La ola deshizo el volcán, un corazón gigante, huellas de todos los tamaños, el castillo de arena y, a unos centímetros de nuestras toallas, emprendió la retirada. La observo llevarse una sandalia roja, un balde, una pala, y vuelvo a Simone de Beauvoir. Desde que llegamos que estoy en la misma página; la culpa la tienen los ladridos del perro salchicha atado a la sillita del vecino, los chicos tirándose arena, ¿dónde están los padres de estos nenes maleducados?, hay coca cola bebida coca, hay palito bombón helado…
Doy una feroz pitada a mi cigarrillo que se hace cenizas como este fin de semana que tanto planeamos con mi amiga Lola, tirada boca arriba desde que llegamos a pesar de la ola y del sol arrebatándola. Dos días en la vida nunca vienen nada mal, decía Fito Paéz; pero entre la cama de hotel, los ronquidos de mi amiga, y toda esta gente apiñada, no veo la hora de volver a mi casa. Para el resto del mundo la estamos pasando fantástico; basta ver nuestras superproducciones con tragos y reels de pies que se bañan en la espuma de las olas y selfies riéndonos a carcajadas. Sé que dentro de un tiempo, incluso mi memoria albergará recuerdos fantásticos de este fin de semana, como ocurrió con mi infancia, con mi adolescencia, con mi vida de esposa y madre, con esos días que parecían tener mil horas pero que en el fondo volaban. Vuelvo a chequear mi teléfono, que me notifica que mi tiempo en pantalla subió un 20 por ciento de tanto ver quiénes miran nuestras historias y metiéndome en los perfiles de mi marido y de mis hijos porque no me explico qué harán de interesante para no abrir las fotos que les mando. Tampoco Lola me presta atención cuando me quejo en voz alta de lo poco que le importo a esa manga de ingratos.
“¡Lola!”, insisto pero ella ronca como una salvaje después del clericó y las rabas. Debería filmarla para que no vuelva a tener la audacia de negarlo, pero me quedo mirándola. ¿En qué momento mi amiga se convirtió en esa señora de malla negra con la revista de crucigramas abierta sobre la panza? Me parece que fue ayer, pero ya pasaron cuarenta años desde que terminamos la secundaria. Los años fueron inclementes con Lola. Conmigo también, sólo que pierdo mucho más tiempo intentando disimularlo. Llevo puesto un sombrero, anteojos negros y un labial a prueba de agua que nunca llegué a probar porque sólo me meto hasta el cuello.
“Esta noche dormís colgada”, le advierto a mi amiga pero ella sigue sin darse por enterada. Envidio su facilidad para dormirse en cualquier lado. Yo, por más cansada que esté, paso noches enteras dando vueltas en la cama. Serán los estrógenos, será el hambre, será que tengo que conseguir una persona que ayude a mi madre, será que Julito mató a propósito a ese gato, será que la heladera no enfría y los del service me estafaron, será que a la vuelta le toca a Lola pagar la nafta. Ya Borges decía que dormir es olvidar y yo no puedo conciliar el sueño porque me la paso recordando. Una nueva ola avanza y yo pienso que el mar siempre estará ahí, yendo y viniendo, mojando los pies de los que estamos de paso. Si Lola fuese consciente de ello, no dormiría tan plácida. Observo su tórax desinflarse y llenarse de aire hasta que una rubia con piercing en la nariz y tatuajes se acerca.
“¿Le puedo dejar las ojotas, señora?”
“Ojo que tira”, deslizo señalando la bandera de prohibición de baño, pero a ella no se le borra la sonrisa luminosa por nada, ni siquiera cuando miro a lo lejos unos nubarrones negros y le advierto que si se larga, mi amiga y yo nos vamos. Me asegura que por ahora no lloverá.
