Es bueno que no haga frío. Son pocos los que en el barrio tienen con qué calentarse. El sol sin pedir permiso entra, se mete por los resquicios que deja la cortina que hace las veces de puerta. Tira lengüetazos calentitos que la dueña de la casilla agradece al cielo. Aprovecha para pasar una vieja escoba por el suelo de tierra que de tanto limpiarlo está lustroso, parece cerámico. Mucho mejor que cualquiera de los pisos de los vecinos. No es que ella ande chusmeando la vida de los demás. Porque es lo que menos le interesa. Si lo sabe es porque cada visita que recibe se lo señala. Se lo comenta. Se siente orgullosa de que se lo digan y hace todos los méritos para continuar manteniendo su reputación en lo más alto. Por lo general también el aroma que hay dentro de su casa es el mejor de aquellos lados. Se las rebusca y siempre tiene aunque más no sea unas gotitas de perfumina para esparcir por el aire. En especial para los días húmedos o los de viento norte que traen tanto olor a pudrición. La pudrición que viene del río. O de la “villa la esmeralda”, la peor y más peligrosa del mundo, como la catalogan no solo sus propios habitantes sino también aquellos periodistas que se atreven a realizar documentales por la zona.
La dueña de la casa del centro, dónde trabaja, la ha autorizado a que se lleve los elementos de limpieza e higiene cuando ya casi no les queda nada dentro del recipiente. Es normal verla entrar por las callecitas del asentamiento portando bolsas de plástico, trayendo desodorantes, cremas, líquidos para limpiar de afamadas marcas extranjeras que a ella le cuesta pronunciar y recordar. Dentro de su única habitación conviven en la pasiva tranquilidad de las cosas inertes los frascos de Dior, los cuales rebaja con agua hasta dejarlos llenos, con las botellas de salsa de tomate compradas a granel o sueltas en alguna feria. Los objetos están prolijamente acomodados. Se tocan en algunos casos. Se miran. Se estudian por siempre sin decirse nada. Aguardan ser elegidos y serle útil a su dueña. Un silencio eterno los envuelve. Los separa. De manera inexplicable, cada tanto, alguno de los Dior se deja caer de la repisa y se estrella contra el suelo. Si tiene suerte el suicida se destroza con el golpe y es desechado. Si no la tiene, la dueña los pega con cinta de embalar marrón y los vuelve a su lugar. Para que purguen la vergüenza de haber hecho lo que hicieron delante de todos sus compañeros. En el fondo, los Dior, prefieren estar con los Dior y no con las botellas de salsa de tomate.
Los perros dejan de ladrar por un momento. No los registraba hasta que dejaron de hacer bochinche. Se escucha un sonido similar al que dejan las chicharras cuando terminan de cantar. Eso significa que alguien ha entrado por el final del callejón. Los animales encienden las señales de alerta. Se ponen vigilantes. De ser necesario van a atacar. Tienen hambre al igual que la mayoría de sus dueños. Sueñan con ser leones para poder matar lo que sea, alimentarse y llevar comida a sus cachorros. Husmean el aire viciado y con decepción detectan que el que se está acercando es un conocido. Descartan el ataque. Son seres leales que nunca morderían la mano de quien alguna vez lo alimentó o los acarició. Vuelven a los ladridos. El ladrido que les hacen a los bienvenidos.
Marisa los advierte, conoce como ninguna aquellos alaridos de alegría. Apresura sus movimientos. Sabe que de un momento a otro él va a entrar. Se peina un poco con los dedos. Repasa la mesa con un trapo viejo y deshilachado. Deja un vasito con una flor de plástico en el medio. Lo contempla. Decide que no está justamente en el medio y lo mueve imperceptiblemente hacia uno de los lados. Respira hondo unas cuantas veces. No tiene miedo. Por qué habría de tenerlo. En cambio se siente tensa. Su mirada lo debe dejar traslucir, aunque ella preferiría que no se le notase. Da una última pasada de escoba delante de la entrada y rompe el caminito de hormigas que transporta pequeñas miguitas de algo que se nota comestible. Le parece raro, si allí no hay nada qué comer. Se sonroja al darse cuenta de que se está comparando con una hormiga y que ella trata de no comer cualquier cosa como aquellos insectos repugnantes. Por esa fracción de segundos se olvida que está esperando a alguien y su ritmo cardíaco desciende a niveles normales. Cuando deja la escoba en su lugar vuelve a tensionarse. Pasan algunos instantes. Los suficientes para que ella comience a pensar que se ha tratado de una falsa alarma. La tensión recrudece en la pelea que se desata en el seno de su ser. Lo aguarda con locura. De todas formas las ganas de que aparezca y que no aparezca son iguales. Su espíritu atormentado la vuelve a agitar. La cortina se descorre de un tirón. Puntual, como siempre, el Luis ha llegado. No tengo miedo, repite mentalmente.
