Los millennials pasamos de moda. Ya no ocupamos caracteres en los titulares de los medios masivos digitales, ya no invierten en nuestra opinión las megaconsultoras corporativas que miden y evalúan la calidad de trabajo de las fuerzas productivas. ¡Denle a los millennials sus tiempos para explorarse a sí mismos! ¡El mundo espera el potencial dormido de los millennials! se leía hasta hace algunos años. Es que estábamos haciendo cosas preciosas: series web en canales de universidades públicas, discos autogestionados y buenísimos, tumblrs profundos y sensibles y superconectados, arte digital inmersivo, recitales de poesía en plazas y centros culturales, de todo.
No lo habíamos siquiera imaginado y ahora resulta tan obvio: todo lo que hicimos en esos años en las redes sociales que supieron hacernos felices, lo que compartimos y likeamos, los grupos que creamos donde socializábamos tan fluidamente como en el aula de la facultad (¡o más!), los recientes stickers que pegábamos como comentarios en un posteo, todo, fue usado en nuestra contra. Ni hace falta que explique cómo o por qué: lo importante es que lo tengamos bien claro y bien presente. La web 2.0 se convirtió en un monstruo horrible, una aspiradora de datos impensados para darle de comer a la máquina de publicidad y desinformación permanente, a los fascismos y las cámaras de eco.
Pero todavía nos quedan los chats. Y esto que voy a decir lo sé porque lo tengo abierto en una pestaña al lado: el 12 de septiembre de 2014, a las 20:37, le pasé un tema de Tobogán Andaluz a mi amigo Bruno por el chat de Facebook. Seguido al link, la conversación se dio de la siguiente manera:
Mateo: siento que esta movida de bandas de indie sensible se está agotando. y creo que 2010-2011 fue medio el auge.
Bruno: bueno, vayamos a ver lo que quedó de esa fiesta en la plata. yo me copo.
Mateo: mal. aguante las decadencias
Bruno: va a estar la pesuti sensible pasada de tristeza en un bar de mala muerte
Ahora que quienes pensábamos que podíamos narrar el mundo nos la dimos de frente contra el paredón de los extremismos, tenemos que tomar una decisión: o nos entregamos, como lo han hecho todas las generaciones que nos precedieron, a la nostalgia inútil y el tanguerismo de manual, o encarnamos nuevamente, aunque más cansados, esa promesa silenciosa que venía encriptada en las tardes de animé en Magic Kids, los Pepsi Music a veinte pesos y los estados de MSN: que nunca seríamos adultos, que nunca le cerraríamos las puertas a las cosas nuevas, que nunca le diríamos a nadie yo a tu edad.
Las personas que me interesan y creo que valen la pena eligen la segunda opción. A mí, lamentablemente, tantísimas veces me es inevitable ir por la primera. Por eso en esta sección vamos a repasar algunas de las canciones y los discos, y tal vez los recitales, de la querida escena independiente local que fueron importantes en la década que ya terminó. La que va del 2010 al 2020, desde el primer sábado de CBC a las 6 am hasta la conferencia de prensa que inauguró la pandemia, la cuarentena, la huella imborrable del encierro.
Y vamos a empezar por el final: el disco Teléfono Blanco de Facu Tobogán, cantante y líder de Tobogán Andaluz, publicado a comienzos de 2019.
Si unimos las trayectorias de Facu y de su banda en una sola –y podemos hacerlo porque se mezclan constantemente–, Teléfono Blanco es el final perfecto de una curva de maduración artística constante y lineal. Aunque con la banda haya sacado un álbum más en 2020, Poesía para Edificios, la realidad es que Teléfono Blanco es el último disco de Facu en donde hay una propuesta contundente y particular, como la que hay en Viaje de Luz o en Feria de Dios y el Cine. Y lo mejor de todo es que es un disco que cobra más sentido y mejor sabor a medida que pasa el tiempo. A la luz de lo que vino, de lo que está pasando, y de lo que probablemente vendrá, Teléfono Blanco parece convertirse en el último grito tímido de (una parte) de una generación que dejó de ser el centro de la escena.
