El ruido de la tele la calma, hay algo en el neutro de Peppa Pig que le hace pensar que todo está bien. Si en la casa reina ese sonido quiere decir que puede quedarse un rato más sobre el inodoro, desnudarse y mirarse al espejo, sacarse los pelos como si fueran maleza de la huerta, ducharse y sentir la presión caliente sobre los hombros y la espalda.
Desde que nació Elena -Elenita como le gusta llamarla a su marido para no confundir a hija con esposa- que está sola con sus hijos; comparte la casa y también el café, la música de la tele mientras prepara las comidas, sus gritos y los de sus hijos.
El nacimiento de una hija la alejó de ese sueño que su marido le fue inculcando los últimos diez años que vivieron en la ciudad, en ese dos ambientes que para ella seguiría siendo hermoso, con sus plantas, las clases y las funciones en el teatrito del centro, sus amigos y la familia cerca.
El embarazo de Elenita llegó como un sopapo: fue en el momento justo en que había tomado la decisión de dejar todo y volverse. Pensaba y repensaba en cómo decirle a su marido que no quería seguir con el proyecto de vivir en la Patagonia, y como si fuera a propósito, la única vez en todo ese año en que él la buscó entre las sábanas, un mes y medio después el test dio positivo. Ese día Luciano estaba en la escuela y su marido había vuelto a almorzar. Era su aniversario.
Para él, la noticia fue motivo de festejo y le besó la panza chata. Con los días empezó a llegar tarde del trabajo, los fines de semana se convirtieron en días
laborales. Ahora tengo que trabajar más, le dijo, por el bebé. Al poco tiempo, él apareció con una camioneta nueva. Pasaron unos meses más y agregó un auto a su patrimonio. Ante los reproches de ella, dijo que los iba a alquilar al turismo. Si antes la presencia de su marido era escasa, después pasó a ser una foto en la billetera, un cepillo de dientes que se usaba poco y nada, una afeitadora con pelitos en las cuchillas, una huella en el lado derecho de la cama.
En los ratos libres, cuando Luciano andaba en la escuela y Elenita dormía, empezó a llorar a escondidas. Se hicieron habituales los mates sola y los mensajes sin respuesta, la caída del pelo, barrer las hojas secas que se cuelan por debajo de la puerta, lavar la ropa, la cocina con la música del noticiero y la nostalgia de la ciudad, el deseo de mirar por la ventana con paisaje de concreto. No hay día en que no le dé manija a sus monólogos mudos, a la forma de encontrar una vuelta atrás, un regreso a su dos ambientes. A veces piensa, Elena, en si alguien la extrañaría, en si alguien sería capaz de darse cuenta si ella no estuviera.
Se levanta del inodoro y se mira en el espejo. Escucha pasos en el patio. La ventana que da al espacio común del predio está abierta. Se desviste y piensa de quién podrán ser esos pasos. Si es el vecino de al lado le gustaría que la viera con la salida de baño que se compró en la galería de Buenos Aires. Violeta, de encaje. Debe andar metida en la misma caja que llegó con la mudanza. Comprado para nada. Si es él debería taparse las tetas caídas, achicharradas. Si la mira, si la espía por el hueco de la ventana, va a verle los lunares en la espalda, las pecas que le pintan el cuello y los hombros. Podría garrar el toallón, envolverse, y asomar la cola, sólo un poco. Si no estuviera tan descuidada la casa, lo invitaría a tomar unos mates, le prepararía un bizcochuelo o una torta con las manzanas que caen de los árboles del barrio. Si tuviese más tiempo, le pediría que la acompañe al lago para ver el atardecer.
Piensa en lo afortunada que es la vecina por tener pareja, y no como ella: un marido que come, caga y duerme, un soldadito de plomo que aparece cuando llega la novela de las nueve.
Mira el reloj: falta una hora para que llegue él, su marido, el gasista matriculado, el cuarentón fachero venido a menos, el de la melena rubia y brillosa con la gorra puesta pero con una pelada atroz como casquete de Papa. Su marido, el que le prometió el paraíso de montañas, lagos y paisaje y la metió en esa casucha en un barrio alejado del centro, la engrilletó a sus hijos y a ser ama de casa sin sueldo. Su marido, el que la vació de tiempo y le sumó una nueva vida a su rutina.
