Truman Mag

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Rubí

Discutible (2018)

Mi bolsa de recuerdos de esta corta vida

da para canciones

*

Fui solo a un recital de Babasónicos para disfrutar unas canciones que están en mi memoria y gritarlas con un poco de alegría melancólica pero volví totalmente destruido.

Esta sensación desoladora no fue por el recital, que por otra parte estuvo muy bien. Lo disfruté completamente, de principio a fin, mientras la banda iba dándole otra vida a las canciones (el movimiento increíble que va del disco y la distancia privada en soledad al face to face del encuentro en el live) porque armaron, como siempre ocurre con ellos –y parte de su gran inteligencia como artistas del vivo estratégico es esa-, una especie de viaje con su repertorio de distintas épocas (aunque no muy lejanas), la escenografía minimalista (o precaria, no importa porque se puede ser elegante con muy poco), el vestuario (que ya no es rupturista como antes sino que se volvió en cierto modo clásico y hasta casi esperable), las luces, los intervalos y su, ¿cómo llamarlo?, simple presencia.

Dárgelos con su mood y aura de gurú es parte necesaria de la puesta que los ubica en un fuera de tiempo pero que quiere dialogar con el presente.

Quiero que pensemos la pregunta y que nos la dejen preguntar.

El aura es algo imposible de describir pero se puede reconocer sin lugar a dudas y ellos lo tenían en ese momento exhibiéndolo sin ningún pudor, con orgullo. Era algo material, palpable, indiscutible.

La experiencia frente a la música se aproxima a la conmoción y debía ser total supongo que pensaron como apuesta estética. Y sentí que lo habían logrado. Una verdadera conquista a la que le cuesta llegar a cualquier banda, sobre todo a una con más de 30 años de existencia. Y, sin embargo, ahí estábamos metidos con todo y al aire libre.

Extasiados.

¿Poseídos?  

¿Éramos, de pronto y por el tiempo que duró el recital, un único cuerpo sintiendo todos lo mismo?

La pregunta es: ¿Quién va a reclamar, para qué?

Era un show en el sentido más capitalista del término, sí, era entretenimiento de gran calidad pero, y acá estaba toda la gracia y el sentido, a la vez corría un aire de trascendencia. Era notable. Estábamos presenciando algo importante para nuestras vidas.

No era una ilusión.

No era una estafa.

(Estafa es una palabra muy babasónica)

Era algo más que la presentación de Discutible frente a la mayor audiencia que tuvieron en toda su carrera. Algo que a mí no me importaba en absoluto. (¿Por qué debería importarme eso?)

La música en vivo tiene ese valor de lo irreemplazable, de lo irrepetible. Una burbuja en el tiempo. Un disparo único en una noche que se va a perder para siempre en la memoria. Y además tiene que ver con lo tribal dentro de las venas. Es la historia que se lleva adentro del cuerpo como parte esencial de la especie y desde tiempos inmemoriales cuando los monos salieron de las cuevas, empezaron a hablar y se reunieron en ronda para explicarse el mundo y lo que los rodeaba.

Es un fuego sagrado que tiene elementos de mística y crudeza y exploración. Es el cielo en la tierra.  

Todavía, me parece, seguimos en la misma: buscando explicaciones en manada con la música en el centro de todo, en el ojo del huracán.

No es soundtrack o lo que está de fondo mientas suceden las cosas importantes: la música es la vida en su máximo esplendor. 

La pregunta es: ¿Quién va a defenderte de mí?

No, no fue por lo que vi y escuché arriba del escenario y que llegaba hacia nosotros lo que me destruyó.

La cosa fue después.

A la salida.

Tuvo que ver con una sola persona.

La vida es un vaso de gaseosa aguada.

Era como si toda esa experiencia caótica y multisensorial que había construido durante el recital se derrumbara y sucediera algo, de pronto, definitivo.

La pregunta es: ¿Quién va a defenderte a matar?

Hacía muchísimo que no iba a verlos. Babasónicos. Los Baba. No tienen comparación con otra banda de acá ni de afuera. Ni siquiera para empezar a hablar. A esta altura son toda una entelequia, una fuerza de la naturaleza. ¿Una deidad?

Me acuerdo que tenía sus posters pegados en mi pared, en mi carpeta del colegio, escritos con liquid paper en la mochila. Y fueron importantísimos. Siempre estuvieron presentes en mi vida.

