Truman Mag

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Cultura

Viaje al interior del folclore argentino

Baile, alcohol y desborde: eso hay todos los años en La Banda, donde se festeja el cumpleaños de “la abuela Carabajal”, un ícono regional en cuyo nombre se monta uno de los mayores –y menos conocidos- festejos de música criolla del país. Crónica de la celebración folklórica más extrema de la Argentina.

El dato del cumpleaños de María Luisa Paz, la abuela de la familia Carabajal, llegó a mis oídos un viernes de julio, durante una reunión de amigos. Alguien comentó que se trataba de una fiesta ignota en Santiago del Estero, y que la celebración –que rescataba la raíz más litúrgica del folclore argentino- reunía a miles de personas dispuestas a entregarse a una fiesta ritual que duraba varios días, donde no se dejaba de bailar ni de beber. Enseguida me puse en contacto con Pancho, un cerrajero treintañero y de canas prematuras, vecino del barrio de Flores, Buenos Aires, que desde hace unos años alquila colectivos y arma viajes –en los que transporta un contingente de más de 200 personas- rumbo a uno de los barrios más pobres de la ciudad santiagueña de La Banda, lugar donde se levantan los festejos que homenajean a la abuela.

—Sale 710 pesos, incluye el viaje de ida y de vuelta, y la coca, el fernet y el hielo —dijo Pancho la primera vez que lo vi afuera de su cerrajería—. Por lo otro no te preocupes, lo vemos allá.

Para Pancho, “allá” era el norte. Para llegar hubo que viajar catorce horas en un micro que sufrió la noche entre vientos secos y un cielo colmado de estrellas. El destino fue La Banda, un sitio que entre el 16 y 19 de agosto, muta. Un cúmulo de calles polvorientas donde el exceso y la pasión por la chacarera copan un barrio postergado para convertirlo en el epicentro de una fiesta de culto que congrega a una multitud aficionada a la algarabía y el alcohol,  y devota de una persona que –lo sé ahora- ni siquiera está viva: la abuela Carabajal murió hace más de veinte años y desde entonces está colocada en un pedestal casi religioso que la consolida como la Madre de la chacarera.

La génesis de la celebración tiene su origen en el año 1991, cuando cientos de personas de todo el país se juntaron en el patio de la los Carajabal para festejar el cumpleaños 92 de doña María Luisa Paz. La fiesta surgió espontáneamente: los convocados –músicos y amantes del folclore- llegaron a través del rumor que había empezado a correr en las peñas de todo el país. Pero en 1993 la abuela murió. Y la fiesta siguió su curso. Al año siguiente, ya no cientos sino miles de personas se reunieron para rendirle homenaje en su cumpleaños. A partir de entonces, cada 18 de agosto, el barrio Los Lagos se convierte en el lugar de reunión de una legión de extremistas del folclore. Dicen que se organizan para que el alcohol, la comida y la música no falten. Que durante cuatro días se levanta un verdadero festejo en el que todos bailan descalzos, durante horas y horas, sobre la tierra seca y desquebrajada, hasta sangrar. Y que cierta vez una familia del lugar debió sacar de ahí a una persona mayor que agonizaba. Nadie hubiera permitido que una inoportuna muerte arruinara la fiesta.

***

La ciudad de La Banda se ubica casi en el centro de la provincia de Santiago del Estero, Argentina, a 7 kilómetros y medio de la ciudad capital. Tiene más de 100 mil habitantes, es considerada la más importante del departamento Banda  y se erige sobre la orilla del río Dulce, un afluente que nace en Salta y cruza el centro-norte del país hasta perderse en las aguas cordobesas de la laguna de Mar Chiquita. A pesar de ser una ciudad de una densidad poblacional importante, La Banda no pierde sus huellas de pueblo: casas bajas, una plaza principal, un pequeño centro y calma. Mucha calma. Nada de ese pulso diario acelerado con el que viven miles de personas en lugares como Buenos Aires. La Banda, al igual que tantas ciudades de la provincia, vive de la agroindustria, de la comercialización y exportación de sorgo y algodón. A quince cuadras del centro de la ciudad, ya en la periferia, se encuentra el barrio Los Lagos. Allí, entre la Cooperativa Algodonera Banda, ubicada en la intersección de las calles Larrabure y 1º de mayo, y la calle Manzini nacieron y pasaron su infancia los Carabajal: la familia más destacada del folclore argentino. Allí nació la chacarera santiagueña. Entre esas tres cuadras, todos los años, los turistas se concentran para festejar el cumpleaños de la abuela doña María Luisa Paz.

