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Es un 24 de diciembre a la tarde y somos quince chicos en San Antonio de Areco. Hermanos, primos, hijos de amigos de mis papás. El más chico soy yo, con siete años. El mayor es mi primo Mati, que en ese momento me daba miedo. Ese año lo habían expulsado del colegio por hacer explotar un inodoro, y esa tarde en la mesa familiar había dicho que no pensaba terminar el colegio. Cuando escuché esa afirmación, me pareció lo más parecido al caos y al apocalipsis que había escuchado en mi vida. Somos un grupo ruidoso, brusco, que se mueve en masa. Ahora estamos en un baldío que está a dos cuadras de las cabañas que nuestra familia alquila para pasar las Fiestas. Ya se está haciendo de noche. Hace mucho calor y hay unas nubes que, lentamente, van ocupando el cielo. Recuerdo una palmera muy alta, con las hojas en lo alto moviéndose y, de fondo, una nube cargada que se ilumina por un rayo. Mi primo Mati dice que seguro se va a largar a llover y que por eso fue a buscar todos los cohetes para tirarlos ahora. Es una bolsa grande de Carrefour, llena de cañitas voladoras, chasquibunes, rompeportones. Un tesoro. Todos se agolpan alrededor de la bolsa y sacan la pirotecnia. El baldío se empieza a iluminar y a llenar de ruidos. Los gritos son cada vez más fuertes. Veo que en las ventanas empiezan a aparecer las caras de los vecinos. Yo me alejo del grupo, soy tímido y no me gustan los cohetes. Miro hacia un costado y veo un gato. Es un gato negro, muy peludo. No lo había visto nunca. Mi primo Mati me mira y ve que estoy mirando al gato. Deja la cañita voladora que estaba sacando de la bolsa y, con mucho cuidado, camina hacia él. El gato no se inmuta cuando Mati lo levanta, de hecho empieza a ronronear y a frotarse contra su brazo. El resto está en la suya, nadie le presta atención. Mi primo me mira con una sonrisa diabólica: está haciendo una performance solo para mí: una mezcla de bullying y enseñanza para la vida. Agarra el gato con las dos manos, toma envión y lo tira para arriba con todas sus fuerzas. No alcanzo a escuchar si el gato hace algún ruido por los cohetes. Veo que el gato asciende con las patas hacia arriba. Mi primo Mati y yo miramos fascinados como el gato sube unos siete u ocho metros. Y ahí ocurre el milagro: en lugar de comenzar a bajar, como cualquier cuerpo en caída libre, el gato negro continúa subiendo. Como si alguien, en algún lugar, hubiera apagado la gravedad por unos instantes. Mati y yo nos miramos, sin poder creer lo que estamos viendo. El gato negro sigue subiendo y ya no distingo las patas del resto del cuerpo, que se empieza a convertir en un punto negro, un punto negro ya está tan alto como los edificios de San Antonio de Areco y que se hace cada vez más y más chiquito, hasta que se pierde entre las nubes cargadas de lluvia. Miro alrededor nuestro a ver si alguien más lo vió, pero todos están ocupados con la pirotecnia. En ese momento llegan los padres y se suspende el festival de cohetes. Mi primo Mati y yo no volvemos a hablar de eso, queda como un milagro privado, un secreto que nos une. Algunos meses después me entero de que mi primo Mati volvió al colegio y que lo terminó.
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La atmósfera de la Tierra es como un gran volquete lleno de escombros de los que nadie se quiere hacer cargo. De hecho, hay una oficina encargada de contabilizar cada uno de esos escombros. Se llama Space Debris Office y cada año publica un informe en el que enumera los objetos artificiales difuntos en el espacio. Son basura espacial, restos de objetos que ya no se utilizan, desechos que gravitan a 800 kilómetros por encima de nuestras cabezas. Es una especie de catálogo de ferretería: incluye cosas como satélites abandonados, pedazos de cohetes, líquidos solidificados por el frío, partículas no quemadas de motores de cohetes. En total, hay más de 9700 toneladas de basura espacial. En su lista, la Space Debris Office contabiliza más de 3000 satélites muertos, pedazos de metal ya inútil que orbitan la tierra como cadáveres sin enterrar. Uno de ellos, el SL-8 R/B, tiene el honor de ser el primer desecho humano en la órbita terrestre. Es una pieza de metal de casi un metro que formaba parte del fuselaje del Sputnik 1, el primer satélite hecho por los humanos y lanzado en octubre de 1957. El problema es que toda esta basura empieza a ser peligrosa. En marzo de 2021, un satélite militar chino tuvo que ser bajado de órbita por un fallo no identificado. Una vez que estuvo en Tierra, la razón fue obvia: el satélite tenía 37 pedazos de metal clavados. Una investigación posterior determinó que esos pedazos de metal eran del cohete ruso Zenit-2, lanzado en 1996. En una charla TED, Jake Abbott, profesor de Ingeniería Mecánica de la Universidad de Utah, sostiene que, dentro de diez o quince años, la basura espacial podría formar anillos como los de Saturno alrededor de la Tierra.
