Pocas películas narran los procesos de degradación de una sociedad de una forma tan conmovedora como “La lengua de las mariposas” (basada en cuentos del escritor gallego Manuel Rivas). La icónica escena final –spoiler alert– muestra el grado de penetración del fascismo franquista, la entrada de España a la barbarie. Moncho, el protagonista, un chico de ocho años, asiste junto a su familia al acto humillante del desfile de “los rojos”, “los anarquistas”, que son obligados a caminar entre la muchedumbre hacia el camión que los conducirá a la prisión. La madre se agacha hacia el hijo: “Tú también Moncho, ¡grítale tú también!”, y después de asomarse un gesto contrariado en él, Moncho se lanza a los insultos: “Ateo! Ateo! Rojo!”. Luego el camión, con el acoplado abarrotado de prisioneros, arranca su marcha y son los más chicos los que toman el relevo de la violencia, corren tras el camión, agarran piedras del suelo, Moncho se suma a la horda y lanza la suya.
Sostenía Freud, en “El malestar en la cultura”, que “el primer humano que insultó a su enemigo, en lugar de arrojarle una piedra, fue el fundador de la civilización”. Y agregaba que “la civilización está permanentemente amenazada de desintegración debido a la hostilidad primaria del hombre”. La escena aludida es oportuna porque el tema que nos interesa es la lengua, el odio inseminado en la lengua de nuestra época. La concepción freudiana acerca de la cultura transmite lo esencial de lo simbólico, la intermediación simbólica como un elemento fundamental para la interrelación cultural y social. Toda espiral decadente de una cultura comienza petrificando el lenguaje. Si la definición de Freud supone un pasaje del acto físico de arrojar una piedra al acto verbal de insultar, las épocas de barbarie se definen por recorrer el camino inverso, el de la progresiva petrificación de las palabras. El fascismo hace de las palabras piedras para arrojar. El protagonista infantil de la película termina arrojando una piedra como una continuación del arrojo de insultos, que se repiten y multiplican hasta empujar al acto que expresa el odio físicamente.
Liquidar. Destruir. Aniquilar. Demoler. Humillar. Destrozar. Fulminar. Estos verbos, generalmente acompañados de adjetivaciones denigrantes –zurdo, feminazi, bruta y una larga lista de estigmatizacione–- ya hace un buen tiempo son moneda corriente, sobre todo en Youtube, pero también en otras redes. Abundan en los títulos de videos de los cada vez más variados influencers que tiene la ultraderecha en Argentina y que encuentran en la red de los videos –y también en Twitter– sus principales medios de difusión. La provocación es su principal estrategia. Generan una suerte de goce sádico en sus seguidores al tiempo que una indignación en sus detractores. Ambos efectos alimentan su circulación algorítmica.
Es en este plano del lenguaje y de la estética en donde resulta más notoria la diferencia entre la derecha y la ultra-derecha, o derecha border. Esta última alcanza a las sensibilidades juveniles con mayor eficacia, al captar tendencias emergentes con las que la derecha tradicional no ha sabido –hasta el momento– articular. Se ocupa de interpelarlas a partir del empleo de códigos propios de diferentes identidades juveniles o de dialogar con tendencias que son furor entre sectores de la juventud, como por ejemplo la apuesta por las criptomonedas. Muchas discusiones protagonizadas por estos referentes mediáticos y políticos de la “madriguera”(una forma de denominar a las redes y su operatoria algorítmica) son presentadas en Youtube como “combates”, utilizando gráficas de videojuego, un código propio de gamers. Estas corrientes políticas detectan esas tendencias sub-representadas en otros medios como la radio, la televisión o la prensa gráfica. La ultraderecha crece desde esas catacumbas y en buena medida por ello la jerga que utilizan resulta ajena para quien suele manejarse con los medios tradicionales. Una particularidad de estas nuevas prácticas e identidades es la ludificación de la economía. La práctica de la inversión en criptomonedas –un poco como tener un casino en el bolsillo– o la monetización de la práctica de jugar impone una instantaneidad permanente, siendo actividades que operan a través de una agresiva captura de las subjetividades.