 —La familia Carabajal y la familia de mi padre han sido los primeros pobladores de este lugar. Mi madre Dominga y mi padre Marcos tocaban y cantaban con ellos cuando cumplía años María Luisa. La viejita venía y nos invitaba a todos. Era pícara, le gustaba hacer bromas, tenía chispa. Y ahí hacíamos la fiesta, nomás. Pero era una fiesta chica. Y familiar, bien familiar.

Chufo Díaz tiene 66 años y manos con las que podría compactar un Scania. Poseedor de una parsimonia característica de los lugareños, vive a media cuadra de la Cooperativa Algodonera Banda y es famoso por abrir las puertas de su patio para que turistas y músicos invitados puedan tocar, cantar y bailar chacarera. Para los bandeños la chacarera es parte de su día a día. Se levantan de la cama y escuchan chacarera, en las radios de los comercios y en los remises suena chacarera, en los patios de las casas suele oírse la guitarra de alguien que está tocando chacarera. En La Banda dos de cada cinco personas tocan, cantan o bailan la chacarera. Las tres restantes hacen todo: la cantan, la tocan y la bailan. Durante los cuatro días que dura la fiesta en el barrio Los Lagos la música suena prácticamente las 24 horas, salvo de 7 a 10 de la mañana, cuando los visitantes descansan para luego despertar y seguir.

 Cerca del mediodía, las tres calles ya están colmadas de gente que compra comida en los puestos que los lugareños arman con algunos palos y lonas. En parrillas improvisadas en el piso o dentro de tanques cortados a la mitad, la gente cocina chivitos, pollos, tiras de asado, vacíos, morcillas. Otros puestos ofrecen empanadas y tamales, panchos y choripanes, chipá o panes rellenos. A la altura de la segunda cuadra ya pueden verse toldos más grandes con sillas y mesas de plástico, y algunos cantores bañados en sudor que rasgan canciones y cantan sin micrófono. Cuando terminan de tocar se secan la frente con el dorso de la mano, toman un trago de cerveza y continúan. Abajo de las lonas el calor se vuelve denso y genera una pesadumbre que adormece. Pero lejos del letargo, los visitantes mastican, toman, bailan y zapatean. Entonces la tierra del piso se levanta como una bruma y enseguida el lugar se vuelve gris. Acá, la tierra es fina y seca como la harina.

Enfrente, en los otros puestos, también suena folclore. Por momentos las melodías se entrecruzan –también los olores- y forman un bullicio del que es complicado escapar. Sobre todo si se ha tomado un poco. En estos días pasarse con el alcohol forma parte de las reglas, del festejo, es necesario para aguantar las garras del sol, para no dejar de sonreír nunca, para que la fiesta no decaiga. En diez minutos exactos, cualquiera de los puestos de bebida llega a vender 41 vasos -con capacidad de litro- de cerveza, fernet con coca o vino. Y así todo el día y toda la noche, hasta la madrugada, cuando el sol santiagueño se empieza a asomar nuevamente.