Se propusieron algunas soluciones: desde Rusia diseñaron un cementerio de basura espacial, una empresa de Inglaterra desarrolló una especie de camión de basura magnético, Tesla tiene un equipo específico con especialistas en desechos espaciales. Pero por ahora no existen soluciones concretas, ongoing, porque, en definitiva, es una problemática abstracta, alejada de la realidad cotidiana. Sabemos que hay restos de cohetes flotando por la atmósfera, ¿y qué? Podemos vivir con eso. La basura que no vemos es basura que no existe.
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En la noche de Navidad de 1991, Sergei Krikalev llevaba ya siete meses orbitando alrededor de la Tierra. Krikalev era un técnico soviético, que en mayo de ese año había recibido la orden de reparar y actualizar la estación MIR. Era la tercera vez que viajaba al espacio. Para diciembre, su trabajo ya estaba hecho, y Krikalev espera la autorización para volver a su casa. Esa misma noche, el presidente de la Unión Soviética y Secretario General del Partido Comunista, Mijail Gorbachov, comunica al pueblo su renuncia. Al día siguiente, la Cámara Alta del Soviet Supremo vota formalmente que a partir de la medianoche del 31 de diciembre de 1991, la Unión Soviética dejaría oficialmente de existir. Mientras todo eso ocurre, Krikalev vuela a oscuras, 400 kilómetros sobre la superficie terrestre. Los encargados de comunicarse con Krikalev deciden que no deben contarle sobre lo sucedido. Una mala noticia así, piensan, podría afectar el ánimo de Krikalev. Además, no tenían idea de cuándo podría volver: todavía no se había formado el gobierno de Rusia, así que calcular los tiempos era muy difícil. Por eso, las siguientes semanas, Krikalev recibe todos los días el mismo mensaje: todo va bien. Al principio lo toma con naturalidad, conoce de cerca los tiempos de la burocracia soviética. Pero a medida que pasan los días se empieza a preocupar. Como el astronauta experimentado que es, sabe que existe un riesgo potencial en estar demasiado tiempo en el espacio. Aunque la Unión Soviética lo niegue, Krikalev lo siente en el cuerpo: tiene un dolor agudo en las articulaciones de las manos, y siente un cansancio permanente, que por momentos lo paraliza.
Para conseguir alguna respuesta, Krikalev utiliza la radio de la estación espacial y se comunica con radioaficionados. Uno de ellos le cuenta sobre la caída de la Unión Soviética. Krikalev se desespera y le pide explicaciones a sus interlocutores. Incapaces de mentirle, desde Rusia le confiesan la verdad, y lo ponen al tanto de la situación: el nuevo gobierno no quiere abandonar la estación MIR, pero tampoco tiene dinero para conseguir alguien que lo reemplace. Krikalev tiene que decidir: puede desobedecer la orden del gobierno ruso y volver a la Tierra, o esperar a que le encuentren un reemplazo. Se toma algunas horas para pensarlo. Krikalev es huérfano y no tiene familia. El único que lo espera en casa es su gato Zinov. Se comunica con Rusia y avisa que se quedará cuidando la estación MIR. Los siguientes dos meses pasan lentamente, como si el tiempo estuviera afectado por la ingravidez. El dolor de las manos se extiende a las piernas, y para enfrentarlo, Krikalev se imagina que flota en líquido amniótico, y que, lentamente, su cuerpo está dejando de ser algo sólido. Un día, en la cabina de mando mirando la Tierra, le parece ver el hocico y la cola negra de Zinov, flotando en el espacio frío y silencioso, entre galaxias que brillan a millones de años de distancia. Krikalev se toca la cara y se da cuenta de que está llorando.
Juan Ignacio Sapia nació en Lomas de Zamora pero vive en Barcelona. Escribió muchas cosas diferentes: discursos políticos, informes de marketing, botones de aplicación, reseñas de películas y monopatines eléctricos, un libro de cuentos. De vez en cuando, escribe perfiles de celebridades random en su Medium.