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Apps de productividad: las nuevas prótesis de la era posindustrial

Así como el smartphone es un apéndice comunicativo que consiguió llevar más lejos que nunca nuestras (potenciales) posibilidades de interacción, una app es una función-apéndice que tiene el fin de resolver necesidades. Algunas de esas aplicaciones se ocupan de resolver los mismos inconvenientes que genera la enorme amalgasa de información y contenido llamativo que nos llega y que salimos a buscar en la Internet de las cosas. Una problemática que no es nueva, pero que se ha pronunciado bastante en los últimos años, cuando la autoexplotación comenzó a ser un hecho y los niveles de ansiedad respecto a la imposibilidad de resistir un fracaso se elevaron más que en ningún otro momento de la historia.

Las apps hacen de intermediarios entre lo que necesitamos y nosotros, maniatando en medio al mensajero. Aplicaciones que claman servirnos para identificar plantas a través de la recopilación de información colectiva que los usuarios van agregando a la plataforma cuando identifican ejemplares de sus propios balcones nos ahorran el compromiso tedioso de buscar a un especialista para saber qué le pasa a nuestro Mburucuyá. Deliverys de comida que nos presentan un gigantesco catálogo de posibilidades para la cena sobre los hombros de trabajadores cuya responsabilidad por su propia seguridad es la única garantía laboral que tienen.

El Tesoro de la Juventud, enciclopedia con la que se crió toda una generación de habla hispana en los años 20′ del siglo pasado’, contenía una breve historia motivacional: un joven chino quiere destacarse en sus estudios, pero su familia es pobre y debe trabajar durante el día y estudiar de madrugada sin tener la posibilidad de dormir las horas suficientes. Mientras lee, el estudiante se deja crecer la coleta y ata su mechón de pelo a una viga del techo para que cada vez que dé una cabezada por el sueño el tirón lo despierte. El cuento concluye diciendo que “finalmente llegó a ser un gran mandarín”.

Si bien la presión de los exámenes finales y la moral necesidad de verse libre de grasa corporal no son una novedad absoluta (la parábola del chino lo demuestra, aunque en su época era considerada un exotismo propio de “esa civilización rara donde se matan trabajando”), es cierto que nuestros tiempos han interiorizado la responsabilidad por el futuro a niveles patológicos, revelándonos como supuestos y únicos culpables de nuestro fracaso. En este contexto surgen las apps de productividad. Desde el más que útil método Pomodoro (un cronómetro que nos marca 25 minutos en los que deberemos trabajar seguido por cinco minutos de descanso para repetir el ciclo) hasta verdaderos planes de coaching automatizados que nos enseñan a desayunar todas las mañanas y ser agradecidos por las noches, las apps de productividad nos ofrecen subsanar las falencias que tenemos para encajar en el zeitgeist de la era.

Algunas (y tal vez la mayoría) de las apps de productividad intermedian entre un universo de frases motivacionales al estilo de la mentalidad de tiburón, que también moldea una filosofía oriental idealizada hasta arribar a lo naive. Salpicada por modelos de éxito que provienen del mundo de las financias y las inversiones de corto plazo. Gurúes del fitness y el trekking, más famosos por sus libros que por su actividad deportiva. Este discurso entre meritócrata y new age está presente en aplicaciones para dejar de beber alcohol, dejar de ver pornografía, hacer ejercicio y la reina de todas las dietas: el ayuno intermitente, que muchas veces enmascara trastornos alimenticios.

Estos mensajes en muchas ocasiones se llevan a patadas con la realidad.  “Yo solo me siento en mi oficina y leo todo el día”, nos repite la aplicación Fabulous que dice Warren Buffet, uno de los inversores profesionales con más capital en el mundo. Un oficinista podría estar 100% de acuerdo con la necesidad de llevar esta directiva adelante, pero seguramente sus jefes  y compañeros de trabajo no vean con buenos ojos que a las once de la mañana se recueste en el escritorio con la nariz metida en la biografía de Steve Jobs.

Pero las apps de productividad también nos enseñan a disfrutar del ocio. No es menor este punto cuando nos referimos a aplicaciones a las que se llega con la intención de resolver una supuesta falencia en nosotros mismos. En una época en la que el imperativo de productividad permeó a las áreas de nuestras vidas que habíamos conquistado para nosotros desde que dividimos el día en tramos de ocho horas y la semana en tramos de cinco y dos días, estas aplicaciones nos recuerdan que la distensión y los afectos son parte del “ser productivos”, como si no se tratase de uno de los rasgos más humanos por excelencia.

Más que un apéndice, las apps de productividad son una suerte de prótesis. Una síntesis de la paradoja humana posindustrial, que genera tanto servicio como precarización y que busca soluciones a los problemáticos restos indivisibles que va dejando por el camino. La adicción al teléfono, la presión por no caer en la pobreza, el imperativo de conseguir cierto status a partir de proyectos personales y la velocidad de la vida diaria se resuelve con más uso del teléfono, más preocupación por nuestros hábitos, más proyectos personales. Como un monje tibetano mal entendido que meditase para que los visitantes del templo le tiren monedas, las apps de productividad nos ofrecen una iluminación a medias, probar el camino de los exitosos para decir que por lo menos intentamos ser un modelo de éxito.

Elías Fernández Casella es escritor, periodista, Comunicación Social (UBA). Seleccionado en la Bienal de Arte Joven 2019. Instagram: @fechoriasinofensivas. YouTube: Fechorías Inofensivas.

La ilustración es de Diego Astarita (@astadiego).