Entonces comienzan los festejos de un nuevo día que tiene como atracción principal a una comparsa de mamados. Los hombres buscan la pared más cercana y mean con la cabeza echada hacia atrás. Las mujeres aguantan o corren en busca de un pozo que detrás de alguna lona actúe de inodoro. Después vuelven a comprar más bebida. Un litro de cerveza cuesta entre 18 y 25 pesos, depende del lugar donde se la compre. Es común ver entre la muchedumbre a chicos pequeños que ofrecen precios bajos de alcohol, que se pueden conseguir más allá de las tres cuadras de fiesta, en la ventana de alguna casita que expende cerveza Norte y otras yerbas. Esos mismos niños son los que, a cambio de un par de monedas o billetes, se prestan a cargar los bolsos de la gente que llega al barrio y se baja de colectivos desvencijados después de varias horas de viaje. Por lo general, una vez que los visitantes llegan ignoran a los niños que se van amontonando  y comienzan a buscar albergue. Para esta fecha, la gente del barrio pega en la puerta de sus ranchos carteles que ofrecen lugar para acampar o camas para aquellos que pretenden descansar con mayor comodidad (aunque a veces resulten ser sólo colchones en el piso). Quienes buscan un terreno para levantar sus carpas pagan unos 50 pesos el día. Y los que dormirán en camas y bajo techo, entre 100 y 150 pesos. Precios acomodados si se tiene en cuenta que la noche en un hotel medio pelo no baja de los 300 pesos.

A diferencia de otros lugares turísticos, en el barrio Los Lagos de La Banda es notoria la desigualdad entre los lugareños y los que llegan  para quedarse los cuatro días que dura la fiesta. La situación de pobreza es muy marcada, y a veces genera una distancia tensa al momento de entablar una conversación o simplemente cuando se produce un normal y cotidiano cruce de miradas. Los más chiquitos piden monedas sin ver a los ojos y los grandes, sentados bajo la sombra fresca de algún alero, mantienen la mirada para asegurarse de que el turista sepa que este lugar le es ajeno. Acá, el bonaerense que haya nacido hasta en el pueblo más remoto de la provincia siempre será porteño. Y se lo harán notar con un che, porteño al entablar un diálogo o simplemente con ese vistazo que dura unos segundos de más. Maxi Visentini alquila tres habitaciones para dar alojo y cuenta que es la primera vez que lo hace, principalmente para sacar unos pesos. La casa, de ladrillos a la vista y puerta de madera semidura y barnizada, es de las más vistosas en un barrio donde abunda el rancho.

—Yo les recomiendo a todos que cuando baja el sol no crucen las vías y que si van a hacer más de tres o cuatro cuadras se tomen un remís. Capaz que no les pasa nada, pero nunca se sabe. Si van conmigo está todo bien, porque acá me conocen. Pero solos es otra cosa.

Cada dos horas, una dupla de efectivos policiales montados en una moto Yamaha de gran cilindrada recorre las tres cuadras de fiesta. Uno maneja casi a paso de hombre, procurando no pisar a nadie. El otro lleva un arma larga en sus manos y estira el cuello y observa como si buscara culpables. Después de recorrer esos pocos metros de calle de tierra aceleran y se pierden en la avenida 25 de mayo, que conecta al barrio con el centro de la ciudad.

***

—Hijo, vení, ¿Cómo es la actriz esa que el negro siempre me carga?

—Ah, sí, no sé. La Moni sabe.

—Llamámela, llamámela, que le diga al chico.

El chico soy yo. Es la segunda noche que duermo en la casa de Roxana Roldán, una mujer morena, baja y de enormes ojos verdes a quien le encanta contar que tiene un ligero aire a la británica Michelle Fairley, actriz en Harry Potter y otras películas. Sus hijos ríen y aclaran: parecida pero con menos plata.

Los Roldán  forman parte de una de las tantas familias que dan alojo a los visitantes durantes los días que dura la fiesta de la abuela. Por las mañanas Roxana invita con mates espumosos y todas las noches nos sorprende con guisos o tamales. Confiesa que alguna vez tuvo una rotisería y que cocina mejor que los de la tele.

