Siempre me pierdo las cosas buenas y me las tienen que andar contando. El hijo de la Conce me juraba que tres monos habían pasado calle abajo haciendo equilibrio sobre unos troncos. Decía que no eran como los monos que viven cruzando el descampado. Esos son más chicos. Los amigos de mi hermano Luis me contaron que se llaman “tití”. Qué pena no haberlos visto. Estos monos son más grandes, tienen mucho pelo, pelo largo, y cuando se paran en dos patas miden como dos metros. Cuando era chica, vi uno de esos en una película. Tenía un montón de fuerza y gritaba más alto que una persona. Aullaba como un lobo, decía mamá. Capaz es mejor no haberlos visto: si eran malos, me iban a dar miedo y después sueño pesadillas. Sí vi a las yararás nadar a toda velocidad. Son rapidísimas. Mi abuela se enoja con ellas y dice que son unas bichas del diablo, pero a mí me parecen divertidas. Se mueven de un lado para el otro, como si estuvieran bailando. Nunca las había visto nadar antes de la crecida, siempre que me las crucé fue en la tierra. Mi abuela vive lejos, la vamos a visitar todas las semanas. Tiene caballos y me prometió que el potrillo recién nacido va a ser mío. También muchas gallinas, algunos chanchos y perros y gatos. Ella dice que las víboras son unas bichas del diablo porque tienen veneno en los dientes y, si te muerden, te morís. No conozco a nadie que se haya muerto por culpa de una yarará, pero sí conozco a mucha gente que las mata porque se acercan a las casas. Mi mamá dice que cuando vienen para el barrio es porque están perdidas o no consiguen nada para comer donde viven. Cada vez que le pregunto dónde viven, me contesta que allá lejos y siempre señala un lugar diferente. Debe tener miedo de que me vaya a buscar una bicha, pero seguro que allá lejos también hay arañas y prefiero no arriesgarme. Para mí, las bichas del diablo son ellas: mueven las patas como si estuvieran tramando algo, parece que te quieren comer con los colmillos esos que tienen debajo de sus mil ojos. Las odio.
Un día, casi, casi toco una yarará: fui a buscar los huevos de la gallina al galpón de mi abuela y una víbora toda enroscada se estaba comiendo mi almuerzo. Parecía buena, tenía hambre, pero cuando mamá la vio se puso a gritar y mi papá salió de la casa con una escopeta. No sé para qué la sacó, porque, en vez de matarla con el arma, agarró el hacha que estaba apoyada en la pared y le cortó la cabeza. De un zas la partió al medio. Una gota de sangre cayó en mi boca. Papá se mojó el dedo gordo con saliva, lo pasó por mis labios y se lo chupó. Después ya no quise ni almorzar.
II
Luis está contento porque adoptó una rata. Mamá no lo sabe. Todavía no me la mostró, la tiene escondida con el hijo de la Conce en una caja y le pasan comida por un huequito. Para mí, si no la puede tocar, no vale como mascota, pero él dice que la va a amaestrar y que ya voy a ver. Cuando mamá se entere, lo va a matar. Ella odia a las ratas, le da impresión la cola larga que tienen y que se paseen por la basura. Es verdad que no son muy limpias, pero las prefiero antes que a las cucarachas. Con las ratas, por lo menos te podés quedar tranquila de que andan por el piso, con las cucarachas no sabés. Algunas son mejores y tienen alas, esas no se mueren más. Me divierte la crecida, pero a veces, cuando me arrimo a la ventana, las tortugas marinas ya se fueron y, en su lugar, solo pasan bolsas de basura. O el caballo del Juan, un vecino amigo de papá. La mugre de la gente puede ser muy entretenida: como el agua está marrón, con Luis jugamos a adivinar qué es lo que flota en la superficie. Él sabe de esas cosas más que yo, siempre me gana. Pero igual no me importa porque aprendí bastante: por ejemplo, me enseñó que si las máquinas de afeitar son de color rosa es porque son de mujer. A mí todavía no me salió barba. Mamá y Luis tampoco tienen, aunque él todo el tiempo le roba el aparato ese a papá porque dice que ya le están creciendo unos pelos. No se lo cree ni él.
Yanina Gómez Cernadas (Lanús, 1990) es licenciada en Letras, diplomada en Edición y magíster en Escritura Creativa. Trabaja como coordinadora editorial en el Fondo de Cultura Económica de Argentina. Escribe narrativa y asiste a las clínicas de obra de Selva Almada y Vera Giaconi. Los dos capítulos aquí publicados pertenecen a La última crecida, primera novela de la autora, que salió en 2022 de la mano del sello editorial También el Caracol.
La ilustración que acompaña al texto es una pintura del artista Albertus Verhoesen.