La melodía entró junto con el sol de la mañana por la ventana abierta, atravesó el mosquitero y llenó toda la casa. A la nena le pareció la música de un encantador de serpientes o del cambio de escena de las películas en blanco y negro que miraba su abuela.
Mientras pensaba en esa melodía, sonó otra frase distinta, con el mismo sentido, la sensación de hechizo y de atemporalidad profunda.
La nena corrió hacia el fondo de la casa y salió al patio. Su madre estaba sacando yuyos.
―¿Qué es esa música, mamá?
―Es el sonido del afilador de cuchillos.
―¿Qué es eso?
―Es un hombre que pasa en bicicleta tocando la flauta para anunciarse, y, quien quiere afilar un cuchillo, sale a la vereda y lo llama. Hacía mucho que no lo escuchaba, creí que ya no andaba por acá.
―¿Vos afilás tus cuchillos sola, ma?
―Ahora ya no pierden filo como antes. Tu abuelo lo llamaba una vez por semana para que le afilara la cuchilla. Tu bisabuela siempre se asustaba y se persignaba porque creía que traía malas noticias.
―¿Traen malas noticias?
―Yo creo que no, pero estemos atentas a lo que pase durante el día, por las dudas. Tenemos la posibilidad de confirmar o desmentir lo que creía tu bisabuela.
La melodía sonó de nuevo.
―Andá a la ventana. Capaz que lo ves.
La nena volvió a la ventana y corrió un poco la cortina para espiar por un costado. Se sobresaltó al verlo tan de pronto porque suponía que tendría que esforzarse para mirar hacia la esquina o esperar que apareciera en la calle de un momento a otro. El afilador, por el contrario, estaba detenido en la puerta de su casa, secándose la frente con un pañuelo de tela. Hacía calor esa mañana.
Más calmada, la nena se fijó en la bicicleta del afilador: un vehículo viejo, bastante oxidado; tenía un mecanismo de discos y cadenas en el medio, una caja de madera en donde debería haber un canasto y una bolsa colgando en la parte de atrás.
El afilador miró hacia la casa y se encontró con la mirada indiscreta de la nena. La saludó levantando la mano derecha y la nena le devolvió el saludo.
La nena lo miraba con curiosidad, como si fuera una criatura exótica. El afilador recordó cuando los chicos salían de sus casas al escuchar el sonido de la flauta y lo seguían algunas cuadras, lo miraban trabajar asombrados, festejando el chisperío que hacía la piedra de esmeril puliendo los cuchillos, y aplaudían la prueba del filo en una hoja o un pelo.
El afilador retomó su andar, un pedaleo lento por la calle. En la esquina, el semáforo en verde le daba el paso; esperando a su izquierda, en el semáforo rojo había una camioneta de la patrulla municipal con dos hombres en su interior. Reconoció al que manejaba, no sabía su nombre o no lo recordaba, pero era nieto del zapatero Peralta, que se había jubilado de la compostura de calzados unos años atrás; hacía tiempo que no lo veía. El afilador recordó una Navidad en la que el hijo de Peralta fue corriendo hasta su casa para que afilara la cuchilla de su padre.
Cuando pasó por la esquina, saludó con una ligera inclinación de cabeza a la patrulla. No le devolvieron el saludo. El semáforo cambió de color. La camioneta dobló y lo siguió lentamente, como si estuvieran caminando en fila india. El afilador se corrió a la derecha para dejarlos pasar. La patrulla municipal se puso a la par de él. El nieto de Peralta bajó la ventanilla y lo miró fijamente, en silencio, hasta que, resignado, el afilador giró la cabeza para mirarlo y forzó una sonrisa.
―¿Cómo le va, Reynoso? ―dijo el nieto de Peralta.
―Acá andamos, trabajando.
―Mucho trabajo no hay, me parece. ¿Cuánto hace que no afila un cuchillo?
―No te creas, hoy trabajé bastante a primera hora. Empecé al amanecer.
―Y justo ahora no hay nada, qué casualidad. Qué habito raro ese de afilar cuchillos al amanecer…
―Trabajo con muchos jardineros a esa hora; les afilo machetes, guadañas y tijeras.