Crecí con ellos mientras los veía crecer y experimentar tantos sonidos como fuera posible. Por lo menos hasta Jessico fue así, lo que siguió no lo escuché tanto, más bien todo lo contrario. Yo, ahora lo veo clarísimo, no experimenté tanto como Babasónicos. Eso es algo de lo que me arrepentí siempre porque no tomé muchos riesgos más que enamorarme.

Me enamoré.

Me enamoré y me abandonaron mientras estaba en la cima de mi amor y el mundo pareció partirse en dos pedazos para que yo caiga en ese fondo lleno de lava.

Fue real: terminé viendo a psiquiatras, tomando pastillas, haciendo tratamientos de todo tipo para poder salir a flote.

Ni quiera hablo de sentirme bien: sólo quería –simplemente- funcionar.

Dos años con eso para poder, digamos, olvidar. Y, más que nada, curar la piel quemada. Porque cuando alguien que amás te deja te hace mierda la piel y te la deja marcada para toda la cosecha.  

Te deja un tattoo devorador. Que si no lo parás de alguna manera te abduce. Te quita el alma. Te volvés otra persona. 

Mi existencia estaba puesta en función de no ser comido por ese tattoo y por la piel quemada. 

Justo por esto mismo hacía un tiempo que escuchar a Babasónicos me resultaba muy doloroso. Recordar era catastrófico. Me traían a la cabeza partes y fragmentos y retazos de una vida compartida que ya estaba totalmente desparecida. Pero parecía que me faltaba sepultar eso en algún lugar. 

Escuchaba una canción muy cada tanto y casi siempre de casualidad. Era una música que me atrapaba de improviso y llegó a resignificarse para mí porque dejó de hacerme tanto daño.

El azar tiene sus propias leyes a las que hay que prestarle atención. Hacete amigo del dolor, dice una canción de La portuaria. Era, entonces y cada vez que me llegaban algunas de las canciones de Babasónicos, como quien se da una dosis de vida por esos lujos del destino para seguir arrastrándose hasta llegar a algún punto de llegada imaginario.

Por ejemplo, pienso ahora mismo en “El colmo”, que está en el disco Anoche. Cuando Dárgelos canta Por eso canción llévame lejos no se me ocurre nada más vigorizante que esas palabras. Es como si realmente existiera la esperanza y fuera algo de este mundo que nos envuelve como un océano en medio del desierto. 

Incluso, ahora que lo pienso, este recital era mi primera vez con ellos en un lugar tan grande.

Cuando compré la entrada tenía miedo de no poder disfrutarlo en un espacio enorme como es el Hipódromo de Palermo porque son lugares donde las bandas ya pierden sus espíritus y, digamos, que actúan el rock, no lo viven o no generan eso tan hermoso de habitar el presente en forma de rock. Es como decían los Virus: el rock es una forma de ser. Entonces en los recitales de lugares grandes las bandas hacen una performance, en el peor sentido de la palabra, donde la búsqueda es correr detrás de la honestidad pero bajo el régimen de la simulación y el parecer.

Se vuelve una mierda descomunal porque se activan otras cuestiones que nada tienen que ver con la música, la experiencia y la interacción real.

Esa parte le salió bien –muy bien- a Babasónicos.

A la salida me salió todo mal a mí.

A veces me echan de mi propia casa.

Son las dos de la madrugada. Estoy en mi casa y alguien se pelea en la calle a los gritos. Para sacarme esta sensación terrible del cuerpo y la cabeza me gustaría ir allá e intervenir de algún modo.

Quiero pensar en otra cosa. No sé si pueda.

No esperaba cruzarme a Poni a la salida del recital.  

*

Pasto (1992)

A veces me pregunto: ¿Dónde, cómo y tal vez por qué?

No esperaba cruzarme a Poni a la salida del recital. Pero sucedió y ya no lo puedo remediar ni borrar de mi mente como hace el personaje de Jim Carrey en Extraño resplandor de una mente sin recuerdos. Una historia trágica en muchos sentidos. ¿Cuánto falta para ese servicio exista en la realidad? 

Esa película la vimos juntos.

Un nuevo golpe llega del pasado.

Ahora solo tengo eso en este momento: un montón de recuerdos acumulados, de forma desordenada, de la relación amorosa más importante de mi vida y el recital de Babasónicos de recién, que por otra parte no deja de ser un recuerdo inmediato que no quiero dejar escapar, que no quiero que se me diluya entre los dedos.

Quiero fijarlo y extender su emoción. Que no se vaya a ninguna profundidad de mi mente porque es el camino más rápido al olvido y a la desaparición de un estado, de una sensación.

Ser feliz es un asunto sin medida, quiero estar lejos de la tierra.

Quiero que se sostenga esta superficie de placer. 

