En su novela Yoga, Emmanuel Carrère relata el siguiente episodio autobiográfico: hace unos años transitaba una intensa depresión, por la que había visitado a diferentes profesionales; con todos había fracasado, hasta que decide visitar a François Roustang, un viejo discípulo de Jacques Lacan. Para ese entonces, Roustang –que era un hombre muy mayor– se dedicaba al arte de finalizar su vida a través de la meditación. Desesperado, Carrère le dice que está pensando en matarse; entonces el monje “psi” le responde que el suicidio tiene mala prensa, pero seguramente a veces no hay otra solución. Además, le dijo que él no hacía más que tomarle el pelo a los profesionales que quisieron curarlo. El escritor no pudo
creer que un sabio le dijese eso que ningún terapeuta podría decir; quizás eso lo hacía un sabio. Luego Roustang agregó: “Si no, puede vivir”. Lo cierto es que Carrère escuchó esta frase y decidió vivir, mejor dicho, recuperó su vida, dejando de lado varios años de depresión. La importancia de este encuentro puede medirse a partir de que el escritor ya lo había narrado previamente, en su novela El reino. Todas las discusiones teóricas sobre el suicidio retroceden cuando alguien es capaz de contar ese pequeño encuentro que le devolvió la vida. En este artículo, comentaré un libro que tiene el mismo espíritu que la anécdota de Carrère. Se trata de El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, de otro novelista y poeta, que también fue uno de los más importantes editores y críticos ingleses. Por cierto, este libro comienza con un minucioso relato de la vida y suicido de su amiga Sylvia Plath. También él se presenta como alguien que tuvo que arreglárselas con ese acto, pero antes que presentar el libro por su lado sensible y emotivo, vayamos mejor a sus ideas.
¿Cómo termina una vida? ¿De quién es la vida que concluye? Hace pocos días leía una nota en que el actor Alain Delon comunicaba su decisión de despedirse del mundo. Claro que no es lo mismo escuchar a quien ya vivió largos y tendidos años, con grandes satisfacciones, que el horror que despierta una vida trunca (por ejemplo, en la juventud). Sin embargo, ¿cuánto debe durar una vida?
La contracara de esta situación es la de ese conocido o familiar –todos sabemos de alguien– a quien le extendieron la vida inútilmente en un hospital. En cierta medida, la nuestra es una sociedad en la que está prohibido morir. Nuestras muertes son un asunto técnico y quizás esto se deba a que la vida tiene cada vez menos sentido. Entonces que alguien diga que quiere terminar con esto de una vez, genera alarma. Por supuesto que esto no quiere decir que se acompañará hacia una vida plena; alcanza con controlar que la persona no muera. Ahora bien, ¿es lo mismo matarse, quitarse la vida o suicidarse? Lo cierto es que la experiencia de la propia muerte tiene una historia concreta. El tabú de la muerte es algo reciente (unos pocos siglos) y de su aclaración pueden desprenderse algunas preguntas valiosas, no para hacer una apología, sino para compartir inquietudes que prescindan del temor. Cuando nos atrevemos a hablar de temas difíciles es que podemos ganar en más comprensión y evitar actitudes normativas y moralistas.
El mandato actual de vivir tiene como contraparte una particular experiencia de los siglos XVIII y XIX. El libro de Al Alvarez comienza con un relato precioso, una carta de un hombre a su amante, en la que le cuenta la noticia del día: a un suicida que fracasó en su intento… se lo condenó a muerte. El hombre tenía un corte en la garganta, por lo que era complicado ahorcarlo; por eso cuando lo subieron al patíbulo se demoraron más tiempo del necesario ya que debía morir por la horca y no por su herida. Parece un disparate leer que a un suicida se lo mata; pero es en esos siglos que se consolida la prohibición de matarse. El suicida, entonces, era un criminal. No como hoy que se lo considera –desde el pasaje al siglo XX– un enfermo. En aquella etapa previa es que el profesor Joad podía decir que “en Inglaterra uno no puede suicidarse, so pena de que lo consideren delincuente si fracasa y loco si lo consigue”. Por cierto, quien se atrevía a semejante acto tenía que pagar: era expropiado de sus posesiones, las que se
entregaban a la autoridad real. Sin embargo, si el lado B de nuestro mandato de vivir era la prohibición de matarse de los dos siglos precedentes, en siglos anteriores esto no era así. Suele atribuirse la raíz
de la prohibición del suicidio a la tradición judeo-cristiana, pero nada es más falso. En ninguno de los dos Testamentos se lo prohíbe directamente. El Antiguo Testamento, por ejemplo, relata cuatro suicidios Sansón, Saúl, Abimelech y Ahitofel–, ninguno de los cuales merece comentario adverso. Por otro lado, en los siguientes términos es que Alvarez comenta el suicidio de Judas Iscariote en el Nuevo Testamento:
“…el acto, antes que sumarse a sus faltas, parece una medida de su arrepentimiento.