―Ya que lo menciona, hace unos días mi parquista me mostró una cuchilla que no se desafila y también tenía una máquina del tamaño de una manopla que afila cualquier hoja. Yo le dije que así le sacaba el trabajo a usted, Reynoso. No deberían vender esas cosas en todos lados.
―Trabajo hay siempre, no te preocupes. Tengo que doblar acá porque hay una clienta a media cuadra. Mandale un saludo a tu abuelo.
―Si lo veo, le mando. Pero capaz que lo ve usted antes que yo; si es así, mándele un saludo de mi parte.
El afilador dobló en contramano. Un perro salió del frente de una casa y lo obligó a cambiar el ritmo y apurarse para que no le tirara el tarascón a la botamanga o a la zapatilla. Tuvo que hacer varias cuadras para escapar y terminó exhausto. Siempre me corrieron, pensó el afilador, eso es lo único que no cambió. El cansancio es nuevo, por ejemplo. Antes recorría dos zonas en un solo día. Subía con la bici al tren y bajaba aleatoriamente en una ciudad, hacía unos mangos, elegía algún restaurante económico para almorzar y a la tarde volvía al furgón y encaraba otro lugar o regresaba a su casa si había laburado bien a la mañana. Conocía a todo el mundo, tenía clientes. Pero las ciudades se hicieron más grandes, más pobladas, más desconfiadas. En los últimos tiempos solo trabajaba para gente desconocida, una vez cada tanto. Encima, unos meses atrás se le fue la bici a una zanja y se quebró la cadera. Después no volvió igual: le costaba pedalear y se cansaba rápido.
El afilador frenó a mitad de cuadra para secarse el sudor de la frente y recuperar un poco de aire.
La patrulla municipal dobló lentamente en la esquina y se acercó a él como un tiburón que tiene la seguridad de que su presa no puede escapar.
―¿No hay laburo, Reynoso? ―le preguntó el nieto de Peralta.
―Quedé con una doña a unas cuadras, pero recién me corrió un perro y me estoy reponiendo del cagazo.
―Cante la canción, a ver si así consigue algún cliente.
―No es necesario, ya les dije que trabajé mucho a la mañana.
―Cántela, Reynoso. Afila un cuchillo y lo dejamos en paz por unos días.
El afilador sacó la flauta del bolsillo y tocó la melodía; después cantó:
Tijeras, cuchillos,
hachas, machetes,
¡afilador!
Y tocó una vez más la flauta para darle un cierre al anuncio. Los de la patrulla municipal aplaudieron, riendo.
―Qué lindo, me hace acordar a cuando era pibe ―le dijo el nieto del zapatero Peralta a su compañero.
Se abrió la puerta de la casa donde estaba detenido el afilador y salió un tipo con un machete. A través de la puerta abierta se escucharon los gritos de una mujer.
―¿Cuánto por afilar el machete?
―¿Qué son esos gritos? ―preguntó el afilador.
―¿Qué gritos?
―Hay una mujer gritando.
―Es una película.
―¿Ah, sí? ¿Qué película es?
―Mujeres al borde un ataque de nervios.
―¿Va a trabajar o no, Reynoso? ―le gritó el nieto de Peralta desde la camioneta.
El afilador agarró el machete. Otra vez tenía la frente transpirada; se la secó con el pañuelo de tela mientras miraba la enorme hoja.
―No se puede afilar este machete, está muy oxidado ―le dijo devolviéndoselo.
El tipo sacó una cuchilla del bolsillo.
―¿Cuánto por afilar ésta?
Pensó un precio descabellado para disuadirlo:
―Quinientos pesos.
El tipo chasqueó la lengua.
―Por esa plata me compro dos cuchillos en el bazar de la esquina.
Se fue corriendo a comprarlos. Todavía se escuchaban gritos de mujer en el interior de la casa.
El afilador miró a la patrulla y dijo, exculpándose:
―Ese loco quiere matar a una mujer, no puedo afilarle nada. Hay que llamar a la policía.
―Ya lo hicimos, está llegando un patrullero. Eso no es cosa suya. El problema es que usted no tiene trabajo, Reynoso.
El nieto de Peralta bajó de su vehículo y le sacó la bici de las manos para ponerla en la caja de la camioneta. Después, agarró por el brazo al afilador y lo condujo hacia el interior de la patrulla.