Así como la derecha macrista fue hábil en identificar la necesidad de desarrollar una estrategia comunicacional cibernética, la ultraderecha también captó esa necesidad, pero desarrollándola con más desfachatez. Aún con toda la impudicia que caracterizó al anterior gobierno, sus estrategias comunicacionales –al lado de las desarrolladas por la ultraderecha- parecen pudorosas. El macrismo desarrolló la inoculación del odio en la sociedad de un modo más cínico, más anónimo. Peña Braun es como aquél que arroja la piedra y esconde la mano. Implementó una política del odio desde su búnker de trolls mientras en público procuraba impostar el semblante de persona decente y parsimoniosa. Muy por el contrario, los personajes de la nueva derecha –tanto los que tienen abundante presencia en televisión como aquéllos que tienen un perfil influencer más vinculado a las redes– asumen sin pudor su protagonismo en la diseminación del odio. Si el macrismo permitió la salida del clóset de muchos fascistas, para otros tantos parece ser que esa salida no fue suficiente. Y esa sed de violencia encuentra en personajes como Milei, Espert, Agustín Laje, El Presto y un largo etcétera, una vía de ser colmada.
Sólo que esa sed de violencia resulta insaciable, y la retórica de estos personajes convoca cada vez más a un pasaje al acto. Empujan el lenguaje a un abismo y en esas lenguas que copian los insultos que escuchan, se delinea muy cercano el gesto de arrojar otra cosa, ya no palabras, sino piedras. La tendencia a pasar al acto se explica en buena medida por la repetición, una sobrecarga estimulante que deviene prácticamente traumática. Basta escuchar a lxs manifestantes de marchas anticuarentena al momento de hablar frente a un micrófono. El vómito ininteligible que muchos largan denota ese exceso de maquinación.
Las derechas border expresan algo distinto a la derecha liberal. Y esa diferencia les valió poder conectar con sectores que la derecha liberal nunca logró atraer. El discurso maníaco de la motivación empresarial no es suficiente para encantar a sectores juveniles –tanto precarizados como de clases acomodadas–, que buscan más bien una euforia furiosa. Las derechas border delinean mejor ese imaginario que a la vez que reivindica un individualismo a ultranza coloca al Estado –a cualquier gobierno, aunque sobre todo a los “populismos”– como el enemigo del individuo, y así canaliza ese furor antagonista. El macrismo coqueteó tardíamente con su radicalización. Perdido por perdido, tras la derrota de la PASO, ensayó una bolsonarización que le hizo conocer las calles a sus seguidores, ya en el ocaso de su gobierno. Y, una vez derrotado, colocó a la exponente de esa línea dura (la “Bolsonaro con pollera”) para presidir el partido, en una clara apuesta por la radicalización.
Hay un hilo que conecta fenómenos apartemente alejados como son las fakenews y las criptomonedas. Atravesamos un tiempo signado por la falta de referencias en relación a cuáles son los parámetros de creación de valor. La volatilidad de esas monedas –un mercado que surgió hace poco más de una década y que luego de varios vaivenes tuvo un repunte pronunciado durante la pandemia– alcanza un punto desquiciante. Su valor no es respaldado por nada más que la oferta y la demanda, que dispara y hunde su precio con una velocidad insólita. En un mundo en donde la producción semiótica y la producción económica están cada vez más entrelazados, el valor económico y el valor de la verdad corren la misma suerte. Un rumor, una noticia, pueden hundir cotizaciones. O hacerlas repuntar. En un presente así, el valor de una noticia pierde su ligazón con cualquier elemento de objetividad. Tal como sucede con esas monedas, el valor de una noticia no está respaldado por nada más que por la demanda (las “vistas”, los “me gusta”) que ésta genera. Es en el marco de este caos y de esta ausencia generalizada de referencias que los discursos de estos personajes estrambóticos y violentos encuentran entonces resonancia en la sociedad.
Sin embargo, es oportuno tener en cuenta lo siguiente: el mayor triunfo cultural de las derechas no es cuando aumentan sus seguidores, sino toda vez que logran contaminar a sus detractores, que en ocasiones se ven llevados a operar ellos mismos una degradación en el lenguaje. Las respuestas reactivas y miméticas a la provocación de las derechas tienen todas las de perder. El terreno de la violencia es el terreno de las derechas. En esa espiral, éstas llevan todas las de ganar. Evitar el contagio de esa degradación de la lengua es una de las tareas de toda sensibilidad antifascista y popular.
Alejandro Campos es licenciado en Ciencia Política (FSOC – UBA), especializado en Comunicación, género y sexualidad (FSOC-UBA). Es profesor regular de las materias de filosofía y sociología en Instituto Peac y Comunicación y Cultura en el profesorado Hans Christian Andersen. Coordina talleres de filosofía en espacios culturales. En Instagram, @alexcsly.
Martín Bravo es dibujante, nació en Mar del Plata en 1998 y reparte sus pasiones entre el estudio de Ciencia Política en la UBA, la caricatura y la ilustración periodística (@martinbravoarte).