Solo mucho más tarde los teólogos invirtieron el juicio implícito de san Mateo para
sugerir que Judas era más condenable por su suicidio que por la traición a Cristo.”
En los primeros tiempos de la Iglesia, el acto en cuestión era materia tan neutra que hasta la muerte de Cristo fue considerada (por Tertuliano, uno de los Padres) como una suerte de suicidio. Solamente a partir de San Agustín, en un movimiento que llega hasta Santo Tomás, es que quitarse la vida fue un acto repudiable, porque contravenía un don que era de Dios. Sin embargo, no es como parte del dogma religioso que se justifica este repudio, sino a partir de otro tipo de influencias, más bien paganas –que comentaré en lo que sigue. En cualquier caso, la idea de suicidio como pecado llega a la doctrina como una ocurrencia subsidiaria y tardía y, aún sí, todavía es lejana a la construcción del acto como delito –tal como se constituyó en los siglos XVIII y XIX.
Pero no vayamos tan rápido. Antes dije que la condena del suicidio tiene otra raíz que la de la experiencia judeocristiana. La muerte por mano propia fue un miedo arcaico en aquellas sociedades llamadas “primitivas” –curiosamente, aquellas que practicaban sacrificios humanos. El horror primitivo al suicidio se explicaba por la permanencia del espíritu del suicida. Se temía su venganza. En estas sociedades el suicida no muere, sino que continúa con vida en el más allá para atormentar a los vivos. La continuidad de esta incidencia puede rastrearse en Occidente en varias creencias populares, o también en la literatura –sin ir más lejos, piénsese en la tragedia de Hamlet, cuyo padre regresa como un fantasma que pide ser vengado. Es cierto que, en su caso, el padre fue asesinado por el tío, pero podría pensarse que este desdoblamiento del asesino no es más que una ficción para encubrir una muerte temida. Por esta vía, entonces, cabe pensar que el suicidio es temible porque es un asesinato desplazado. Después de todo,
no es poco frecuente que muchas personas amenacen a otras con su muerte: “Si no me querés, me mato”, “Me voy a matar y vos vas a tener la culpa”, manipulaciones que tienen su origen en la vivencia del niño que quiere medir el alcance su ausencia ante la mirada parental. No obstante, el suicida está lejos de ser infantil. Por cierto, esta fue una de las vías que tomaron las teorizaciones que llevaron desde el acto delictivo hacia un dispositivo de patologización. A partir del siglo XIX, el suicidio comenzó a perder su dimensión de acto moral y, por lo tanto, juzgable, para convertirse en un objeto de estudio de teorías sociológicas y psicológicas. De acuerdo con Alvarez, podría decirse que estas teorías no han hecho más que introducir falacias y contradicciones. Por un lado, podríamos recordar el ensayo de E. Durkheim y su distinción clásica entre tres tipos de suicidios: egoísta, altruista y anómico. El primero se explica por un grado considerable de aislamiento; el segundo por una asunción total de la misión social (como lo ejemplifican los kamikazes); el tercero por una modifica-ción en el modo de vida (por ejemplo, no es raro que se quite la vida alguien que gana la lotería, para no dar siempre ilustraciones cercanas a la depresión). Sin embargo, Alvarez considera que este tipo de explicaciones no explican nada –a decir verdad: “Gran parte de la tolerancia científica parece sostenerse en la indiferencia humana”. Por ejemplo, respecto de los suicidios egoístas, Alvarez plantea que los sociólogos suelen decir que una persona aislada tiene más chances de suicidarse, pero el problema radica en hacer del aislamiento una condición del suicidio –que puede llevar al control social– cuando el argumento puede invertirse: el suicida puede aislarse para “rechazar el mundo que supuestamente lo rechaza”. En este punto, es notable cómo destaca que no hay que subestimar la lucidez del suicida: “Por impulsivo que sea el acto y confusos que sean los motivos, cuando al fin una persona decida quitarse la vida ha alcanzado cierta claridad momentánea”. De esta forma, Alvarez combate el dispositivo de victimización del suicida, con el fin de devolverle el valor de una decisión humana –que a las teorías sociológicas genera escándalo, porque piensan desde el punto de vista del hecho social que debe ser evitado. Así es que proponen todo tipo de falacias, entre las que se destacan: la falsedad de que haya relación entre suicidio y juventud, dado que el índice de suicidios exitosos crece con la edad (aunque los jóvenes sean quienes más lo intentan); la falsedad de la relación entre suicidio y pasión (aunque los amantes suelen intentarlo, quienes viven perseguidos o acosados por deudas suelen matarse más eficazmente); la falsedad de que alguien que dice que va a matarse no lo va a hacer; la falsedad de que quienes lo han intentado no lo vuelven a hacer. “Cada falacia es una estrategia para devaluar un acto que no se puede negar ni revertir”, afirma Alvarez y esto quiere decir: quitarle al suicidio su seriedad para que parezca un “una alteración del equilibrio mental”. Las teorías sociológicas nunca van a poder explicar el suicidio, porque –dice Alvarez, con una cita de Albert Camus– “Todo lo que se llama buena razón para vivir también es una excelente razón para morir”.