Roxana es una mujer muy amable.

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— ¡Viva la chacarera! ¡Viva Dios! ¡Viva el Papa, aunque sea de San Lorenzo!

La gente oye al borracho y se divierte. El hombre se bambolea de un lado a otro con los brazos abiertos y parece querer mirar al cielo para agradecer, pero la curda se lo impide e intenta voltearlo. Está en cueros y sostiene un vaso de plástico que hasta hace un momento estuvo lleno de cerveza tibia. La borrachera no le impide darse cuenta que generó jolgorio en la gente, y continúa con su show:

— ¡Que venga a bailar chacarera el Papa! Que traiga vino… —dice y se desploma en el piso de tierra, levantando una polvareda que aleja al grupo de personas que se divertía oyéndolo.

A pocos metros de este espectáculo hay otro que concentra a una buena cantidad de personas. Lucas Silva, 9 años, corte taza y paletas pronunciadas, canta una chacarera que hace delirar al público:

Cuando se muera

mi suegra

cuando se muera

mi suegra

cómo me voy alegrar

voy a tirar bomba y cuete

voy a tirar bomba y cuete

y también me voy a machar.

A pesar de la corta edad, dice que toca desde hace cinco años. Y se nota. Sabe cuándo acentuar una palabra, maneja bien los gestos de la cara y las sonrisas ensayadas. Fernando, su padre, está junto a gran parte de la familia Silva en la mesa más próxima al niño, que toca sentado en una silla de plástico blanca y es acompañado por su primo Pablo en la batería. El padre sonríe, canta y con las manos marca los cambios de acordes para que su hijo lo vea y no se pierda. Cuando termina el show, el niño se acerca a la mesa familiar y abraza a su padre y a su madre.

—De la chacarera me gustan las letras y la pasión de la gente cuando aplaude y canta –dice Lucas, con la seguridad de quien ya ha dado muchas entrevistas.

— ¿Qué otro estilo de música escuchas?

—Ninguno. A mi me gusta la chacarera.

La chacarera es una danza americana de cuya historia poco se sabe. Isabel Aretz, unas de las primeras etnomusicólogas que investigó las danzas andinas y americanas, escribió en su libro El folclore musical argentino que “sólo en las “Memorias” de don Florencio Sal aparece entre las danzas que se usaban hacia 1850. En Buenos Aires la menciona ya en 1883 don Ventura R. Lynch, quien cree por error que se trataba de un danzar puramente local, de Dolores. Y en Catamarca la anota Roberto Payró, a fines de siglo, entre otras danzas criollas como la Zamacueca, el Gato, el Escondido, el Palito, la Condición, el Ecuador y el Remedio”. El gaucho era por entonces uno de los más entusiastas cultores de las danzas criollas, sobre todo del Gato, por entonces el baile preferido. “En 1877 Romain D. Aurignac habla de este baile como de una especie de jiga nacional que se practica con un irresistible frenesí, al que contribuye no poco el alcohol”. 

En Argentina, los más representativos de este género musical son los Carabajal, una familia de más de tres generaciones de músicos que renovó la chacarera nacional. Creadores de letras con una poesía despojada y representativa de su tierra, los Carabajal le aportaron al rasguido clásico del género un golpe que si bien respeta el pulso característico de todas las chacareras, le agrega al ritmo una forma más elegante y estilística. El periodista y crítico musical Gabriel Plaza comenta:

—El fenómeno se da en gran parte por lo prolífico de la familia y la gran producción de obra que se ha concebido desde Carlos y Agustín Carabajal hasta la actualidad. Además introdujeron un rasgo de velocidad en su forma de tocar, que le dio al género una vuelta estética renovada. Después está la mística que se creó en torno a cada uno de ellos, que a diferencia de otros músicos se convirtieron en grandes arregladores musicales. Pero lo más importante es que todos han sabido darle un sentido armonioso y estético a cada producción, desde Roberto a Demi, pasando por Peteco, Cuti o Musha.

