Truman Mag

Revista de Ideas

Pensamiento Recorte de archivo

Notas de un hueso roto

No cambié rotundamente después de la primera, ni de la segunda, ni de la tercera, ni de la cuarta vez que se me rompió el corazón. No cambié rotundamente después de la muerte de mi abuela y de haberla ayudado a morirse. Ni después de escribir una novela. Ni de haberme caído de un techo y salvado de fracturarme el cráneo. No cambié rotundamente después de haber hecho yoga, teatro, danza, improvisación, ayahuasca, hongos, viajes largos, cortos, pepas, monte, selva, cristales, temazcales, limpiezas, respiraciones que alteran los estados de conciencia. No soy de esas personas a las que un suceso las cambia rotundamente como si dejaran de ser quiénes eran. Me encantaría volverme una versión original de mí.

El médico de guardia traumatológica me recibió negando con la cabeza y poniendo cara de lástima: te fracturaste el húmero. Yo te subiría al quirófano ahora mismo. Me hizo un vendaje Velpeau porque era de madrugada y no podía comprar un cabestrillo en ningún lado.

El dolor de un hueso roto no se parece a ningún otro dolor. Una distorsión que atraviesa el hueso desde adentro del hueso mismo. Yo respiraba como una mamífera a punto de parir. Exhalaba. Gemía. Balbuceaba onomatopeyas agudas y graves acostada en el piso sin moverme un centímetro.

Antes de fracturarme el brazo se fracturó una relación que nació y murió en el año más raro del mundo. La última anotación antes del accidente dice: quiero hacer cosas con vos como podar las plantas cocinar empanadas de carne vaciar un cuarto lleno de nada. Esto no es una declaración de amor.


Volví de Chapadmalal con el húmero fracturado. Hoy tengo que ir a la consulta con el traumatólogo que me va a atender. Ya tres consultas rápidas que hice por whatsapp, a partir de la placa que me hicieron en la guardia de Mar del Plata, propusieron cirugía. No me imagino lo que va a ser este periodo de inmovilidad en donde no puedo escribir. O al menos escribir como conozco. Quizás leer. Quizás entrar en silencio. Seguro extrañar mi cuerpo desplazándose, me gusta cómo me muevo. Me abro a esto como me abro a la vida: con cierta fe en el porvenir.

No puedo firmar las órdenes médicas con la derecha. Hago lo que puedo con la izquierda. Todos dicen: ‘seguro ahora vas a desarrollar habilidades con la otra mano’. No creo, pienso yo. Soy bastante buena escribiendo con la izquierda. Cada tanto practicaba. Me gusta hacer cosas inútiles.

El cabestrillo me hace sentir segura. También se llama Velpeau, como la venda, como un hombre que se destacó como anatomista y cirujano en el siglo XIX en París. Hombre, París, siglo XIX. Todas las cosas se llaman en homenaje a un hombre del siglo XIX. 

Voy desconfiada al médico. Es hombre. Es médico.

Alfred Armand Louis Marie Velpeau (1795-1867) se doctoró en medicina y fue cirujano clínico en un hospital importante en París hasta que se murió. Formó parte de la Academia Francesa de las Ciencias. Entre otros descubrimientos que llevan su nombre, el vendaje Velpeau inmobiliza el brazo contra el pecho evitando la movilidad hasta que se indique tratamiento.

Mi mamá me acompaña y pregunta cosas que yo no necesito preguntar. Siempre nos pasa: ella pregunta cosas en el aeropuerto, en un hotel, en un hospital, en cualquier parte y yo no necesito preguntar. Soy de las que cree que lo puede descifrar sola. O que no me van a dar respuestas. Ella es más pragmática o más ingenua.

El médico es joven, me cae bien, es simpático, es humano. No se anima a cortarme la polera mangas largas con la que me accidenté. Le pido por favor que la corte con tijera pero que no intente sacármela. Agarra una tijera y se detiene. Mejor sacátela en tu casa, no hace falta, es medio violento. Si hay consentimiento no es violencia, sonrío.