En un aparte cabe la crítica a las teorías psicológicas, que también caen en el perfil de la victimización del suicida. A través del análisis del historial clínico de una paciente, Alvarez critica la interpretación de la psiquiatra –que consideró que su motivación fuera una baja autoestima– con los siguientes términos:
“Pobre Fanny [nombre de esta paciente]. Acaso el último insulto haya sido la explicación trivial con que se despachaba su larga historia […]. En la impávida descripción de la doctora Von Andics, ella acaba pareciéndose a un personaje de Zola.”
En el ámbito “psi” el temor al suicidio es tan grande, que los profesionales “evitan exponer sus apuntes sobre los casos y sus experiencias personales”, como si el paciente que logra matarse representara para el terapeuta un fracaso inequívoco, “ya que el fin último del tratamiento es hacer la vida vivible pese al paciente mismo, pese a la misma vida”; pero, ¿desde cuándo un terapeuta se convierte en guardián del vivir? ¿Al servicio de quién? Por este motivo, Alvarez desiste de las teorías psicológicas del suicidio, salvo de la idea básica de Freud que plantea que con la muerte de uno se busca castigar a otro. En cierta medida, esta concepción recuerda a la idea pagana: el muerto sigue con vida, para realizar una venganza. En la teoría psicoanalítica, entonces, esta venganza se realiza de manera anticipada. Con la propia muerte, se busca castigar a alguien –aunque quizá sin saberlo. No obstante, puede haber una intuición somera de esta intención cuando se deja una carta por la que se exime a los demás de cualquier culpabilidad. He aquí una curiosa desmentida: a través de la negación, se indica esa misma culpa. Igualmente, también son conocidos los casos de quienes directamente saltean este rodeo y dejan una carta con el fin de culpar explícitamente a otros.
En el siglo XIX Freud podía afirmar que muerte y sexualidad eran dos motivos malditos en el inconsciente, en la medida en que todavía no se había gestado el pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control de nuestra época; es decir, no había leyes escritas al respecto, sino prácticas y costumbres. En efecto, el siglo XX testimonia del desarrollo creciente de la normatividad de la vida. Pensemos en nuestro país, ¿qué ocurriría si se aprueba un proyecto de ley que incluye el Viagra dentro del plan de prestaciones obligatorias de las obras sociales?
Sería el comienzo de la vía por la cual cualquier hombre podría reclamar al Estado su erección. Lo mismo podríamos pensar respecto de la muerte, a partir de la sanción en abril de 2015 de la Ley Nacional de Prevención del Suicidio (Ley No. 27.130). Sin embargo, ante de formular algunas observaciones respecto de esta situación normativa, podríamos preguntarnos: ¿qué estatuto tiene la vida para que surja un empuje legislativo? Volvamos a Álvarez. En principio, ciertas prácticas del control de la vida (y la
muerte; como la eutanasia y el aborto) encuentran un desarrollo creciente en las sociedades de nuestro tiempo. No obstante, cabría plantear la inquietud, ¿de quién es la vida que se normativiza? Porque nadie podría desconocer que vivimos en un mundo que ha hecho de la vida un valor. Estar vivo es importante (reflexionemos en lo que ocurrió durante la pandemia), a menos que eso comprometa la salud. O, mejor dicho, la vida vale en el marco de una economía de la salud –algo que antes del siglo XIX era impensable. En efecto, lo demuestra cualquier publicidad que ofrece productos cuyos componentes ignoramos, pero que sirven para aumentar defensas, prevenir estados,fortalecer los huesos, etc. Ahora bien, ¿qué lugar ocupa en este contexto la práctica de quitarse la vida? No tendría sentido argumentar aquí en función de que haya culturas que ejerciten este tipo de actos (como ocurre en Japón). Mucho más importante es pensar en qué medida esta coyuntura puede ser un acto consumado. Porque, en primer lugar, cuando acontece la noticia de un suicidio la reacción inmediata consiste en sancionar que algo anduvo mal.