—El Musha Carabajal es quien lleva adelante los destinos de Los Carabajal, el grupo base de la familia donde estuvo Carlos, Agustín, Peteco, Roberto, yo y otros más. Somos tantos que ya no tenemos nombres sino números. Musha es hijo del número dos de la familia, Enrique Carabajal, que era jugador de Sarmiento. Era el número 5 del equipo, el que paraba la pelota con el pecho y miraba para entregársela mansita a un compañero. Un jugador de clase. Nunca una patada de más —dice Cuti Carabajal

— Como Fernando Redondo —interviene Roberto, su sobrino.

— Nunca una patada de más. Nunca una patada de la cintura para abajo, siempre para arriba.

La gente ríe y aplaude. En el fondo, unas viejas se descostillan de la risa hasta ponerse rojas. Es el día de cumpleaños de la abuela y el patio de la casa Carabajal, ubicada en la ochava de las calles 1ro de mayo e ingeniero Iturbe está colmada de gente que se amontona, como en un recital de rock, para ver a sus ídolos. El patio es un espacio rectangular donde han instalado una barra y tablones donde la gente almuerza, bebe vino y cervezas o toma mates. En las paredes hay frases escritas en letras rojas de trazo aniñado, citas de algunas de las canciones creadas por los Carabajal que remiten a la filosofía de vida santiagueña, concebida bajo las influencias de la pobreza, la vida familiar, el pueblo y la naturaleza. A un costado del patio la familia montó un pequeño escenario debajo de un Chañar que tiene más de cincuenta años. En ese lugar, todos los 18 de agosto, los Carabajal cantan y deleitan al público con su cancionero. Luego almuerzan y, promediando la tarde, tocan nuevamente en otro escenario, que se levanta afuera, sobre la calle, donde ofrecen un show para una mayor cantidad de personas.

—Nuestro padre vino del sur de La Banda, un lugar que se llamaba la Rubia Moreno. Y nuestra madre de Clodomira, aquí a doce kilómetros. Él tocaba la guitarra y el bandolín en las viejas orquestas de los carnavales. Se ve que ahí la conoció y le dijo: hijos no te van a faltar —dice Cuti, el menor de los hijos de doña María Luisa Paz y el más mimado, según cuentan sus familiares—.  Y la trajo, dicen, a caballo o en algún otro medio de tracción a sangre. Y aquí plantaron la casita humilde. En el barrio había muy pocas familias, cuatro o cinco,  y había un lago artificial aquí a dos cuadras. Era un centro recreativo que hizo un italiano, con botes, puentes y palmeras. En ese tiempo venía la gente del centro de La Banda a pasar un domingo en familia. De ahí quedó el nombre del barrio, Los Lagos.

El primer inspirado de la familia, el que compuso la primera chacarera con sello Carabajal, fue Carlos. El número cinco de la familia tenía en ese tiempo dieciocho años y contaba que le rondaban melodías en la cabeza y que no podía sacarlas de ahí.

—Sobrevolaban como pájaros en su cabeza —dice Cuti. Hasta que alguien le dijo “Carlos, vos no tenés que inspirarte en la cocina o en tu dormitorio. Abrí un catre de esos, acostate y mirá a tu alrededor”. Y así fue. Carlos se acostó y estuvo con la guitarrita todo un día. Cuentan que la mujer le exigía que fuera a trabajar, que la situación no estaba para tocar la guitarra todo el día, que había hijos que alimentar. Pero Carlos insistió y compuso la primera chacarera dedicada a doña Maria Luisa Paz: “A la sombra de mi mamá”.

—La grabó Sandro, Leo Dan, Los romanceros, todo el mundo.

En esa época, en que Sadaic pagaba bien, Carlos cobró bastante y le alcanzó para comprar alpargatas para todos los chicos, cambió la lona del catre, cambió el colchón y se compró un Renault 4L.  También pagó todas las cuentas. La mujer andaba muerta de risa todo el día y cuando lo veía a Carlos caminar por el patio le decía: acostate en el catre y trabajá.