Mira el reloj, el que heredó y recuerda la última muerte, la de su madre. Unos días antes de navidad, cuando todo parecía estar acomodándose para que tuviera compañía. El pasaje se lo había reservado un año antes, sólo faltaba ese vuelo para que vivieran juntas. El deseo de su madre de pasar la vejez con sus nietos se haría realidad en unas dos horas de avión, en un abrir y cerrar de ojos, tres años después de haber enviudado. La muerte de su madre le llegó como una ola que aplasta, una cachetada que atonta y hace trastabillar hasta el derrumbe.
La conversación que tuvo con la hermana de su madre fue mero papelerío, pura cuestión administrativa, burocracia de cajón. Lo que no le dijo era su única verdad: ella también deseaba estar muerta.
A su mejor amiga, la que le había quedado de hacer tantas obras de teatro, le contó de sus planes y deseos. Recordaron el protagónico que le habían ofrecido hacer cuando ya tenía el viaje planeado. Era quedarse sola o viajar con las promesas. Su marido le había dicho que en el pueblo seguro encontraría trabajo, hasta le pagarían más porque él tenía contactos. Un tipo que conocía le había prometido llevarla a todo casting que hubiera.
— Cuando tenga mi propia casa -le dijo a su amiga la última vez que hablaron para desearse un feliz año -voy a tener perros, un jardín grande para que los chicos puedan jugar y correr, voy a poder tener muchas plantas y una huerta de verdad y no como esta. Los cajones de verdura son una porqueria. Quien te dice, amiga, que pueda tener una pileta…
Abre la canilla caliente y observa el vapor que se eleva desde las baldosas hasta el techo. Escucha un ruido del otro lado y abre la puerta. En el comedor Elenita golpea la pantalla del televisor con uno de los fibrones que usa Luciano en la escuela.
– ¡¿Qué mierda estás haciendo?! -la interrumpe, su hija se sorprende y cae sobre su pañal acolchonado- ¡¿Vos sos estúpida, nena?! -la voz le carraspea, le pica en la garganta, en el estómago.
Luciano sale corriendo de la habitación y levanta a su hermana en brazos. Le da unos golpecitos en la espalda y Elenita le dibuja la remera con el fibrón. Su hijo la mira con los ojos como dos bolas negras de pool. Esa misma mirada se la ve cuando lo saludan los vecinos. Recuerda que la primera vez que lo vieron en la entrada de la casa, le preguntaron por su nombre. Luciano estaba festejando uno de sus goles en el patio común y al verlos llegar, se quedó quieto, duro como escoba y agachó la cabeza. La vecina le hizo la pregunta una vez más y él respondió con su nombre en el volumen más bajo que pueda emitir una voz.
Elena cierra la puerta y se tapa la boca. El portazo la vuelve a dejar sola en el baño como si fuera una trinchera. Se agarra la cara con ambas manos y se clava las uñas en la frente, en las mejillas, en el cuello. Aprieta la mandíbula y se le escapa un grito ahogado.
El espejo le devuelve su imagen deforme, borrada. Se ve flaca, huesuda, como si mudarse le hubiera agregado el doble de edad a su cuerpo. A veces siente que cada vez se parece más a su madre de vieja. La cara pálida, una Marcel Marceau sin sonrisa. Levanta los brazos y ve entre la bruma del vapor las salientes en los codos, en los hombros, las muñecas que de tan chicas podrían quebrarse con un soplido, los dedos finísimos. Adivina las ojeras y se dibuja con las yemas esas oquedades de panda en jaula de zoológico. Del techo cuelgan gotitas de agua y por la ventana se escapa el vapor. Escucha el relato de un partido de fútbol. Se envuelve en la toalla y se agarra de la manija de la puerta. Quisiera insultarlo, decirle a su hijo que no lo aguanta más, que el fútbol es una mierda y que los dejaría solos si pudiera.