El caos es un lugar normal.

Tampoco creo que sea una casualidad porque nada lo es: con Poni nos pasábamos mucho tiempo hablando sobre Babasónicos y sus canciones y sus discos y los que decían en las entrevistas (sobre todo Dárgelos, como cuando dijo que su gran referente por la época de Trance Zomba era Sly & The Family Stone y no lo podíamos dimensionar ni encontrar sentido, ¿de qué carajo hablaba?) y lo que representaban como banda para nosotros.

Eran como sesiones maratónicas de conversación donde esbozábamos teorías y arrojábamos hipótesis de lo que nos parecía el proyecto musical y estético más hermoso de nuestra generación y nuestra época.

Esa época terrible, determinante y poderosa que fueron los años noventa.

Y a la vez fue tan diversa: ¿cuántas escenas (desde hip hop hasta rockabilly), cuántas tribus (rolingas contra metaleros o rolingas contra cumbieros o rolingas contra punkies), cuántos estilos  se peleaban (los sónicos contra el rock barrial) por tomar la posta y marcar el camino verdadero en esa década? Demasiados direcciones que no parecían llevarnos a ningún lado.

Todo eso entró en una sola década. Hace poco leí que este caos también tenía que ver con que lo que representaba terminar y ponerle punto y aparte a un milenio. Entonces las cosas se enloquecieron más de lo normal. Una época signada por el fin y la incertidumbre por lo que vendrá. 

Nuestra misión, sin embargo, era clara: Babasónicos.

Pensábamos que si profundizábamos un solo pozo, si le dábamos con todo hasta donde pudiéramos: íbamos a encontrar petróleo o un tipo de agua inaudita. 

Éramos muy serios al respecto.

Porque a mi generación no le importa tu opinión.

Parece una locura en esta instancia nocturna pero recuerdo que en algún momento habíamos sido jóvenes y pensábamos que la música era lo más importante que teníamos como pareja, que nos unía de un modo casi inquebrantable, que nos daba una existencia mucho mayor que aquella que se definía en nuestro DNI, que, finalmente, nos daba algo así como un cuerpo, una comunión y un sentido.

Además representaba una lógica de acción muy clara y un aprovechamiento certero del tiempo: descubrir las nuevas canciones de la banda, comprar los discos nuevos a medida que iban saliendo o el mismo día que se ponían a la venta o cuando juntáramos la guita para ir a la disquería (¡Disquería!, dios mío: lo digo y queda tan tan lejos eso), escuchar completos esos discos (por entonces se trataba de la totalidad, la obra era ese viaje) y encontrarles la narrativa, ver las presentaciones en vivo de ese nuevo trabajo si teníamos la suerte de tener guiita para eso también, reflexionar sobre ese conjunto de capas de sentidos y conexiones que tenía que contener esos territorios y conquistar alguna explicación.

En determinada etapa de la vida saber aprovechar el tiempo y usarlo a tu favor puede salvarte la vida.

Y darte un propósito, una misión.

Te hace sentir especial de alguna manera.

Es casi como encontrar un destino. Y un destino siempre es más importante que cargarte al hombro el peso de una personalidad.

Porque la personalidad es una cárcel.

Eso nos lo enseñó Babasónicos. Pero seguro lo tomaron de Fedrico Moura que alguna vez dijo: “Creo que la gente a veces se desespera en busca de identidad. Y la identidad no se busca, se trasciende. Vos fluís y ahí aparece la identidad sola. Pero cuando uno se impone esa cosa de buscar la identidad se auto limita, se encierra dentro de uno mismo y surgen los miedos, el miedo de pensar, el miedo de fantasear…Me asustan los tan normales”

Porque a mi generación algo le pasa.

También creo que escuchar y pensar a Babasónicos nos daba un prisma a través del cual poder mirar el mundo. Como si esa obra que se iba completando y que crecía con nosotros fuera un andamiaje seguro y a la vez aventurero (una paradoja hermosa) para contemplar las cosas que pasaban -y sobre todo que nos pasaban- de otra manera. Una manera, lo veo ahora mismo, más crítica y que no se sometía ante la realidad tal cual llegaba hasta nuestro pecho y no se le rendía pleitesía a nadie más que la búsqueda de nuevas formas de belleza, de vinculación, de existencia, en definitiva.

Entonces, con Poni, podíamos ver todo lo que nos rodeaba mediante esa obra que evolucionaba o se ampliaba o se desviaba o se perdía -¿quién sabe? ¿A quién le importa?- sin tener que recurrir a esa falsedad y esos discursos que venían de la familia (padres y madres dando sermones) y la escuela (profesores y profesoras dando sermones) y las amistades (gente a la que no le importa tu vida dando sermones) y el trabajo (jefes y jefas dando sermones).