La polera me la corta en casa mi mamá.

Hay que operar. El lunes lo veo al médico así me hace las órdenes y hago el trámite de autorización en la obra social. Yo que quería bajarme del plan. Volver a ocupar el hospital público como política. Obedecer lo que está dado es ahora mi política.

Mi mamá cree que soy sucia porque la sangre menstrual manchó mi bombacha. No puedo ponerme la copa con la mano derecha inmovilizada. Tengo que aprender muchas cosas con la izquierda. No soporto ponerme una toallita: molesta, tiene humedad, se pegotea, hace un ruido y genera un olor que no viene de mi cuerpo. Prefiero que la sangre manche la bombacha, digo. Ella se enoja.

Me dieron Tramadol. Opioides. Morfina. Sé perfecto lo que hace la morfina. La protagonista de mi novela roba morfina para poder matar a su abuela que está sufriendo. Un hombre que amé se fue a investigar los efectos de la epidemia de los opioides a Estados Unidos y yo lo seguí. Me fui a vivir a Philadelphia mientras él visitaba los refugios de adictos. Se hizo amigo de uno que muchos años después le seguía escribiendo. Todos los casos eran de personas que habían tenido accidentes y dolores crónicos y habían sido recetadas con ‘painkillers’ durante un periodo sostenido de tiempo. Al año, ya adictos, volvían al médico que decidía no renovarles la receta. Y entonces ya  sin receta, sin familia, sin trabajo, sin casa, sin pastillas, se pasaban a la heroína. La bolsita de heroína costaba nueve dólares, creo. Voy a tomar el tramadol solo si es muy necesario. O tomarlo lo menos posible. 

Mi mamá está nerviosa porque tiene mucho trabajo y también se tiene que ocupar de mí. Me baña. Me peina. Me lava la cabeza. Me viste. Me desviste. Me pone el cabestrillo. Me lo saca. Me trae comida a la cama. Me lava la bombacha. La cuelga. Me trae te caliente a la cama. Me alcanza pastillas y vasos de agua.

Un día entero esperando mails de la obra social. Me tienen que dar el ok para operarme mañana porque sino tengo que esperar una semana más. Asumo que eso no va a pasar.

Son las siete de la mañana y estoy yendo a la clínica. Me hacen pasar a un vestuario en el quirófano. Me quedo sola, no puedo sacarme el pantalón. Me duele mucho. Repito: soy discípula de la realidad, soy discípula de la realidad, soy discípula de la realidad.

Al anestesista le pedí hacer algo bueno de esto y que por lo menos me recete drogas duras. También que no hablarán de minas y fútbol con el médico mientras me operaban .Que mejor de paisajes, viajes, sueños. “Ah no eso nos da demasiado miedo”, dijo y sonrió. Me quedé dormida.

Me pusieron una placa de titanio y ocho tornillos en el brazo derecho.

Tengo la mano derecha hinchada y dormida con olor a pervinox seco. Es un olor que conozco porque a mi abuela la bañaban en ese líquido cuando su piel ya casi había desaparecido por completo. La extraño. Huelo mi mano como cuando olía la cabeza pelada de mi abuela. Cierro los ojos y me imagino dándole un beso.

Mis amigas me mandaron una caja de bombones Rapa Nui. Mis amigas me aman.

Opioides y Thivery Corporation.

Ahora entiendo porqué la gente se queda pegada.

Hablo con el amigo de un amigo que también se fracturó y hablamos de huesos, de fotos morbosas, de la logística de no tener una mano o un brazo. Nos pasamos fotos de cicatrices y cartílagos.

Hay una abeja en la ventana. Veo la textura peluda que la envuelve. Es gigante. Conectamos.

Hablo con una prima lejana de 18 años que hace meses me escribe para “charlar de su crisis vocacional”, me re-encuentra con algo de esa que fui y de la que soy. Le dije que se vaya de viaje o que no haga nada por un tiempo. Lo que tendría que haber hecho yo.

If it makes you happy / Then why the hell are you so sad?, Sheryl Crow.