―Tendrá que acompañarnos, Reynoso.
―¿A dónde me llevan?
―No se preocupe, no le va a pasar nada. Este es nuestro trabajo, así como el suyo era afilar cuchillos.
La patrulla municipal arrancó. Hicieron el recorrido en silencio. El afilador miraba por la ventanilla memorizando calles, casas, lo que fuera, como un niño tirando migas de pan para no perder el camino de regreso.
Cruzaron la vía, dejando atrás los locales, los edificios y las casas. La patrulla agarró por un camino de tierra que se perdía en el monte, internándose varios kilómetros entre los árboles y la vegetación, hasta que llegaron a una zona descampada. Había un galpón enorme. La camioneta se acercó hasta la puerta.
Esta vez bajaron los dos. El nieto de Peralta se ocupó de la bicicleta y el otro condujo al afilador hacia el interior del galpón. Se fueron y cerraron la puerta, trabándola con un candado.
El afilador escuchó el ruido del motor encendiéndose y la camioneta que se iba.
Adentro del galón estaba oscuro. De a poco, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, reconoció movimientos de sombras que parecían humanas.
Sonaron unas campanas anunciando que era el mediodía.
―¡Farolero! ―gritó alguien y unos minutos después se encendió el primer farol.
Mientras el lugar se iluminaba, el afilador descubrió que adentro del galpón había una especie de conventillo con pequeñas habitaciones.
Un hombre con camisa blanca y chaleco negro hizo sonar una corneta y pregonó:
―¡Atención! ¡Atención! ¡Acaban de traernos un afilador!
Y se alejó repitiendo el anuncio para que la noticia les llegara a todos mientras un castrato cantaba el Ave María de Schubert para darle la bienvenida.
Un hombre se acercó a la entrada del galpón. Vestía traje verde, camisa blanca, corbatín negro y gorra verde. El afilador lo reconoció.
―Mendieta, ¿sos vos?
El otro sonrió y se abrazaron.
―¡Tanto tiempo sin verte! ―dijo el afilador.
―¿Cuánto? ―preguntó Mendieta.
―¿Te acordás de cuando me dejabas viajar sin pagar si llevaba la camiseta del Deportivo Español? Qué tiempos, che…
―¿Cuánto hace de eso? ¿Cuánto tiempo pasó?
―Y… cincuenta años, más o menos.
―Acá el tiempo no existe ―explicó Mendieta con tono resignado―. Todos los días son iguales.
―¿Qué es este lugar? ―preguntó el afilador.
―No sé… Tené cuidado cuando caminás por esta parte porque hace unos días trajeron a un encerador y dejó el piso como si fuera una pista de hielo.
Caminaron entre habitaciones armadas con paredes de machimbre. Un grupo de personas sentadas en el piso formando un círculo jugaba a la payana con piedras. Otros jugaban a la bolita. Un hombre tocaba pasodobles en un acordeón. En el camino también se cruzaron con un lechero que anotó dónde se iba a hospedar el afilador para llevarle unas botellas.
Cuando llegaron a la habitación, un filetero terminaba de escribir “Afilador” con firuletes coloridos. Adentro, un colchonero le agregaba tela y espuma al colchón para emparejarlo y un relojero le daba cuerda a un reloj de pared.
El afilador vio que varias personas se juntaban en la puerta. Traían sus cuchillos para que les diera filo. Reconoció viejos amigos que hacía tiempo que no veía, que ya ni siquiera recordaba. Uno de los primeros era el zapatero Peralta. El afilador lo saludó con afecto, pero prefirió no decirle que su nieto le mandaba saludos.
Hernán D’Ambrosio nació en General Rodríguez en 1985. Es Profesor de Letras. Escribió las novelas Cosas que pasan (2013), Sutra de Buenos Aires (2015) e Imagen y Semejanza (2018), y los libros de poesía Singing in the brain (2010) y Una cosa que empieza con P (2018). También es autor de la novela web Hyperville (2012). Coordina grupos de lectura y escritura desde el 2012. El cuento “Lo que está y no se usa” forma parte del libro El metabolismo del espíritu, que aún no ha sido publicado.