Truman Mag

Revista de Ideas

Cultura Lo que fuimos

Canciones como himnos y el don de fluir

Todo el indie argentino de los últimos diez años pasó por el living de K. K tiene una productora que se llama 1000%, es el manager de El Zar y de Fermín y lo fue también de Bandalos Chinos y de Silvestre y la Naranja, cuando yo tocaba los teclados. Vivía y vive –y probablemente siga viviendo en ese lugar, no puedo imaginarlo en otro espacio, con otro balcón y otro ascensor– en Palermo, en el punto exacto en el que la calle Cabello corta Ortiz de Ocampo y muere. Su departamento está en un sexto piso, da al frente y desde su balcón se ve Cabello extendida hacia el noroeste; la trama de edificios se rompe y a través de esa hendija de asfalto y cemento se puede ver perfecto y oblicuo el atardecer preciso, naranja y violeta, hecho para la story. K, por otro lado, está hecho para estar con gente: es un hombre en estado de host. Te baja a abrir, te charla en el ascensor, te ofrece un vaso de coca con hielo, te invita un pucho, te arma un porro, te acerca maní, te muestra el demo de la banda que esté manejando, te asiente las observaciones más sosas y también las más filosas. Los músicos son personas insoportables, todos lo sabemos; por eso necesitan –yo también lo necesitaba, por supuesto– personas como K que los quieran y los cuiden del enrosque de tener que ser geniales, o creer que tienen que serlo.

(Hay un fenómeno que me obsesiona desde siempre: ¿en qué momento y de qué modo una palabra entra en el léxico de una generación? ¿Cuándo, cómo y por qué fue que los que nacimos entre el 85 y el 95 nos entregamos a la palabra enrosque para referirnos al sobrepensar?)

K entró formalmente en el mundo de la música cuando se hizo manager de Silvestre y la Naranja. Había organizado unos eventos con Taiel Heredia –quien, años después, fuera manager y productor ni más ni menos que de Duki y Trueno– en El Emergente de Once, un lugar sucio y hermoso donde lo normal era que te robaran el estéreo. En el 2013 tocamos con Silvestre ahí y unos meses después, en diciembre, nos dijo que le encantaba la banda, que no tenía experiencia en ser manager, pero que quería probarlo con nosotros. Nosotros no teníamos manager, no veíamos el por qué –todavía– y dijimos que sí.

Así empecé a ir al living de K una vez por semana, dos veces por semana, tres veces por semana. Eran días de changas, estudio y una apuesta aún amateur por la música: volvía a lo de mis viejos a las 5 de la madrugada de un martes cualquiera. Así también empezaron a ir todos los demás de la banda. Los Silvestre y la Naranja modelo 2013-2016 inauguramos ese living épico y teñido de humedad en el que jugábamos al Nintendo 64 y escuchábamos Tame Impala: lo que había que hacer.

En una de esas primeras juntadas escuché por primera vez Francisca y los Exploradores. Chapi –el baterista de Silvestre en ese momento– puso Barbuda, el disco que Francisca recién había sacado. Al rato sonó Contraindicaciones del Pensamiento: una guitarra criolla bien sencilla, alternando entre do y fa en una cadencia similar a muchas canciones de misa, y una voz suave y forzada, pero nunca molesta, nunca artificial, que repetía y repetía: no te enrosques, uh, no te enrosques.

Ese indie, el de Barbuda, el que hacíamos con Silvestre y la Naranja en ese entonces, todavía no tenía plata ni presupuesto. Pero sí tenía ambición. El indie de la década que se nos fue pudo haber vivido muchos años de cuentas rojas, pero no por eso renunciaba a la intención de producir discos cuidados, trabajados y limpios, que pudieran ser pasados por la radio –todavía estábamos descifrando el algoritmo de Spotify. Barbuda era todo eso y era, además, un canto generacional: la catarsis pop de Franco Saglietti, un cordobés millennial que se había venido a Buenos Aires con unos amigos a tratar de pegarla con la música, que no quería trabajar de delivery ni en un local ni en una oficina. Y que, en el medio de todo eso, crecía y descubría y pensaba y pensaba y pensaba.

Pido perdón por repetir los siguientes clichés generacionales, resulta que no lo puedo evitar: fuimos la primera infancia de TV por cable (y huevo Kinder a $1), la primera pubertad de MSN y música pirata, la primera adolescencia en Facebook y YouTube, la primera juventud en Instagram y WhatsApp. Nacimos para evadir la responsabilidad, el compromiso y la sinceridad: por eso hoy invertimos en criptomonedas. Por eso, también, fuimos adoptando como himnos esas canciones que le cantaban a lo que no se decide, lo que es un poco y un poco, lo que sí pero no, lo que oscila entre lo incierto y lo seguro: Más o menos bien, de Él Mató; Nunca estuve acá, de Bandalos Chinos; Lo quiero mucho a ese muchacho, de Bestia Bebé; A 1200 km, de Las Ligas Menores. Etcétera.

Ahí entra también el tema que abre Barbuda: El Día de la Lenteja. Si pienso pierdo el tiempo, oh oh oh / por eso nunca leo, oh oh oh / trabajo aunque no quiero, oh oh oh / voy a comprar un gran televisor, oh oh oh. Un beat sólido de bombo y redoblante que golpean en cada pulso junto a un bajo en corcheas rectas y mecánicas son la columna de una melodía dulce que canta sobre no pensar, no enroscar, entregarse a medias y solamente desear sin un fin, sin plan.

Si el enrosque era el anti-valor, soltar era la salida. Los años y las crisis nos enseñaron que soltar era imposible: un capricho, una imposición sentimental de quienes tienen muchas cosas esenciales ya resueltas. Ahora que lo sabemos, se nos vuelve difícil escuchar esas canciones o leer esos poemas que escribíamos donde todo era “fluir”. Pero algunas canciones quiebran la barrera del tiempo y se convierten, al menos para unas personas, en clásicos, en resúmenes generacionales, en fotos de portada de una época. A Franco Saglietti le estaremos para siempre agradecidos por haber ubicado El Día de la Lenteja ahí, en ese humilde y poderoso pedestal.

Mateo Mórtola nació en 1991 y vive en Buenos Aires. Es licenciado en comunicación. Trabaja dando clases y talleres y haciendo ocasionales estrategias de branding. Co-fundó y edita una revista cultural: Aguinaldo. Tiene un proyecto musical que se llama Los Errores.