El comienzo de la recta final del disco tiene un tema que se llama Ecos del 93 que es un homenaje a Simple Twist of Fate, de Dylan. Después de la bajada cromática de la intro, Facu afirma: Buenos Aires está okey. La frase es tristísima: la conformidad, el qué va’cer, el aire tanguero en la voz y la presencia del Dylan compungido le dan a esa sentencia el carácter de desilusión que anda dando vueltas por todo el disco. Las referencias a una vida porteña triste están por todos lados; desde la primera frase del disco, del tema Rosa del Pueblo, que dice suena un tango en el cabaret / ella preguntó: ¿qué le pasa a usted? / me siento tan solo, mi amor / no tengo trabajo, no tengo razón, hasta la luz de la Avenida Santa Fe, en el tema homónimo, que le muestra la sonrisa de la chica que ya no está, pasando por el cine y el subte cerrados en Hablando del Citizen Kane.
Con imágenes sutiles y metáforas pequeñas, Facu Tobogán es, en Teléfono Blanco, una especie de Arlt millennial que dibuja aguafuertes pop de una ciudad que le cerró la puerta al under. Facu cuenta historias breves teñidas por una tristeza distinta a la que se colaba cada tanto en los discos anteriores, entre las guitarras punk ruidosas y el ride de la batería al palo. Una tristeza, mal que nos pese, más madura; una tristeza individual que en pinceladas firmes se funde con la tristeza de una ciudad, de su ciudad, que hizo siempre de la nostalgia su tópico fundamental.
Hay que volver un poco más atrás para terminar de entender esta trayectoria, esta sensación de bancarrota emocional que sugiere Facu Tobogán cuando dice que Buenos Aires está (solamente) okey. Y voy a volver al mensaje que le mandé a Bruno el 12 de septiembre de 2014. Por esas cosas que pasaban en Facebook, que había eventos, te invitaban a eventos y veías quiénes iban a esos eventos, al día siguiente vi que Tobogán tocaba en La Cigale, despidiendo a Facu que se iba por un tiempo a Europa. Le avisé a Bruno y fuimos. Llovía muchísimo esa noche y el microcentro todavía no era el cementerio que es hoy. Tomamos cerveza y gin tonic en botella de Sprite (¿por qué habremos hecho eso, Bruno?) en la puerta de un hotel sindical y corrimos las dos cuadras hasta la puerta del bar.
Lo que fue ese recital puede revivirse hoy a partir de dos fuentes: esta cobertura de Pablo Díaz Marenghi que salió en Artezeta –publicada a los tres días– y este video del hit absoluto, el himno de la banda, que es Lo que más quiero, de su primer disco Viaje de Luz. No voy a sumar ahora, casi siete años después, una tercera fuente; solo voy a decir que ver a las personas de más adelante tomar los micrófonos, cantar llorando los estribillos y las líneas de bajo y abrazar a los músicos que no dejaban de tocar, para después tirarse haciendo mosh sobre un público entregadísimo a todo lo que estaba sucediendo en las cuatro paredes del segundo piso de La Cigale, es uno de los momentos que guardaré hasta que ya prácticamente no me queden recuerdos de mis veinte años.
Lo que sí voy a hacer es unir esa fecha con las madrugadas en el Konex, las fechas gratis en el Patio del Liceo, los jalando pegamento en el quinto b / mientras tus padres duermen otra vez con Mariano de Mi Amigo Invencible y los Valentín y los Volcanes en el viejo Matienzo, en Naranja Verde, en cada bar de baños llenos de stickers y cerveza artesanal como novedad para afirmar que, si para alguien Buenos Aires estaba más que okey, era para Facu Tobogán. Tal vez no –porque jamás podré saberlo– para él en su intimidad pero sí para el Facu Tobogán que se construía en el escenario y en los costados de YouTube. Había un imaginario Tobogán que no podía dejar indiferente a nadie que lo experimentara.