Escribí una novela, entre otras cosas, como revancha contra la medicina alopática en la etapa final de la enfermedad innombrable de mi abuela. Fui al traumatólogo. Me operó la fractura de húmero y solo pienso: es un artista. La realidad es un vidrio esmerilado de matices.

Extraño a mi abuela diciendo “te conozco mascarita” mientras mira para otro lado.

Claudia, mi psicóloga dice que es bueno no haberme culpado por el accidente. Que logré operarme muy rápido. Y que además de todo, esto implica volver a mirar algo de la dinámica de mi vínculo materno. Estoy cansada.

Los opioides tienen un efecto lisérgico antes de mandarte a dormir, antes de expulsarte del mundo. No sentís el cuerpo. Flotás.

No sostengo más mi existencia. Bajo las persianas. Miro Kiki de Miyazaki. Lloro. ¿Voy a encontrarmi poder mágico?

Solamente estoy practicando hacer lo que se me canta el culo. No es fácil. También estoy practicando dejar el teléfono y ponerme a leer la pila de libros que traje a lo de mi mamá.

En el pulmón del edifico de la casa de mi mamá suena Zombie de Cranberries y sigo en la cama. Es 1994.

Es muy fuerte mirarme la cicatriz. Cada vez que salgo del médico me quedo llorando. Cómo si se activara algo al mirar la piel cortada. La grieta. El hueco. La piel tajada que intenta zurcir. Cuántas capas atravesó el bisturí. 

Lloré con toda mi fuerza en el bar Dandy de avenida Libertador y Coronel Díaz, antes de volver al escritorio que mi mamá convirtió en cuarto para mí, mientras tomaba un cortado. Lloré por todo lo que está puesto en pausa. Por todo lo que ya no es. Y no será.

Quiero recuperar mi brazo para cocinar, escribir, tocar, bailar, levantar, abrazar. Quiero recuperar mi brazo para amar, soy buena amando. Me imagino desnuda con el brazo inmóvil, la cicatriz que tira, mi cuerpo y otro cuerpo.

Estoy practicando mirarme con la poesía que aplico a las flores secas: me gustan más por sus retazos de muerte. Me cuesta.

También estoy practicando escribir con la mano izquierda. Me cuesta.

‘La herida de amor: una abertura radical que no llega a cerrarse, y por la que el sujeto fluye, constituyéndose como sujeto en este fluir mismo”, dice Barthes.

¿Cuáles son las heridas que nos constituyen?

Descubro a Vivian Abenshushan, me alegra, me abre nuevos sentidos:  Dedico mucho tiempo a resolver el carácter operativo del libro que comienza. Busco una función organizadora del material que sea, al mismo tiempo, una función desorganizadora del material. No sólo para la escritura, también para la lectura. Emprender la preparación de la no-novela, la preparación de lo que no será.

Me bañé. La piel se aflojó. La cicatriz está abierta y borrosa. La carne es rosada como la de mi cuerpo. Los bordes están inflamados por la humedad de la carne que todavía no seca. Que todavía no astringió. 

‘Escribir, tocar el cuerpo’ dice Jean Luc Nancy.

Cierro los ojos escucho el latido del corazón. Retumba en las orejas. Entra oxígeno por las fosas nasales y laten. El corazón también está en los ojos, en la cabeza, en los párpados. 

Sylvia Plath escribió en su diario en 1955: Querido doctor, me encuentro muy mal. Siento como si estuviera en el estómago de un corazón que palpita y me engaña. De pronto los simples rituales cotidianos se me resisten como un caballo encabritado.

Decir lo inevitable. No decir nada.

“Si vas a venir a mi casa a criticar mi proceso de envejecimiento, te vas”, dice mi madre mientras me trata de depilar una axila enjabonada con la maquinita de afeitarque tiene la tapa de plástico puesta. A la otra axila, la del brazo roto, le dejo crecer el pelo. Nunca los tuve tan largos y tan suaves.

