A Ornela
Cuando crucé la puerta de la guardia odontológica metí las manos en los bolsillos y me di cuenta de que no había traído dinero. El empleado que se ocupaba de hacer los ingresos acababa de comer un pedazo de torta y se le cayeron unas migas muy pequeñas de la boca mientras me decía, como tratando de darme ánimos, que atendían las veinticuatro horas y que podía volver en cualquier momento. Podía, pero necesitaba atenderme ahora, no dentro de dos horas. El empleado repitió casi las mismas palabras que antes, pero agregó una sonrisa protocolar, como si de ese modo subrayara en el aire una oración. Puede volver cuando quiera. La burocracia se viste de esperanza.
Caminé unas cuadras hasta la avenida y busqué un cajero. La contraseña fallaba o se había vencido. Estaba agotado y aturdido por el dolor. Hice unas cuadras más para retirar dinero en un supermercado. El documento se lo había dejado al empleado de la guardia. No es posible retirar dinero sin el documento, señor. ¿Parezco un señor? ¿Qué le hace pensar a esta chica que soy un señor? Vi mi reflejo en el vidrio que me separaba de la cajera. ¿Podrías llamar al encargado, por favor? Mientras esperaba, otras personas se acercaban a la caja con latas de cerveza, yerba, fideos. La cajera escaneaba los códigos de barras, cobraba y metía los artículos en una bolsa. Hacía todo sin mirar a los clientes. En una góndola vi que tenían el mismo dentífrico que había comprado unos días atrás, pero a un precio mucho más bajo del que pagué. Respiré hondo, con esa sensación de asfixia que provoca el barbijo en estos casos. No, no se puede retirar dinero sin el documento. Le ofrecí la billetera, el celular, las llaves de mi casa. Me sentía ante las puertas de la Ley, como en el cuento de Kafka. La cajera se había olvidado de mí hacía rato, pero cuando escuchó las reiteradas negativas de su jefa y mi insistencia inútil, me pareció que sonreía. Fui a buscar el documento y regresé al supermercado. Sentía una línea de dolor muy aguda que me cruzaba la cara desde la mandíbula hasta un poco más arriba de la sien derecha. La cabeza me latía como un tambor bajo el agua. ¿Cómo sonará un tambor bajo el agua? La fiebre, el dolor y el cansancio de noches sin dormir lo distorsionaban todo.
Me senté en uno de los asientos vacíos de la guardia, que estaban dispuestos en filas, como en los cines. Desde mi lugar podía ver la puerta que se abría y se cerraba cada tanto para atender a los pacientes. Tardé en reaccionar cuando escuché mi nombre y la voz que venía de la puerta entreabierta del consultorio lo volvió a repetir. Siéntese ahí. ¿Dónde puedo dejar mi morral? La dentista, que había estado de espaldas a mí todo el tiempo, señaló una banqueta con la mano izquierda, mientras terminaba de completar una planilla. Me recosté en el sillón. Había una pequeña ventana a un costado que daba a una especie de patio sin vida. Comenzó a llover y el vidrio se cubrió de finas gotas que descendían lentamente. ¿Qué le sucede? La voz de la dentista me trajo de vuelta a la guardia, al consultorio, al sillón en el que estaba recostado, al dolor. Volví mi cara hacia la voz y encontré su mirada. Era la primera vez que me miraban a los ojos desde que me sacaron la muela, unos días atrás. Me aferré a esa mirada que pudo sostenerme y darme la confianza que necesitaba. Alveolitis seca. ¿Qué es eso? Una infección. Grave, por lo que veo. Cambió el tono de su voz, volvió a mirarme a los ojos. Te voy a poner iodo. Tiene un sabor fuerte, no lo tragues. Pensé en el dolor que no me dejaba dormir desde hacía días y le dije que no tenía importancia, que hiciera lo necesario. Me aplicó iodo tres o cuatro veces con una jeringa en el sitio donde había habido una muela y ahora había una herida. En el ir y venir de la jeringa, me rozó sin querer una encía con la punta de la aguja. Perdón. Me acabo de enterar de que murió un tío al que quería mucho. Nos volvimos a mirar unos segundos a través de las lágrimas y se siguió adelante con la curación. Cuando terminó me hizo varias recetas y un certificado para presentar en el trabajo. Le di las gracias y le pregunté su nombre. Claudia. ¿No podés pedir un reemplazo? ¿Irte un poco más temprano aunque sea? No, no se puede dejar la guardia. Hay que atender a toda esa gente que está ahí afuera. Cuando salía hacia la calle se volvió a escuchar su voz desde el consultorio. Una nena se levantó de su asiento y agarró fuerte la mano de su mamá, que esperaba de pié. Nos cruzamos apenas un instante, pero alcancé a ver sus ojos llenos de desesperación, que buscaban algo o alguien de qué aferrarse para seguir adelante. La nena apretaba un pañuelo con manchas de sangre sobre su boca. Antes de salir a la calle, pude ver que entraban al consultorio. Ahora la lluvia era intensa. Había olvidado el paraguas, pero no estaba muy lejos de mi casa.
Hernán Diez es escritor, docente y actualmente coordina talleres de lectura en @margen.delectura