Si hay un territorio sobre el que los británicos obtuvieron un dominio que llegó a ser legendario, este se encuentra en las aguas, en los mares, en el vasto océano que se extiende más allá de las islas. La marina, por lo tanto, no es tan solo una parte de las fuerzas militares, sino una síntesis de esas fuerzas, su símbolo mejor logrado.
En febrero de 1910, el buque Dreadnought se encontraba anclado en el puerto de Weymouth. Las 17.900 toneladas del acorazado eran el resumen de los mayores adelantos armamentísticos de la época, una pieza clave de la marina, el buque insignia de la Royal Navy.
El 10 de febrero de ese año, el secretario del Ministerio de Asuntos Exteriores se comunica con el vicealmirante May, que estaba a cargo del acorazado, para informarle que había recibido un telegrama de un tal Tudor Castle, en el que se anunciaba que el príncipe Malaken, de Abisinia, iba a visitar el Dreadnought en unas pocas horas. Las órdenes no tardaron en recorrer toda la cubierta y la tripulación se puso en marcha para preparar la recepción. Resultó del todo inoportuno no encontrar la partitura del himno de Abisinia, pero la dificultad fue subsanada de manera expeditiva por el vicealmirante May, que ordenó ejecutar el himno de Zanzíbar, una región de Tanzania que no estaba demasiado lejos de Abisinia. Entretanto, se afinaban los instrumentos, se disponían las alfombras y se preparaban los cañones, con los que se ejecutaría una salva de veintiún disparos, en honor al príncipe y su séquito. Finalmente, mientras se ultimaban detalles en cubierta, una comitiva oficial partió a la estación de trenes para recibir al príncipe Malaken, que llegaría desde Londres. Lo que no suponían, lo que nadie hubiera imaginado, es que a la estación de trenes arribarían, disfrazados del príncipe de Abisinia y compañía: Virginia Woolf -que en ese momento, todavía siendo soltera, llevaba el apellido Stephen-, Adrian Stephen, Horace de Vere Cole, Anthony Buxton, Duncan Grant y Guy Ridley.
La broma fue planeada por Horace de Vere Cole, que enseguida contó con el apoyo de Adrian y el resto del grupo. Enviaron el telegrama al Ministerio de Asuntos Exteriores, haciéndose pasar por funcionarios de Abisinia, y comenzaron a preparar los disfraces. Virginia se mostró menos entusiasta con la humorada, pero su hermana, Vanessa, la animó y se sumó a la farsa. Como no tenían idea del idioma que debían emplear, inventaron uno que sonara exótico. Virginia y sus amigos se pintaron la cara con betún. Ella se puso una túnica, se acomodó un turbante en la cabeza, colgó de su cuello una cadena de oro. se puso unos bigotes y una barba postizos. El grupo se contempló con aire solemne frente al espejo y luego se tomaron una fotografía.
Cuando estuvieron en el buque, los jóvenes conspiradores pidieron que se omitiera la salva de disparos, aduciendo motivos religiosos. Virginia, con el improvisado idioma que habían ensayado, dijo “bunga, bunga” un par de veces, antes de abandonar la cubierta e ingresar al barco, donde les ofrecieron una comida que rechazaron con toda amabilidad. Lo cierto es que tenían miedo de que se les corriera el maquillaje o de que cayera sobre el plato algún bigote postizo.
La burla a la marina británica no tuvo consecuencias significativas para el grupo, más allá de algunas reconvenciones y los seis golpes en el trasero que recibió Cole. Sin embargo, la broma no pasó inadvertida, porque Cole se encargó de comunicarle los detalles de lo ocurrido a la prensa. La noticia corrió rápidamente por las redacciones de los diarios y se escribieron algunos artículos que provocaron revuelo. El efecto satírico de la ocurrencia tuvo su efecto: un grupo de jóvenes, disfrazados de altos funcionarios abisinios, había logrado dejar en ridículo nada menos que a una de las fuerzas navales más antiguas y reconocidas del mundo.
Hernán Diez es escritor, docente y actualmente coordina talleres de lectura en @margen.delectura