Con Juan, el médico, vemos las imágenes de la placa que se apoya sobre mi hueso y ocho tornillos que la atraviesan. Soy cyborg. Soy Sarah Connor. Cada semana le muestro mi cicatriz y para eso tengo que desnudarme. Me desabrocho la camisa, me da frío, se me endurece el pezón y quedo parada con mi cicatriz en frente suyo. Él rápidamente habla de que todo viene bien. Evitamos mirarnos.

Ayer viernes hubo mucha humedad y llovió todo el día. Sentí la cicatriz tirante. Ardía como un grito. Los tornillos apretaban el hueso y me obligaban a rendirme. Quizás es eso: rendirse a los pies del momento. 

Escribí con la mano izquierda. Mi letra es temblorosa. Mi cuaderno dice: abrir una sección del fichero dedicado a investigarme a mí misma. Mary Beth Edison caja 1972. Gender Party.

Una amiga que cuando éramos muy jóvenes se drogaba mucho, cuando fuimos jóvenes dijo: ya no me drogo más porque descubrí que respirar es lo mismo. Hoy, respirando sentí a mis manos escuchar como mis oídos.

Natacha Voliakovsky @N_Voliakovsky May 28: El silencio también es un derecho

Quiero dejar de leer mensajes de chat y de zooms. Quiero cerrar los ojos y respirar, escuchar el aire y no ser nadie. Quiero dejar de mirar con los ojos y hacerlo con las manos. 

El húmero es el hueso del brazo. El hueso que sostiene. Un modo de sostener formas y creencias. El húmero afecta toda la cintura escapular. La cintura escapular es el segmento proximal del miembro superior. Se extiende desde la base del cuello hasta el borde superior del músculo pectoral mayor.

Miro a Olivia y me acuerdo de pensamientos que tuve conociendo el mundo. El tenedor es una invento horrible. Esas puntas tienen que entrar por la boca y rozar la lengua.

Fase corte de pelo carré.

Soñé que me perseguía migraciones porque no tenía el pasaporte para entrar a España.

Ah bueno, ahora escribo con la misma letra que mi mamá, ¿esto también puede pasar?

Hablé con G. No hablábamos desde febrero cuando me llamó para contarme que se había muerto de covid su papá.

C de Carré

El pelo corto te despeja el cuello y me dan más ganas de morderlo, dijo mientras nos apurábamos a salir de la cama. Me corté el pelo con la mujer que peinó a mi abuela la última vez que fue a una fiesta. Aunque ya no tenía pelo, Ale le puso un turbante negro que cosió ella misma y Cruz le dibujó las cejas. Mientras, yo me vestía para el casamiento de mi hermano como si fuese a mi propia alfombra roja. Me corté el pelo carré con la mujer que la peinó a mi abuela para su última fiesta. Como una plegaria alternativa para invocarme otra.

Escucho un audio que grabé caminando por los acantilados antes de fracturame: el deseo es lo que arde. Sonidos demar,viento. Mar. Mar. Mar. Tos. El deseo es lo que arde, digo. Sigo en silencio.

La cintura escapular se encuentra formada por la escápula y la clavícula. Se divide en tres regiones: anterior o axilar, media o deltoidea y posterior o escapular. La cintura escapular protege el corazón.

Qué suerte, tengo pava eléctrica.

El médico dice que mi cuerpo es fuerte, que fue una fractura complicada. Los ruidos secos que me sorprenden son desprendimientos de tejidos que se están aflojando en el brazo.

Voy a picar cebolla por primera vez.

Sofía Almiroty es periodista y escritora. Es licenciada en Comunicación Social y Magíster en Escritura Creativa (UNTREF). Trabajó como colaboradora para revistas como La Nación y ahora coordina un proyecto documental en formato de podcast. Formó parte de grupos de investigación en relación al cuerpo y la escritura como dispositivos expresivos. Brinda consultorías de comunicación y narrativas y da talleres de escritura. Mala Carne es su primera novela.

Lena Borsarelli es pianista, dibujante y fotógrafa. Realiza animaciones con técnica tradicional y ha colaborado en proyectos musicales y audiovisuales.