mis zapatillas
estaban llenas de tierra y esta vez el profesor no hizo que fuera yo quien debía decidir cuándo cruzar
la calle. Estaba bastante transpirado y la brisa me daba oxígeno para recuperarme. Observé los fresnos, sus copas, pensé en los años que tendrían, en quién los habría plantado. Las baldosas por
allí estaban bastante salidas. Tuvimos suerte de no tropezarnos.

Llegamos al gimnasio. Antes de abrir la puerta el profesor me despidió y me preguntó si era necesario que él me acompañara hasta mi casa. Le dije que no, que, como de costumbre, volvería solo. No me dio un beso, sólo se dio la vuelta y demoró todo lo posible para abrir el portón. Yo salí corriendo sin esperarlo y me dirigí a casa para que no me retaran más de lo que ya suponía que lo harían.

Al llegar, mamá estaba en la puerta. Me dijo, niño, dónde te metiste, estaba preocupada. Le dije que
fui a entrenar y ella me contestó que fue al gimnasio y estaba la puerta cerrada y había una música rara.

Golpeé varias veces y, como no me atendían, entré porque estaba sin llaves. Adentro había una chica bastante pálida, semidesnuda y congelada. Le pregunté si necesitaba algo y me dijo que no, que ya llegaría el profesor y que la llevaría al médico, luego me aclaró que habían salido a correr por el campo y me quedé más tranquila.

—Sí, mamá, corrimos por el campo con el profesor, fue muy linda la clase, mañana quiero volver a ir.
El profesor me contó quién era esa chica, qué hacía y qué le pasaba, pero no se lo dije a mamá porque, lo juro, no me dejaría ir nunca más a entrenar.

Nicolás Ghigonetto nació en Isla Verde en 1989. Licenciado en Lengua y Literatura (UNRC). Hizo su tesis sobre la poética de Patricio Rey y sus redonditos de ricota. Publicó los libros Los días del desastre (Cartografías, 2016) y Dos cachorros de sicario (Kintsugi, 2020). Participó de la antología de poesía Van llegando (Mansalva, 2017) y Tan diversa (Mardulce, 2022). Fue seleccionado en dos ocasiones para la Bienal de Arte Joven del Centro Cultural Recoleta (2017 y 2021). Cursó el Diplomado de Escritura Creativa (UNTREF). Participó de Residencia Curadora donde trabajó el proyecto Nenes raros con Francisco Bitar. Este proyecto fue finalista del Premio Estímulo a la Escritura 2022 (Fundación Bunge y Born, Fundación Proa y LA NACIÓN). Nenes raros fue publicado en marzo de 2023 por Elemento Disruptivo. Coordina el taller literario Los que se pelean, se aman en Puerta 276. Zonas blandas forma parte del libro Dos cachorros de sicario.