Se trató de una decisión “alienada”, dice pronto algún profesional al que se llama para dar explicaciones; pero, ¿qué tipo de teoría de la acción supone este tipo consideraciones? Acaso, como dije al principio, ¿podríamos olvidar que fue también el pasaje del siglo XIX al XX el que forjó una aproximación psicopatológica del individuo que recurrió a un enfoque voluntarista como dispositivo de captura de la vida social? Se trata de “ponerse las pilas”, “hacer el esfuerzo de estar bien”, “No rendirse”, entre otras opciones de frases comunes. Pensemos en un “suicidio ejemplar” –para utilizar la expresión de un título de E. Vila-Matas–, el de G. Deleuze. Sería vano interpretar este incidente como un caso de voluntad afiebrada. Para los conocedores de la filosofía deleuziana, quizá podría no haber habido nada más vital (y consecuente con un pensamiento que se quería creativo). Sin embargo, ¿no es el hecho de que no podamos realizar un acto de empatía lo que más nos inquieta del suicidio? ¿No es esta decepción la que obliga a tener a mano una “teoría” explicativa? La historia de la filosofía es una sucesión de suicidios, entre ellos, el primero, el de Sócrates. Perder la vida podría no ser algo ignominioso. En el contexto de la cultura griega ya lo decía Sófocles: “El que sigue apegado a la vida en la desgracia o es un cobarde o un estúpido”. Y, por cierto, el intento de apropiación de la vida por parte del Estado no es algo nuevo. Ya lo decía Platón en su República: “Las personas enfermas no deben vivir y en ningún caso tener hijos; Asclepio ha enseñado la medicina para los casos en que hay que luchar contra una enfermedad aguda, pero nunca se propuso mantener en una vida larga y penosa mediante prolijos cuidados y ayudas un cuerpo internamente dañado y cuyos hijos habrán de ser lo mismo; a un enfermo así no hay que tratarlo médicamente, pues ni para él ni para el Estado es de utilidad alguna […] aunque fuera más rico que Midas”. Cuando la vida ya no sirve… pero toda utilidad supone un fin exterior. Por eso, volvamos a nuestro contexto, ¿qué particularidad tiene el interés de que haya una ley de prevención del suicidio? En continuidad con el libro de Alvarez, creo que si desde el punto de vista intelectual puede hacerse una historia del suicidio y llegar a verse en este un acto decidido que no debe ser psicopatologizado, otra cosa es lo que ocurre cuando nos encontramos con la situación de quienes simplemente se dejan morir, por ejemplo, a través de adicciones, acciones extremas y riesgosas, pero también conductas que muestran que no llegan a quitarse la vida, porque tal vez ya estaban agonizando desde mucho antes. Por otro lado, el incremento de los índices de suicidios en adolescentes (entre 10 y 19 años) tiene que hacernos preocupar.
Ya no vivimos en la época de la muerte romántica. Ya no vivimos en la época del joven Werther. Todavía pesa sobre nosotros el diagnóstico realizado por David Hume en su célebre ensayo “Del suicidio”: es el temor y la culpa lo que no nos permitiría contar con la disposición de nuestra propia vida. Incluso cuando la religión habría perdido su lugar rector en el capitalismo… la religiosidad sigue vigente, ahora con nombres laicos y seculares. Dios no está muerto, tampoco vive en la ciencia, sino que regresó al mundo en el punto de claudicación del último bastión de la modernidad: la promesa y el fracaso de una vida segura. Hoy en día, el suicidio perdió su capacidad de interpelación. Ya no se lo distingue de la autoagresión, que parece haberse desbordado como forma de resolución de los conflictos y ansiedades de la vida. Ha dejado de ser un acto fundamental, un invariante antropológico. Las palabras de Plinio nos parecerían privadas de sabiduría: “Dios, aun cuando quisiera, no podría darse muerte y ejercitar ese privilegio que concedió al hombre en medio de tantos sufrimientos de la vida”. Un acto distingue al hombre de los animales, la capacidad de jugar. Otro lo hace más fuerte que Dios: la posibilidad de darse muerte. Esta potencia infinita ya no nos infunde respeto.
Luciano Lutereau es psicoanalista, doctor en Filosofía y doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde trabaja como docente e investigador en la Facultad de Psicología y en la Facultad de Filosofía y Letras. Magister en Psicoanálisis y especialista en Psicología Clínica por la misma universidad. Dicta de manera regular cursos de posgrado en distintas universidades del país y del exterior. Es autor de diversos libros, entre ellos, Histeria y obsesión. Introducción a la clínica de las neurosis (2013), Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina (2016) y Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres (2017). Esos raros adolescentes nuevos (2019). Artículos suyos han sido traducidos al inglés, francés y portugués.