Y el tiempo verbal no está solamente para acentuar la melancolía de una juventud millennial que está cada día más extinta. Está porque Tobogán Andaluz ya no existe más; en diciembre del año pasado Facu anunció por el instagram de la banda que dejaban de tocar. Entre otras cosas, dijo: En los últimos años he notado algún cambio en la comunicación de todo esto que ha generado un individualismo tremendo (…) toda esta mecánica de “trabajo” ha convertido a bandas en pymes, deteriorando casi completamente sus ideales y su amor por la música poco a poco. Lo he visto en bandas de amigos y lo siento de verdad. Y siento que me está pasando un poco a mí (…) encarar todo de esta forma me ha traído un estrés y una disconformidad tan grande en el que sinceramente comencé a olvidarme cual es el sentido [de] todo esto. Ya no lo estoy disfrutando.
Es fácil ver la muerte del indie con el contexto pandémico. Lo cierto es que esa debacle venía cocinándose desde hace un tiempo: el monumental avance del trap, los abusos, los cierres de centros culturales, los –siempre presentes– delirios de ego, la presión implícita y no tanto por aumentar las reproducciones en Spotify, la competencia disfrazada de amor y camaradería y un largo etcétera fue desgastando la vitalidad de una escena que supo hacernos felices a muchos y muchas en la era de Niceto. Pero hay dos cosas más, que se entrelazan: una que se relaciona con lo que dice Facu y otra que vengo a proponer, aunque creo que la piensan todxs.
La que tiene que ver con lo que plantea Facu en su anuncio de Instagram: sí, el indie tuvo que convertirse en una maquinita para poder sobrevivir. No creo que eso signifique que se deteriore el amor por la música –en esto me distancio, Facu–, porque lo que era el indie sigue produciendo temas y discos excelentes, lindísimos, cada vez con mejor audio, producidos de un modo más profesional. Que eso colabora con un individualismo irritante, puede ser; que eso haga que las bandas se conviertan en pymes, definitivamente. Pero, ¿qué se puede hacer sino? El mercado y la infraestructura de la industria musical independiente son, aún a más de medio siglo de La Balsa, precarios e insuficientes para que unx músicx under pueda dedicarse solamente a esto y vivir más o menos bien dentro del under y por siempre en el under.
Y esto me deja en mi propuesta: a la generación que no se animaba a ser adulta, finalmente, le tocó serlo. Y encima en una nueva crisis insoportable donde ni los trabajos en blanco te salvan de nada. Ya no son días de armar una juntada a la madrugada de un miércoles, pasados de porro y cerveza, y filmarse tocando en un ph temas de bandas amigas y subirlo a YouTube y recibir comentarios de fans que envían corazones de todos los colores porque, sencillamente, nos quedamos fritos a las doce, cuando termina Masterchef.
La música es un trabajo desgastante por miles de motivos, entre ellos porque, como le pasa a cualquier marca de consumo masivo, te necesita creando contenido. Una vez le pregunté a Goyo Degano, en medio de una entrevista larga sobre el indie en Argentina: “¿No sentís que estás trabajando todo el tiempo?”. Me miró un segundo con sorpresa, suspiró, y me contestó como en un resoplido: la verdad que sí.
Hace unos días, casi seis meses después de anunciar el fin de Tobogán Andaluz, Facu comunicó en su instagram personal que se iba del país. Aporté mi corazón y lo comenté con mi novia, que también aportó su corazón. En la tarde tormentosa de esta adultez tardía y de este país pantanoso, las bandas millennials persisten haciendo lo mejor posible en la difícil negociación entre el negocio y el ideal, o se van con la esperanza de reencontrar ese sentido que unifica. Allá va Facu, el poeta de monoambiente que nos compartió en álbumes digitales y videos en cocinas y patios algunas de las canciones y las letras más lindas de la década.
Mientras tanto seguimos teniendo Teléfono Blanco para escuchar, como dice en Ecos del 93, en la terraza de luna llena, mientras dos almas, que son todas, se alejan. Y, al igual que con el primer acorde del primer disco de Tobogán Andaluz, entendernos un poco más como parte de un nosotrxs.
Mateo Mórtola nació en 1991 y vive en Buenos Aires. Es licenciado en comunicación. Trabaja dando clases y talleres y haciendo ocasionales estrategias de branding. Co-fundó y edita una revista cultural: Aguinaldo. Tiene un proyecto musical que se llama Los Errores.
La foto de Facu Tobogán que ilustra el texto es de Florencia Carrasco.