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Cultura

El imperfecto laberinto del amor

Toda vez que entra a la estafeta Mariana se pregunta cómo es posible que en plena década del noventa, a sólo siete años del cambio de milenio, no tengan una oficina de correo en ese pueblo. Cómo pueden tomar en serio el boliche minúsculo y siempre vacío que tanto sirve para despachar cartas, comprar espirales o llevar radios, secadores de pelo o cualquier otro aparato a arreglar. Está viviendo en el culo del mundo, realmente. La idea le causa gracia pero le hace sentir orgullo también, porque cada día que pasa desde que llegó a ese rincón perdido de la provincia de Córdoba, hace más de un año, con intenciones que se acercaban peligrosamente a la del suicidio, significa una victoria, un punto a su favor.
Sigue siendo una turista ahí, la gente suele darse vuelta para mirarla cuando la ve llegar, acaso por el pelo rubio que le cae hasta la cintura, o por el ímpetu con que se mueve, o porque fuma –tan jovencita y fuma, ha oído decir–, pero acá, en la estafeta, el viejo que atiende la ignora. Está en la trastienda desarmando una plancha, seguro que no la vio entrar.
Ella se queda esperando mientras se alisa el pelo, un poco avergonzada al darse cuenta de que, pese a sus veintitrés años, todavía se despierta los 6 de enero con la ilusión infantil de un regalo de Reyes. Por eso vino caminando los cuatro kilómetros que bordean la ruta, esta mañana ventosa y un poco extraña, bajo ese cielo oscuro, amenazante. Para ver si su familia le ha enviado alguna encomienda desde Capital, alguna cosa que le alegre el día o la sorprenda.
La serenidad de la estafeta la va apaciguando. Le gusta la rutina sin sobresaltos en la que se vive ahí. La de la casa de su tía Elsa incluso: el trabajo con los cultivos en la huerta, el noticiero de las ocho marcando el paso de los días, la pizza del sábado señalando las semanas que se van. Una vida de viejas, piensa: su tía acaba de cumplir sesenta. Pero a todo se acostumbró Mariana con el tiempo, incluso a la falta de teléfono; en la finca, como único entretenimiento está la televisión, un grabador de doble casetera y la bibliotequita donde hay libros que ella ya se conoce de memoria: el de Sor Juana Inés de la Cruz, el de Góngora, algunas novelas policiales. Silencio y recuerdos para las dos. Mejor eso que someterse a un tratamiento psiquiátrico, pastillas y sesiones con el tarado de Andrade, como tuvo que hacer alguna vez.
Enciende un cigarrillo y se dedica a observar las cajas de lamparitas alineadas, los carteles, la letra de viejito tembleque pero prolijo; los anuncios de publicidades bizarras, ya descoloridas por los años. Por la radio están pasando un alerta meteorológico, ella larga el humo despacio, hacia la trastienda, pero el viejo ni se mueve. No sólo sordo, tampoco tiene olfato, piensa sonriendo, con un poco de impaciencia ya. Tormentas eléctricas y vientos del sur, sigue anunciando el locutor con esa voz provinciana y pomposa, se recomienda a la población mantenerse a resguardo. El viejo se pone dos tornillos entre los labios y gira una tuerca. Ya han pasado catorce meses desde aquella tarde en la que Alejandro la alcanzó a la terminal de micros de Capital. Quiero pensar qué mierda voy a hacer con mi vida, le había dicho ella, y él, su marido fiel, como le gusta llamarlo a la tía Elsa –aunque a Mariana esa forma le suena a la que la gente usa para los perros–, le aseguró que la esperaría en Buenos Aires, que no iba a prohibirle replantearse las cosas, que se tomara el tiempo que fuera necesario, pero que cuando volviera, lo hiciese con una decisión definitiva. Ahora, cree Mariana, ha llegado a esa instancia. Llamarlo. Decirle que venga a buscarla, que ya pensó suficiente, que se curó gracias al cariño de esa vieja que la cuida como a un tesoro, sin juzgarla ni darle consejos sobre cómo comportarse; la curó la vista imponente de las Altas Cumbres, coser en la máquina Singer, la vida sencilla de un pueblo de Traslasierra. Tiene que llamarlo. Ale y su abrazo de oso, Ale y su forma de sonreírle, de mirarla con ese gesto calmo y bonachón.