Abre la puerta y les pide que por favor vayan a jugar al patio. Elenita gira el cuello como una lechuza y a Luciano se le escurre el control remoto de las manos. Las pilas saltan y su hija se ríe. Grita. Luciano se agacha para agarrarlas. Elena tiene los ojos irritados, las venas se le marcan en la frente. Su hijo pide perdón y arruga la camiseta del Manchester United. Revuelve los dedos en la tela y agacha la cabeza. Elenita se lleva una pila a la boca, la chupa y mira a su mamá. No puedo más, se escucha decir. Las palabras se le resbalan de la boca. Elenita grita.
Da un nuevo portazo y el grito disminuye. Se queda con la manija en la mano, la misma que ya se salió un centenar de veces.
Una mosca entra por la ventana y con el zumbido Elena gira la cabeza de un lado al otro. Respira hondo y exhala. Inventa un manotazo y corta el aire denso del baño. La ve posarse sobre el vidrio empañado. La mosca hace una pequeña diagonal y vuelve a remontar vuelo. Elena agarra la ojota y sube un pie al inodoro. Hasta el techo no llego, se queja y queda con la boca abierta como si a la mosca le estuviera allanando el camino hacia un pasadizo oscuro.
En el patio común Luciano le da indicaciones a su hermana. Ella golpea la puerta de un vecino.
— ¡No! Eso no se hace -le escucha decir a su hijo.
Elena chista y al ver que su hija no se calla, se asoma a la ventana.
—¡Callate! -dice, estira el cuello y se agarra del marco de la ventana.
Antes, apenas se instalaron, hubiera pensado en los vecinos, hoy ya no le importan. Luciano es más medido, solo grita cuando juega al fútbol o cuando festeja algún gol de la tele. Los fines de semana, cuando su amigo de la vuelta se presenta con la pelota bajo el brazo y los botines recién ajustados, Luciano sale corriendo y por unas dos o tres horas sólo escucha el ruido de la pelota contra paredes, escaleras y los autos estacionados.
Elena aprovecha esos momentos para ponerle la tele a su hija y se tira en la cama a escuchar la radio o a pasar el rato. Cuando los dibujitos terminan, Elenita suele bajarse de la silla, asomarse a la ventana y responder a cada festejo de su hermano con un grito agudo y sostenido. A veces ella, la madre, no entiende cómo le soportan las cuerdas vocales.
Busca la mosca con la mirada y se la imagina a su hija ahí afuera con el gorro rosa de lana que le tejió su madre muerta, jugando, clavando la palita de playa y las uñas en la tierra sin pasto y tirándola a la calle. Luciano le da la mano y la acompaña con el movimiento del brazo para que tire la tierra en el balde. Ella sabe que su hijo limpiará los desastres que deja Elenita. Los agujeros que hace parecen de topos. Si su esposo estuviera, alentaría a su hija para que dejara todo hecho un enchastre. Él no piensa en que la lluvia es moneda corriente y que después los vecinos la mirarán mal cuando tienen que esquivar los montículos de barro. Él no piensa porque su familia, Elenita, Luciano y ella, son sólo un momento del día.
La mosca da unas vueltas en círculo y vuelve al espejo. Parecería estar chupando el vapor adherido al vidrio. Ella la mira fijo, casi que la contempla, la mide. El chorro que cae de la ducha comienza a salpicar las paredes humedecidas y contra la capa de agua que poco a poco fue inundando la superficie del piso. Un manojo de pelos se separa y se pega a la rejilla. La mosca vuela cerca de su imagen repetida, puntito negro y mugriento, y se queda quieta. Ella sigue el movimiento del insecto. Estira el codo hacia atrás como si fuera una flecha que tensa el arco y de un latigazo el puño se incrusta en el espejo. Su cara se quiebra en varios pedacitos. Algunas astillas caen sobre la pileta de baño. Se mira el puño, la sangre entre los dedos. No ve rastros del insecto.