Si una obra no enseña a desconfiar del mundo –de aquello que las peores personas llaman Realidad o, lo que es lo mismo, Sentido Común– entonces no enseña nada. Creo que fue Dárgelos quien en un recital dijo en un momento “pobre de quien no tenga maestros.”

Me gustaría creer…Que al pie de la montaña hay alguien que me espera para enseñarme a ver.

Nuestra fuerza (porque es muy jodido encontrar fortaleza pura en la soledad más acérrima o por lo menos a mí me costaba eso en aquella época) venía de ahí: de compartir una visión conjunta sobre el mundo.

Era milagroso poder coincidir y a la vez estar enamorado y que Poni estuviera enamorada de mí, como me dijo tantas veces. 

Hablás de amor, decís que si y es cada mañana una sonrisa.

No quiero acordarme de ella diciéndome te amo porque me suicido acá mismo. Me costó muchos tratamientos con pastillas poder seguir adelante como para volver a esas depresiones eternas.

Voy a ir por otro lado.

Es de noche, la puta madre.

Por eso recuerdo todo eso que hacíamos –que sería exactamente lo contrario a perder el tiempo– y no nos percibo en absoluto como personas pasivas.

Éramos y hacíamos escuchas activas, conscientes, exploradoras y arriesgadas.

¿Por qué hablo de riesgo si no estábamos escalando el Monte Everest? Bueno, lo pienso ahora mismo, nos estábamos apropiando de ideas que andaban dando vueltas por afuera de nuestro circuito y que venían a colisionar con lo que sabíamos hasta ese momento. Una guitarra eléctrica, una batería, un bajo, pueden disparar proyectiles de sentido en muchas direcciones con un lenguaje único, expansivo, irremplazable.

Los sentidos, de pronto con esa vitalidad tan inmediata que tiene la música para construir presente, se amplifican, el mundo se ensancha, se abren otras posibilidades, otras respuestas que arrastran nuevas preguntas.

Puse Pasto en Spotify por más que tengo el CD en un mueble. No quiero ser fetichista y nostálgico al pedo con el objeto. Lo tengo a mano en la computadora, fue un segundo. Empezó a sonar.

La música también es, todavía, un vehículo que vence el tiempo y el espacio. Un De Lorean que nunca se oxida.

En ese momento no veíamos la relación entre la palabra “pasto” y la marihuana. Lo vinculábamos más con algo terrenal, del suelo y algún tipo de reflexión sobre la tierra. No nos drogábamos con faso ni mucho menos con cosas más pesadas. Apenas si tomábamos una cervezas juntos, y hasta ahí nomás. Nunca nos emborrachábamos. Poni era muy medida y me enseñó eso del autocontrol sin levantar el dedito. Vi su conducta al respecto y quise ser como ella.

Qué disco tan anclado a ese momento de 1992 que es Pasto: por el sonido tan en sincronía con lo que pasaba en el mundo y en Argentina (por algo Soda Stereo los invita a tocar de soporte en la presentación de Dynamo, recital al que no fuimos por falta de guita); porque es un debut que parece que inaugurar la década del 90 (algunos creen que ese lugar es para Los Brujos, Martes menta y demás grupos pero a mí me importa una mierda esas lecturas) y da vuelta la página de la Historia; por cómo con Poni parecíamos estar buscando un grupo de gente (en ese entonces odiábamos la idea del solista, ¿quién te creés que sos para tocar solo?) que sonara de ese modo, se vista así y diga esas cosas.  

Y apareció. Apareció para Poni y para mí. Babasónicos, no tengo dudas, apareció para nosotros.

Además hay un fuego sagrado ahí marcado en el almanaque. Coincidió con el hecho de escuchar Pasto completo por primera vez juntos después de la primera vez que nos acostamos con Poni. Dos instancias inaugurales que definieron mi vida en la misma noche tienen que calificar como algún tipo de logro y emoción que debería estar anotado en alguna carpeta celestial.

Escuchar a Dárgelos decir por primera vez Olvidate/Ya pasó/No es así lo que me pasa/Solo río/No pienso en nada/Y al infierno no me/Llevan ni a patadas nos pareció muy fuerte en ese momento de nuestras vidas en los que nos encontrábamos: la mitad de la adolescencia. Ese tiempo-purgatorio de espera y formación donde la cosa (¡nuestra vida!) se está cocinando todavía.