Se miran en silencio. La madre agradece al cielo los ojos cristalinos que le devuelve su hijo. En su mirada lo blanco es blanco y lo negro es negro. Porque heredó aquella característica de su padre, la que Marisa en algún momento de su existencia tanto amó. Tiene ganas de preguntarle de dónde viene. Cómo está. Pero no le sale. No puede. Algo se lo impide. De todas formas si le pudiera realizar una pregunta de índole personal le preguntaría por qué no se ríe. Los chicos de la edad de él lo hacen de manera constante. Pero el Luis es diferente, o eso parece, no puede recordar la última vez que lo vio con cara de felicidad. Se culpa todos los días por eso sin lograr encontrar una solución. Va a utilizar todas sus fuerzas y artimañas para poder cambiar la realidad que tanto la preocupa.
-Esperame que te tengo una sorpresita.
Pensaba entregarle el objeto sin hablar, pero las palabras le brotaron del alma. Hubiese sido una lástima que se le fuera como algunas de las veces anteriores, que en cuanto la veía se paralizaba, como quien ve un fantasma y se retiraba de la casilla sin previo aviso. Aquellas visitas eran tan cortas e inesperadas que Marisa quedaba tan consternada que no podía determinar si acababa de vivir una alucinación o un hecho de la vida real.
En esta oportunidad el Luis aguarda manso. Parado sin pestañear. A simple vista no se puede determinar si respira. Lo más conveniente sería realizarle un examen médico para estar seguros. En aquellos lados no hay obra social ni hospitales que los quieran atender, nadie está al tanto de lo que significan los chequeos o las consultas a los doctores. Por regla general al médico solo se va a morir. Es casi una provocación regresar vivo luego del paso por una guardia médica, salvo que te traigas, como prueba de valor, una cicatriz que valga la pena.
La madre se mueve presurosa. Le da la espalda unos segundos y simula tratar de encontrar algo que sabe bien dónde está. Tampoco puede estar muy lejos. Las dimensiones del lugar en el que se encuentran no lo permite. La habitación con toda la furia podrá llegar a los nueve metros cuadrados. Corre la cobija que en lugar de esconder una almohada en el lugar de la cabecera de lo que hace las veces de cama, esconde una caja. Nueva. Flamante. Tiene en sus costados las inconfundibles tres tiras de la marca Adidas. Se la estira al Luis que la abre de inmediato. Al sacarle la tapa el olor a cuero nuevo invade por un momento el ambiente. Solo un momento porque luego es derrotado por los olores comunes del barrio.
-Feliz cumpleaños, hijo.
Lo abraza sin pensar mucho en lo que hace. Lo siente frío, arisco. Hecho un hombre, un hombre viejo, aunque esté cumpliendo 12. El festejado la aparta con un movimiento tan sutil como irrefutable, un movimiento que realizado con más violencia bien debe servir en una pelea callejera.
Marisa deja que observe el obsequio con detenimiento. Le mira el semblante. Ya ni se sorprende de que tampoco aquella circunstancia le haya sacado una sonrisa. Se pierde pensando los viajes a la casa de la señora que le costó llegar a poder comprar los botines. Hace meses enteros que parte de lo que le pagan semanalmente por limpiar el departamento del centro, lo mete en un frasco que tiene escondido en un rincón que ni en sueños se anima a develar. No se reprocha por el sacrificio que tuvo que hacer. Se reprocha por no poder hacer reír a su hijo.
Luego de un corto debate que se entabla entre los dos, el cual visto desde afuera parecería el de cualquier madre con su hijo preadolescente, la mamá lo autoriza a que lleve los botines al potrero. Se entusiasma cuando ve que le quedan perfectos. Tal cual ella lo esperaba.
-Anda, llenalos de goles- lo alienta.
Sabe que en algunos casos el fútbol salva. Encausa. Hace ricos y famosos a chicos que tenían destino de muerte joven y temprana. Mueve los labios sin que se le escape un sonido. Reza. Porque desde hace un tiempo ha empezado a rezar.
El pibe la mira pasmado. Desde lo más lejos de su existencia. La madre siente como si no la conociera, como si fuera la primera vez que la ve. A tal punto llega su confusión que no alcanza a saber si su hijo entiende que el día de hoy es su cumpleaños.