***

Sentado en una sillita ubicada a un metro del televisor, sin pestañear, con las pupilas dilatadas y una mamadera sin pico a punto de volcársele en las piernas, José mira los dibujitos. Mientras tanto, a su alrededor, Roxana Roldán chancletea y fuma, los visitantes hacen cola para ingresar al único baño de la casa y algún vecino entra para saludar o invitar con cerveza fresca.

—José, qué ta haciendo, va volcá tó –dice Blanca y le da un sopapito a su hijo en la nuca, que lo hace irse para adelante como un junco. Luego el niño gira el cuello lento, mira a la madre como drogado y voltea y continúa con el trance.

Blanca es hija adoptiva de Roxana, llegó a la casa cuanto tenía catorce o quince años. Además de atender a su niño, Blanca hace las compras, lava y plancha. Digamos que realiza las tareas que los demás integrantes de la casa no hacen. Es una joven de veintitantos, hija menor de una familia pobre conformada por seis varones, que tuvo a través de la adopción la posibilidad de eludir un futuro, tal vez, poco favorable. A Roxana no le gusta demasiado hablar sobre Blanca, y cuando lo hace responde brevemente, le da una calada a su cigarro y continúa con otro tema.

—Yo también fui periodista –dice.

— ¿Ah si?

—Bueno, periodista… Era locutora en una radio. Pero fue hace mucho, cuando era joven.

Un muchacho espigado, con los ojos amarillentos producto de un hígado en crisis, la escucha y la arenga para que locute la marca de una gaseosa que hay sobre la mesa. Roxana sonríe, finge pudor, da una pitada corta y tira: “Gasesosa Secco Limón, tu mejor sabor”. Los presentes reímos y aplaudimos la parodia. Ella abre la boca grande y ríe, y enseguida quiere festejar: le pega un grito a Blanca para que vaya a comprar cervezas y otras provisiones para la cena. Roxana lleva un escote sugerente, lo bastante marcado como para mostrar que no sólo quiere cocinar esta noche.

***

— Hace unos días estuvo Víctor Heredia aquí en el piso y nos decía que una de las características más impresionantes y llamativas de estos días por allí, por Santiago del Estero, es que no se para nunca –dice el conductor televisivo Nicolás Pauls, en un envío del programa Vivo en Argentina que se hizo en el año 2012 y que ahora se ve en Youtube.

—Sí, prácticamente desde el martes que estamos de festejo. Y esto va a durar seguramente hasta el lunes. Después la gente se vuelve a sus casas pero aquí sigue –cuenta Peteco Carabajal.

¿Es acaso el cumpleaños de la abuela un encuentro de fiesta y dolor? ¿Qué preconceptos, o ideas imaginarias, tienen los visitantes y lugareños sobre esta celebración colectiva que, sin concesiones privadas ni cobro de entradas, regala días y noches de música en un barrio pobre que baila y bebe sin descanso? La gestora cultural y agente de prensa santiagueña Lucrecia Carrillo, explica:

—La fiesta de la abuela es ante todo, un fenómeno popular. Se puede decir que es un fenómeno de generación espontánea. Nunca hubo una decisión planificada de que una fiesta familiar -como lo era o sigue siendo en su esencia, el cumpleaños de la abuela de la familia- se transformara en un hito en el almanaque folklórico del país. Por supuesto que con el tiempo fue organizándose como mejor se pudo, pero creo que su alma está, justamente, en ese espíritu caótico y salvaje. Cualquier intento por ordenarlo, organizarlo y estructurarlo destruye su carácter de fiesta popular. No digo que esté mal intentar transformarla en un festival o un evento más formal, pero hay que ser conscientes de que la alquimia elimina la pureza. Puede sonar romántico lo que digo, pero creo que la  fiesta de la abuela es el último fogón anarquista del folclore.