De algún modo creíamos que esas palabras de “D-generación” significaban que no teníamos que dejarnos vencer por esos miedos propios de la edad y el hecho de que en poco tiempo se nos venía encima la adultez como una tragedia insoportable, definitiva e imparable.   

Y a la vez, era como si ahí buscáramos formas nuestras (en vinculación con ese viaje con la banda) de intervenir, de meternos con nuestro tiempo de la manera que sea.

¿Cómo se hace para efectivamente vivir el tiempo que te toca vivir en la tierra?

El de Babasónicos era nuestro sonido. Además de nuestra época. Nosotros estábamos en ese barco.   

Me acuerdo que fue todo una epifanía que tuvimos con Poni, después de gastar Pasto (un disco que ahora mientras suena esta noche me parece larguísimo -¡20 temas!- y muy digresivo -¿cómo interpretar esa intro y los cuelgues de menos de un minuto?-), el hecho de llegar a la conclusión de que no se puede pensar en Babasónicos sin pasar antes por Virus y Los Encargados (¡Uma T y Melero fueron amigos antes de que se forme Babasónicos!).

Babasónicos, en ese aspecto, no es una banda que guste de dialogar con todo el espectro del rock argentino o que busque un linaje de pertenencia hacia muy atrás: no es una banda de espíritu beatnik ni contiene en su núcleo creativo una estirpe setentista ni de protesta comprometida con causas partidarias (por ejemplo: jamás hablaron de los desparecidos ni de la dictadura para buscar legitimidad). Lo suyo es una necesidad parricida lisa y llana, que por otra parte es un movimiento habitual en cualquier arte.

Y en ese sentido no va más atrás de Virus ni de Los Encargados. Es ahí donde encuentran muchos de los materiales que le sirven para la constitución de su identidad: confrontación con un estado de cosas desde el vestuario y la actitud corporal que nunca buscan la aprobación (incluso pueden parecer soberbio, frío o directamente desagradables muchas veces), una natural incomprensión/desconcierto del público, letras que jamás son lo parecen sino que ocultan sus verdaderas intenciones con un camuflaje exquisito (“Luna de miel en la mano” de Virus habla de la paja o “Trátame suavemente” de Melero que nace después de una cadena nacional de Galtieri, lo que representan dos ejemplos grandiosos), la construcción de un relato ilustrado propio (son cabezas pensantes -¡Talking Heads!- y lectores que se reflejan en sus declaraciones), buscan asociaciones inesperadas (los Moura se juntan con el sociólogo y artista Roberto Jacoby, Babasónicos suman un DJ –Peggyn- como integrante estable y se acercan a los escritores Fogwill y Marcelo Cohen), y demás cuestiones de ese calibre.   

Por supuesto que Virus tiene muchas particularidades que la hacen única en el rock argentino (sobre todo su historia de militancia política real, un desaparecido –Jorge- en la familia Moura, cierta alcurnia, estar en una ciudad –La Plata- tradicional, universitaria y cosmopolita, entre otras cosas) y no solo de los ochenta, sino de toda su historia. Pero también el hecho de ser una banda de hermanos la emparenta a Babasónicos que tiene a Adrián y Diego Rodríguez como un lazo indestructible.

No sé dónde vas, de donde venís, donde me llevás, eso no me importa, no tengo miedo.

“D-generación” nos quedó marcada de forma indeleble además porque tenía ese video que habíamos visto en MTV y lo empezaron a pasar muy seguido. Casi que veíamos el canal para poder encontrarlo en algún momento y disfrutarlo.

Año 1993.

Pero también en Pasto están muchas de las claves posteriores de Babasónicos. Poni me lo hizo notar años después cuando me hablaba, por ejemplo, de “Bien”, “Sobre la hierba”, “Chicos en el pasto” y “Sol naranja” y ese aspecto de psicodelia sonora, con una letra que intenta quebrar el pacto social de responsabilidad individual y a la vez contienen melodías muy bellas, entradoras. Como si fueran encantadores de serpientes jugando con fuego y combustibles inflamables.

Esos eran descubrimientos de Poni.

Ella sabía escuchar mejor que yo. 

Walter Lezcano es escritor y docente. Publicó libros de poesía y narrativa: “Los Mantenidos”, “Jada fire”, “Tirando los perros”, “23 patadas en la cabeza”, “Humo” y “Calle”, entre otros. Como periodista, colaboró en medios como Tiempo Argentino, Brando, Anfibia, Rolling Stone y Revista Ñ. En Instagram es @walterisaaclezcano.