Lo mira irse. Mantiene la esperanza de que vuelva a despedirse antes de perderse vaya a saber uno dónde. Se sienta a descansar. Se da cuenta de que está agotada. La visita fue de solo unos momentos que, ahora reflexionando, a ella le parece que transcurrieron en siglos y no en minutos. Acomoda un poco el hule transparente y agujereado para que caiga más o menos de la misma forma a cada costado de la mesa. Trata de controlar el temblequeo que le quedó en las piernas. Como no lo logra se pone a hacer otras cosas. Para distraerse enciende la tele. Están dando una novela turca. La mira con admiración. Le gustaría ser una de esas princesas adineradas. Entra en una especie de ensueño. La mirada cautiva en el vidrio engrasado de la tele. En un pestañeo el tiempo se le va o eso le parece. Nunca entendió muy bien qué es el tiempo. Cuando se enrosca mucho en sus pensamientos los ahuyenta y se dice a si misma que el tiempo no es nada. Aunque en el fondo le teme. Porque aunque podamos convenir que es solo una construcción humana, ella ha detectado que el tiempo es malo. Malo en si mismo. Te va secando de adentro hacia fuera. Te degrada y carcome. Y lo peor de todo es que no pasa. No pasa nunca.
Todo resultó tan rápido e inesperado que ni los perros de la cuadra alcanzaron a alertarla.
Como una tromba lo ve entrar al Luis. No lo ve a la velocidad que lo hace realmente. Ella lo percibe en cámara lenta. Allí se le vuelven a cruzar sus contrariedades con respecto al accionar del tiempo. Pero ahora no lo tiene para andar haciendo muchas reflexiones. El sonido de lo que él le dice también le llega mal. No sabe si es por su culpa. Lo cierto es que no le entiende nada de lo que le dice. Trata de enfocarle los ojos con su mirada. No lo logra hacer del todo. Lo poco que ve le da la pauta de que la mirada de su hijo ya no es cristalina como la anterior, la del primer encuentro.
-¡¡¡La plata!!! ¡¡¡Dame la plata!!!
A esto sí lo entiende bien.
Es la escena repetida del último año y medio. Desde que falta el padre. Desde que el Luis se fue de la casa y no quiere decir dónde está viviendo. A lo mejor no lo dice porque su mamá no se lo pregunta. A él le encantaría que su mamá se interesara en sus asuntos. Pero se ve que a ella no le importa nada de lo que le ocurre. Está loca si se cree que con unos botines truchos de mierda lo va a dejar contento. Lo que necesita el Luis es otra cosa.
Trata de calmarlo. De tranquilizarlo. Abre los brazos. Intenta abrazarlo por primera vez en mucho tiempo, su hijo no lo debería tomar a mal, hoy es su cumpleaños- piensa mientras realiza el movimiento-.
El chico se le va encima y los dos caen sobre el colchón en el que duerme Marisa. El golpe se amortigua un poco. La mujer gime cuando recibe las primeras trompadas en el estómago. Las fuerzas del agresor se terminan rápido. La madre lo cubre con amor. Las lágrimas de drogas caen por las mejillas del nene que se va empequeñeciendo. Ella comienza a verlo como cuando aun le daba la teta. Lo acuna hasta que se duerme. La intranquiliza la taquicardia que tiene. Le acomoda la cabeza sobre la almohada y lo deja descansar. Comienza a pensar en la posibilidad de volver a intentar hablar con las psicólogas de la municipalidad para que la ayuden. Sabe que siempre están de paro o están en otra oficina. A ella se le complica ir por el tema de su trabajo y al final nadie la atiende. Tiene miedo de que la echen de la casa de la Señora y no poder darle, nunca más, plata al Luis.
Lo ve respirar agitado. Se incorpora y nota lo fresco que se ha puesto. Le tapa los pies descalzos con una frazada.
Agarra una escoba y comienza a barrer el desorden. Sueña que la próxima vez que el Luis venga a visitarlo la cosa salga mejor.
Sergio Fitte nació en 1975 y está radicado actualmente en la ciudad de Azul, provincia de Buenos Aires. Dirigió talleres literarios en La Plata y en las Unidades Penitenciarias de Gorina y Magdalena mientras vivió en la capital provincial. Es autor de “Señor Canario” (La Quimera Ediciones 2001); “A no chillar” (Editorial Corregidor 2003, Libro destacado por Gabriel Bañez en el suplemento literario del diario El Día
de La Plata); “Dios con lapicera” (Editorial Corregidor 2005, Prólogo de Esteban López Brusa); Proyecto de difusión (Editorial Simurg 2006); “Prostíbulo” (Editorial Simurg 2009); Institucionalizaciones (Ediciones El Broche, La Plata 2012); Desahogo (Prosa Editores 2016); Las cosas que le pasan a los Otros (Editorial Lee 2017); Nadie Nace Virgen (Wolkowicz Editores 2017). Discriminaciones (Zeta Centuria Editores 2021).