Y por ello mismo, por esa vena popular desgarrada y expuesta, es que el barrio Los Lagos no logra disimular sus ardores. La prosperidad espera a lo lejos, pero la fiesta sigue ahí, como un destino mágico por venir. Acaso sean los Carabajal una voz de resistencia mientras el mito se sigue escribiendo.

—Creo que la fiesta de la abuela –continúa Lucrecia Carrillo- es una fotografía bastante nítida de la realidad santiagueña. Bastante cruda. De sus tesoros culturales junto a sus carencias sociales. Para quien va y mira con apenas detenimiento, esto es evidente. Durante esos días Santiago tiene mucho espíritu de carnaval. Hay una alegría exagerada, efervescente, pero que nace de un profundo amor por la propia identidad. Son estas celebraciones donde el santiagueño se permite estar orgulloso de su ser. Pero cuando se asienta la polvareda es cuando hay que seguir fortaleciendo esa identidad.

***

—Y… el barrio queda triste. Los días más alegres del año son éstos –cuenta Roxana Roldán mientras busca dentro de una caja un frasco de Pervinox. Su hijo se clavó un vidrio mientras bailaba una chacarera descalzo, afuera de la casa de los Carabajal. Ahora duerme borracho sobre un colchón ubicado en el garage de la casa.

Los ojos verdes de Roxana reflejan melancolía. Sabe que después de esta noche, en unas horas, por la mañana, nos iremos de su casa y volveremos el próximo año. O también puede ser que no volvamos. Cerca de las 21 cenaremos el último guiso y con un grupo de gente iremos a la fiesta del violinista, en el Club Ciclista Olímpico de la ciudad. Blanca acaba de llegar de la calle y dice, en su vocabulario inconexo, que el escenario montado afuera de la casa de la abuela se desplomó y que la Graciela Carabajal se golpeó y lloró. Mientras lo cuenta se mata de la risa.

Esta tarde estuvo en la casa de la abuela — donde ahora vive Pablo Carabajal junto a su esposa e hijos—, la gobernadora de Santiago del Estero, Claudia Ledesma Abdala junto al senador nacional y exgobernador Gerardo Zamora. En una entrevista para el sitio Diario Panorama, Ledesma Abdala dijo: “Esto revaloriza la cultura tan rica que tenemos los santiagueños y bandeños. Agradecemos a los que nos visitan de otras provincias del país y los invitamos a volver porque las puertas siempre van a estar abiertas. Es un orgullo para nosotros que vengan a compartir nuestro tesoro más preciado que es la hospitalidad”.

— ¿Y a esa no le pasó nada? –pregunta Roxana.

—No, no, a la Graciela nomá –dice Blanca.

—Qué lástima- retruca, y suelta el humo del cigarro al cielo.

***

A pocas horas de que todo termine, Los Lagos se convierte en un sitio de cuerpos entregados al cansancio. Ya comienzan a verse los primeros abatidos, los que se han rendido ante la furia del alcohol después de varios días de juerga. Algunos renquean; otros balbucean y, asqueados, se agarran la panza. Por primera vez en muchos días aparecen algunas botellas de agua o gaseosas saborizadas. Pero la música sigue. Se escuchan los bombos retumbar y voces quebradas que cantan bagualas y zambas con el goce de los primeros días. Es la última noche y la fiesta del violinista está colmada, cientos de personas se han quedado afuera y armaron su propia reunión entre el humo de los choripanes y las milanesas fritas. El calor dentro del Club Ciclista Olímpico -que se ubica a pocas cuadras de la casa de la abuela- es insoportable: dificulta la respiración e invita a seguir tomando cerveza fresca. Un bife tirado al aire podría volver cocido antes de que toque el piso. La gente está cansada y se nota a simple vista. Mientras la música de distintos grupos que pasan por el escenario suena, muchos conversan. Desde hace unas horas corre un rumor: se comenta que la noche anterior murió una persona en una peña de Santiago del Estero Capital y que el show continuó hasta el amanecer. Luego de lo sucedido supe que el espectáculo en realidad se canceló, que el fallecido era periodista de Página/12 y que estaba de paseo con un grupo de personas que estudiaban danza folklórica en Buenos Aires.

