Luis Sagasti (Bahía Blanca, 1963) es un escritor de párrafos sinuosos, con una mirada que sale a pasear entre las emociones y la modernidad humana con la cadencia de una improvisación jazzera. “Lenguas Vivas”, publicado en abril de este año por Eterna Cadencia, es otra reinvención de este estilo.
Amparado por una curiosidad muy cercana a la docencia, con el bagaje de sus estudios en historia por la Universidad Nacional del Sur y su experiencia como crítico de arte, nos presenta un libro que se mueve en doce capítulos que pivotan por los caminos del lenguaje y un sinfín de personajes humanos que se relacionan con las representaciones de un mundo en el que ”es muy difícil ver en las nubes sólo nubes”.
Traducido a cuatro idiomas y ganador del Segundo Premio Nacional de Literatura por su novela “Una ofrenda musical”, Sagasti tiene siempre dificultades para definir qué es lo que escribe (al parecer porque no parece importarle más que para determinar si un jurado de narrativa lo considera o no para el certámen). En estos libros, que cruzan la narrativa, el ensayo y la poesía, subyace una fascinación y una curiosidad por la voluntad humana de subsumirlo todo en el lenguaje.
La antropóloga Anne Chapman convence a Lola Kiepja, la última mujer que vivió como selk’nam, de grabar sus cantos sagrados antes de morir, cuando la propia lengua ya perfila una franca y lenta agonía. Un comandante preserva los fragmentos de un poema escrito por Gustave Chalier la noche previa a la ejecución de un condenado a muerte, partiéndolo en tres y dando a memorizar cada fragmento a un soldado distinto en la trinchera de Somme. Un astronauta descubre desde la estratósfera “El ojo del Sahara” mientras da un paso en el vacío. Los colores en la cueva de Lascaux, impactantes al ser descubiertos por la linterna de un abad, se pierden de a poco cuando el lugar es abierto al turismo. En esta secuencia hay seres reales y seres ficticios. Ustedes descubrirán quién es quién. Si tienen ganas.
Hay algo de destello crepuscular en Lenguas Vivas. El chispazo del sol que se expresa justo antes de la noche. Como si las palabras se llevaran a las patadas con la entropía, y si el lenguaje se destacara, sobre todo, porque es la fuerza que, al tratar de explicar la realidad, lucha contra una corriente que se lleva todo lo que trata de describir. Pero Lenguas Vivas sigue adelante y supera el crepúsculo. Y te muestra las (otras) estrellas.
En esa curiosidad, está el lenguaje. Una herramienta con vida propia. Una herramienta impredecible. Una idea de otro que trata de quedar plasmada en algún lado. Una idea de otro. No hay lenguaje en la nada, donde todo es cristalino. En cambio, las fotografías que impostan un movimiento se convierten en las más icónicas.
Lo que no se toca no se extingue, como ése agujero que se forma en la piedra lunar de un museo porque todos los visitantes pueden tocarla. En el lugar más desierto del mundo, donde las corrientes oceánicas no permiten que haya vida animal ni vegetal, las aguas son cristalinas.
“Si hablamos de faros es porque queremos hablar de naufragios”, dice casualmente Sagasti: el último capítulo parece a simple vista ser el más claro, pero es a la vez el más indescriptible. Como un caso práctico donde se aplica todo lo visto antes, se revela por primera vez en los libros de Sagasti una historia personal de muchísimo peso. En chispazos de reminiscencia se escribe lo inevitable.
Elías Fernández Casella es lector, licenciado en Ciencias de la Comunicación Social por la UBA y escribe para no enloquecer. El Pulso, editado por @promesaeditorial, es su primer libro. A veces publica videos en su canal de Youtube, Fechorías Inofensivas.