Mariana fuma y mira hacia la vidriera. No es muy linda la idea de alguien bonachón, está pensando. Suena a barrigón, un tipo sentado a una mesa de ravioles con tuco, eructando bajito. No, Ale era bueno, no bonachón, aunque a veces se comportaba como uno. Pero por qué empezar con las dudas, qué bronca le da eso. Por qué no enfocarse en esa armonía que habían logrado cuando vivieron juntos, una pareja de recién casados que los vecinos adoraban, aunque fueron pocos meses.
Cierra los ojos y orienta sus pensamientos a las ganas de abrazar ese cuerpo robusto, como de un chico que ha crecido de pronto y no sabe qué hacer con tanta espalda, tanto brazo y masculinidad. Quizá mañana, hoy mismo, pueda llamarlo y decirle: Vení a buscarme, Ale, quiero volver con vos. Sí, mejor que deje de dar vueltas. Su futuro es seguir siendo la señora de Alejandro Abruzzelli.
El viejo ahora prueba la plancha: se moja el dedo y lo acerca a la superficie, está satisfecho, es claro que hizo las cosas bien. La escena de ese cuarto parece impregnada de la serenidad que pronostica la elección de una vida al lado de Ale. En la radio anuncian al grupo Mocedades. La regocija el fugaz recuerdo de su madre trayendo a casa discos simples de cantantes o grupos españoles: Luis Aguilé, Rafael, Mocedades. Ella era una nena feliz por esa época. Vamos a escuchar un tema que fue éxito mundial en el año 1971, lo compartimos con ustedes, dice ahora una locutora. La canción invade la estafeta, se escucha la voz clara de la cantante: Como una promesa, eres tú, eres tú…, como una mañana de verano… Mariana siente el ahogo. No es su infancia ni a su madre lo que evoca ahora, sino a Luis. Así, así, eres tú. Da una pitada ansiosa al cigarrillo. Por qué, si en todo ese tiempo pudo desechar absolutamente la idea de intentar algo con él, le pasan cosas como esas, suena una canción estúpida de otra época y ella se estremece como si lo tuviera enfrente, como si no hubiera más felicidad en el mundo que la de alzar la mano hacia su boca, con la otra buscar la piel de la cadera; lo que podría hacerle de tenerlo ahí y cantarle eso: toda mi esperanza eres tú, eres tú, como lluvia fresca en mis manos. Dios, mierda. Debe tratar cada uno de los pensamientos que le recuerdan a Luis como hacen los alcohólicos frente a un vaso de vino, ya se lo había aconsejado el doctor Andrade, una de las pocas cosas en las que el muy tonto acertó. Golpea las manos con energía. El viejo se quita los anteojos y la saluda con un gesto de sorpresa.
–¿Llegó alguna encomienda? –grita Mariana para tapar la canción.
El hombre asiente y se levanta rápido de la silla para desaparecer un minuto en ese cuarto, enseguida vuelve con un paquete y, con su tonada amable, le dice que si quiere quedarse en la estafeta a esperar que pase el temporal puede hacerlo:
–Se viene una brava, muchachita.
Mariana agarra la encomienda y firma, haciéndose la que no escucha. Rasga el papel para comprobar qué es. ¿El cuaderno de recetas?, se pregunta, irritada, y enseguida recuerda que ella misma lo pidió hace un tiempo, porque la tía Elsa le había prometido enseñarle trucos para hacer los platos que más le gustaban si conseguía que su madre se lo hiciera llegar. Trata de conformarse, mientras hojea con rapidez las páginas y los recortes y entonces descubre un sobre. Lo saca. Carta de Alejandro.