El extenuante calor y los ánimos fatigados hacen que a las cuatro de la madrugada la gente comience lentamente a abandonar el Club. Muchos deciden irse para descansar un par de horas y poder emprender el camino de vuelta, por la mañana, de la mejor manera.

A través de las ventanas de la casa de Roxana Roldán se ven luces prendidas.

 Luego de dos o tres golpes, aparece tras la puerta con su sonrisa ensayada. Tiene un jean azul oscuro ceñido y una blusa fucsia que le transparenta el corpiño. Extrañamente, no está fumando. Mientras algunos enfilan hacía sus habitaciones y otros van al baño, me siento en uno de los dos sillones de hierro que hay en la galería de la casa. Enfrente, el televisor con una película clase B sobre mujeres culonas y narcos.

— ¿Estuvo bien la fiesta? –pregunta Roxana

—Sí, bastante bien, pero hacia mucho calor y la gente se fue rápido –le digo

—Ahhhh.

Silencio.

Roxana levanta el cuello y echa unas miradas para el lado del baño y las habitaciones.

—Yo, cuando era joven, era un hembrón –dice cambiando el tono de voz. A mi nariz llega el olor ácido de un aliento viciado de tabaco—.Tenía el cuerpo en forma de tanto hacerlo.

Mi risa la descoloca. Entiendo, entonces, que no bromea y que sus intenciones son claramente de arrumaco. Aprieto fuerte el apoyabrazos del sillón y clavo la vista en la película clase B.

—Porque yo –continúa Roxana, pero ahora con un dejo de violencia en su voz- no soy ninguna vaca echada.

Y se calla como quien espera una respuesta, una señal. Sonrío y miro la hora. Digo algo, quién sabe qué. Es el momento más tenso luego de cuatro días de festejos salvajes. Entonces Roxana va hasta la mesa, agarra el paquete de cigarros y se va al fondo de la casa, adonde está su habitación.

Allá.

***

Pancho corre bajo el cielo estrellado y le tira los hielos del fernet a un motor en llamas. Son las 5:40 de la madrugada, justo cuando el cielo comienza a clarear y la bruma matinal se vuelve espesa. Estoy a punto de ver el amanecer a la vera de la Ruta Nacional 9 -a la altura de la ciudad de San Pedro- empapado y chapoteando barro, cubierto con una manta, con cincuenta personas tosiendo a mi alrededor. Nunca imaginé que el colectivo de Pancho, en su vuelta a Capital, iba tirarse a la banquina a mitad de la noche, ni que se iba a incendiar en cuestión de segundos. Gritos, humo, barro, Pancho buscando un matafuegos que nunca existió y rescatando bolsos, guitarras y bombos. Después, los bomberos y una espera que se hace eterna mientras aguardamos la llegada de un nuevo colectivo que nos deposite en el barrio de Flores. Tengo el hígado intoxicado por litros de alcohol, dormí no más de un puñado de horas durante los últimos cuatro días, bailé chacarera descalzo, me rompí los pies, me quejé y me miraron mal, conocí a los Carabajal. Conocí a Roxana.

 Ahora el reloj da las 6:30. La gente putea a Pancho y tose y se queja debajo de frazadas mojadas. Un flaco de barba tupida agarra el único bombo que se salvó y, ante la mirada furtiva de todos, a pesar del fuego, la bruma, el barro y la desolación, empuña fuerte los palillos y empieza a tocar la última chacarera.

Y todos cantamos con él.

Andrés Pinotti es licenciado en Comunicación Social, periodista y docente: @andrespinotti en Instagram.