Retomo mi libro de Simone de Beauvoir. No llego a leer dos palabras que vuelvo a aquella melena rubia, doblegándose ante la bestia salada. Aunque el mar haga de todo para expulsarla, la chica no deja de bracear por nada. Miro hacia la torreta del guardavida, que la observa, tras sus anteojos espejados, arremeter como un hámster aquel remolino interminable, “harto debe estar el pobre hombre de estos pendejos irresponsables”, le comento a Lola que sigue con la boca abierta y parece derretirse como en los dibujitos animados. Cuando vuelvo la vista al mar, la chica se encuentra del otro lado de la rompiente haciendo la plancha, ajena a la inmensa onda que avanza desde el horizonte, lenta y constante. Se eleva tanto que por unos instantes pierdo de vista al barquito pesquero y a las gaviotas que lo sobrevuelan. De pronto la chica comienza a bracear cada vez más rápido. Me pongo de pie y me apresuro hacia la orilla conteniendo el aire porque no puedo creer que pretenda barrenar semejante tsunami. Juro que si fuese mi hija, la mato. Al cabo de unos segundos, la ola rompe en mil pedazos y tiñe el mar de blanco. La espuma me pasa con tanta fuerza entre las piernas que no me caigo de milagro. Me acomodo el sombrero y miro en todas las direcciones, desorientada. Siento que transcurre un siglo hasta que vuelvo a distinguir a la chica dorada. El agua ahora le llega a las rodillas, el pelo revuelto hacia un costado, la sonrisa más luminosa que nunca. Le pegaría flor de reto pero solo puedo sonreír, aliviada. Nunca me reconoce cuando me pasa por al lado. Nos busca entre toda esa gente de pie escurriendo lonas y pareos de mandalas; yo también perdí de vista a Lola y a nuestras canastas. Necesito encontrar a mi amiga y que nos demos un baño de mar como cuando teníamos 15 y corríamos a toda velocidad hasta caer de panza y nos reíamos tanto que nos costaba levantarnos. La busco entre sombrillas de colores y sillitas oxidadas hasta que una ráfaga de viento cálido me vuela el sombrero. Debería dejarlo ir, como en las películas, pero es un auténtico Panamá así que corro tras él antes de que el agua lo arruine. Cuando casi lo tengo, una nueva ráfaga vuelve a alejarlo. Paso entre una partida de tejo, entre algas y huevos de pescado, entre una foto familiar, entre carcajadas de un grupo de adolescentes que parece seguir mi recorrido con sus teléfonos en mano. A unos metros de un chiringo, por fin lo atrapo. Estoy tan fuera de estado que el corazón me late en las sienes y mi respiración es tan corta que no me entra el aire. Me llevo una mano al pecho y apuro el paso, no sea cosa que estos pibes filmen mi muerte como hicieron los turistas con el lobo marino que ayer apareció en la playa. Una chica lloraba compungida e insistía con devolverlo al mar cuanto antes. Bastaba con tener un mínimo de olfato para saber que cualquier esfuerzo hubiera sido en vano. Yo, en cambio, todavía espero tener posibilidades. Levanto el brazo izquierdo, después el derecho, me llamo Carola Zaldívar Morales, tengo 58 años, repaso en voz alta. En alguna parte leí que estos ejercicios son clave para saber si se está sufriendo un ACV. El corazón me sigue latiendo tan fuerte que no puedo escuchar a mi mente repetir, una y otra vez, que me estoy sugestionando. Tengo que encontrar a Lola cuanto antes. Ya no para meternos en el mar como cuando teníamos 15, sino para que me asista en mis últimos minutos de vida. Sin embargo, lo que me rescata es un ladrido. Y otro. En cuanto reconozco al perro salchicha atado a la silla a rayas, mis pulmones se expanden y por fin logro que me entre aire.
Como si nada hubiera pasado, me ubico en mi toalla y vuelvo a la mujer rota de Simone de Beauvoir, siempre en la misma página. La culpa la tienen los chicos tirándose arena, “¿dónde están los padres de estos maleducados?”, hay coca cola bebida coca, hay palito bombón helado, hay churro, calentitos los churros…
Lola le hace señas al vendedor de blanco. La miro, tentada. Salvo por la axila, mi amiga es un Tang de naranja.
“Esta noche definitivamente dormís colgada”, bromeo extendiéndole la protección de mi canasta aunque tengo la certeza de que es demasiado tarde. También es tarde para un baño de mar. Miro nostálgica las olas y le acepto a mi amiga un mate.
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Marina Macome nació el 21 de julio de 1975 en la ciudad de Buenos Aires. Es licenciada en Ciencias Políticas. Colaboró para el diario La Nación y publicó artículos y cuentos en The Independent, Página/ 12, Madera Berlín, Revista Desbandada, La Agenda, entre otros. En 2009, el sello Plaza&Janés editó su primera novela, Los enredos de la Señorita Pacman. En 2011 su relato Cubo de Rubik participó en la Antología Verso Reverso. La Reina del hielo seco (2015) y Dicen que ves las estrellas (2021), son sus otras dos novelas, publicadas por Plaza&Janés.