Primero mete la mano debajo del agua que sale de la canilla, mira la sangre que emana de los cortes y se desliza por la porcelana del vanitory. Escucha a los chicos saliendo al patio. El piso se cubrirá de una nueva alfombra de tierra mojada. La pelota pica contra las baldosas y ella no duda en pegar el grito. Apaga la ducha. La voz no le sale. Piensa que debe ser por esa carraspera que sintió antes. Su hija grita y no calla. Sabe que en cualquier momento se largará a llorar. Luciano le dará la mano, le sacará el gorro y cambiará el canal de fútbol por el de dibujitos. Él sabe cuidarla. Elena piensa qué haría su madre, qué le diría a ella que está sola y debe lidiar con dos hijos. Tal vez la levantaría en brazos a su nieta, la llenaría de besos, le haría cosquillas y reirían juntas. La llevaría en el cochecito a la plaza y le hablaría de los árboles y las plantas, inventaría historias con las montañas y los pájaros, con el monstruo del lago. Intentaría jugar al fútbol con Luciano, unos pases, despacito.
Elena vuelve a abrir la canilla de la ducha, abre la cortina y se mete. Siente la presión sobre los hombros, la espalda, la cola. Se quedaría a vivir ahí adentro. Sin tele, sin hijos. Si pusiera el agua para el mate cree que la temperatura sería parecida. Tiene la piel enrojecida, los nudillos le arden. Se mira la mano, hay un corte que parece más profundo que el resto. La sangre brota, gotea, corre y hace un remolino alrededor de sus pies.
Calcula la hora. No debe faltar mucho para que llegue su marido. Él abrirá la puerta de entrada cuando queden pocos minutos para la novela. Levantará a Elenita y le hará el avioncito una y otra vez hasta que ella se descostille de risa. Seguro traerá golosinas y con Luciano jugarán al arco a arco en el pasillo hasta que su hijo se quede sin voz de tanto gritar los goles que su papá se deja hacer. Antes de irse a dormir ella le pasará un paño húmedo a las marcas en las paredes.
El agua le corre por los pliegues de los brazos, de la panza, por los omóplatos. Siente la cara caliente. Cree escuchar el zumbido de la mosca. Tal vez es una nueva que se metió por la ventana. Saca la cabeza del chorro de agua. Mira el vidrio sobre las baldosas, la sangre que se adhirió a las astillas por el golpe. Piensa en qué pasaría si al salir caminara por ese piso. Se le tensarían las plantas de los pies. Los fragmentos del espejo, diminutos, le abrirían grietas, heridas punzantes. Se aprieta la mano y se la lleva a la boca. Chupa y se lame el dorso, los dedos.
Las voces en neutro del programa favorito de su hija están más fuertes que de costumbre. Decide quedarse debajo de la ducha y se siente única, como en las funciones del teatro de la ciudad: el farol ahí, sólo para ella.
Ariel D Adler nació en 1991. Se recibió de Diseñador de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires. Fue docente en la materia Sociología y en diversas escuelas de nivel medio. Publicó en Revista Anfibia, Revista Sonámbula, Diario Río Negro, En Estos Días, entre otros. Forma parte de tres antologías con cuentos y poesías. Obtuvo el primer premio en el Concurso Literario de la Universidad de Rio Negro 2020, fue finalista en el Premio Leamos en 2020,y en el Concurso de Crónicas Patagónicas en 2019 y 2020. Recibió el primer premio en la categoría poesía en el Concurso Alejandro Vignatti en 2017 y obtuvo una mención en el XXXIV Certamen Internacional De Los Cuatro Vientos en 2016. Fue seleccionado por el Ministerio de Cultura de la Nación como artista emergente en el Programa Escena Pública en 2017-2018. Fue premiado con la novela Vaca ganada en la Bienal de Arte Joven Buenos Aires 2021-2022. En el 2022 recibió la primera mención en el Concurso del Programa de Fomento Audiovisual de la Provincia de Río Negro con su guión de largometraje “Todos los santos”. En el mismo 2022 le fue otorgada una beca del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos “Nubes grises como de tormenta”.