–¿Buenas noticias? –dice el viejo.
–Cómo puedo saber –responde, parca; y camina hasta la puerta sin despedirse ni saludar. Qué le importa al tipo la clase de noticias que le llegaron a ella.
Cruza la calle hacia la plaza. Le disgusta esa complicidad de Alejandro con su familia, como si todos fueran parte de un clan, o un tribunal de faltas. Los imagina reuniéndose los fines de semana, frente a las picaditas de gruyère y gorgonzola, sus vasos de Gancia con limón, pasándose las novedades de ella que obtienen por las cartas de la tía, su padre pidiéndole a Ale que tenga paciencia, asegurándole que su hija va a volver arrepentida: siempre tuvo una personalidad muy fuerte, es medio impulsiva, pero ya vas a ver. Se lo imagina a Alejandro preguntándole a su mamá: ¿Puede mandarle esta carta que escribí para ella, “suegri”? Mariana se sienta en un banco. La gente huye hacia las casas. Abre el sobre y lee ya pasó otra Navidad y pasó el Año Nuevo. Nunca pensé que ibas a tardar tanto en decidirte entre él o yo. A veces pienso que soy un pelotudo, como dice el marido de mi herma- na. Pero voy a demostrarle que se equivoca. Estoy acá y sigo esperán- dote. Porque sé que un día, cuando te canses de soñar, el futuro… Deja de leer. Dobla la carta en cuatro. Soñar. Qué poco entiende Alejandro lo que significó Luis para ella. No es dejar de soñar lo que estuvo intentando desde que llegó a este pueblo de mierda. Es una tarea casi física y moral, dejar de ver en el mundo la posibilidad de respirarlo. Mete la carta en el sobre. ¿Deberá confesarle, cuando venga a buscarla, que siente aún a Luis adentro? Aunque sea un resto, sí, pero un resto que en cualquier momento puede estallar como las minas de guerra en las películas, que hacen volar todo si uno pisa en el lugar equivocado. Como ahora, con esa canción idiota, cómo nunca se le ocurrió cantársela. Toda mi alegría eres tú, así, así, eres tú. Qué le hubiera dicho él, con toda esa bestialidad de estudios musicales en la que fue criado desde que era un nenito, cómo hubiera reaccionado escuchándole decir: quiero dedicarte esta canción a vos, porque es la verdad, lo que me pasa. Él, que había sido punk en Londres, cómo la hubiera mirado. Ahora ya no habrá oportunidad de saberlo. No si quiere vivir como una persona normal.

Este fragmento corresponde al libro El Imperfecto laberinto del amor, de la autora Alejandra Laurencich, editado por Factotum Ediciones.

Alejandra Laurencich es narradora y editora. Autora de los libros de cuentos Coronadas de Gloria (2002), Historias de mujeres oscuras (2007), Lo que dicen cuando callan (2013) y El día menos pensado (2022); del ensayo EL TALLER. Nociones sobre el oficio de escribir (2014) y las novelas Las olas del mundo (2015) y Vete de mí -que fue traducida al esloveno como Pusti me pri miru y dio origen al documental Alejandra estrenado en Europa en septiembre de 2018, y cuya gira de proyección le inspiró a la autora el libro de crónicas Diario de Eslovenia (2019). Parte de su obra narrativa fue traducida también al inglés, alemán, portugués y hebreo y elegida como material de estudio en distintas Universidades del país y del exterior. Recibió, entre otros, el 2° Premio Ciudad de Buenos Aires (2011), el 3° Premio Fondo Nacional de las Artes (2002) y el XXX Premio de Narrativa Breve otorgado por la uned en España (2019). Creó la Revista Literaria La Balandra –otra narrativa– (premiada como una de las tres mejores revistas culturales de la Argentina en 2013) de la que fue Directora Editorial entre los años 2011 y 2019. Desde hace más de dos décadas dicta talleres y clínicas de narrativa y supervisa la obra de autoras y autores.