A veces se torna preciso, en medio de tanto aturdimiento, volver sobre señalamientos elementales para subrayarlos e indagar un poco más en ellos. El virus nos ha colocado de cara a la cuestión de los límites y frente al fenómeno de lo incierto. Una cultura que reniega de los límites y que se nutre, al contrario, de lo ilimitado –la infinita acumulación, el continuo movimiento-, se las ve de frente con la necesidad de aceptar que hay algo que excede su control y que demanda su capacidad de sustraerse, de reconocer la peligrosidad, el asedio, en este caso, de un virus. Por otro lado, la experiencia abismal de la incerteza, vuelta casi cotidiana. ¿Cerrarán, no cerrarán? ¿Habrá vacunas, alcanzarán? ¿Se podrá viajar, se podrá usar el transporte público? ¿Suspenderán los turnos médicos? ¿Volverán las clases, suspenderán las clases? ¿Hay que seguir sacando permiso para viajar?
El capitalismo –más aún en su etapa neoliberal- alienta la incertidumbre, pero una de otro tipo, aquella que supone el riesgo. El riesgo implica el arrojo y, por ende, la incerteza. Pero el riesgo es una decisión voluntaria. “Arriesgarse”, “hay que arriesgarse”, el riesgo se toma, se asume. Se corre. Se las ve con el azar, pero prestarse a ese azar es una decisión voluntaria, acompañada muchas veces de cierta disposición lúdica. En el riesgo no hay auténtica pérdida de control. Hay un deliberado sometimiento a fuerzas externas. La incerteza del tiempo que atravesamos no es reductible a la experiencia del riesgo. Acá no está implicada la voluntad. La peste no es el riesgo que corremos, es en cambio lo que reintroduce la dimensión del destino, es aquello que nos toca. Y lo que, al hacerlo, nos vuelve vulnerables, acaso repentinamente pequeños, diminutos frente a un virus. Una herida narcisista a una humanidad que pasa su tiempo contemplándose en espejos cual reina de Blancanieves.
La actual etapa del capitalismo es la de las subjetividades especulares, autocomplacientes. La invulnerabilidad, la permanente proyección de la propia imagen, la tendencia a la homogeneidad que impera en las redes –con sus lógicas de barrio privado y su abanico de opciones de cancelación, bloqueo, silenciamiento, denuncia, eliminación-, dispositivos que obstruyen las posibles interpelaciones y el descentramiento que supone el encuentro con el otro. Cuanto más expuestxs estamos a la mirada de lxsotrxs, más aumenta la tendencia a inmunizarse de los efectos del encuentro con la otredad. Y una sociedad así, con estos rasgos subjetivos, se topa de golpe con un fenómeno que le exige conciencia del otro, dimensión de la peligrosidad, capacidad para calibrar las consecuencias colectivas del propio cuidado, además de relativa calma y aptitud para sustraerse a todo tipo de actividades que formaban parte de su costumbre. Y aunque la flexibilidad sea un atributo tan ponderado por la jerga empresarial y por los discursos motivacionales de estas subjetividades, ante este escenario, resulta fracasar. El sujeto neoliberal posee mucha menos plasticidad de la que hacía gala. Se revela incapaz de poner el freno de mano y ver qué sucede cuando el tiempo entra en una suerte de suspensión y la actividad frenética cesa.
¿Y entonces? Pánico. La sociedad reacciona.
Los aportes que la psicología –y, en particular, el psicoanálisis- hacen a la comprensión de los fenómenos políticos son de mucho valor y tienen un largo arraigo que encuentra sus primeros esbozos en textos de Freud como “Psicología de las masas y análisis del yo” o en los escritos de su discípulo Wilhelm Reich acerca del nazismo. Sin embargo, pueden volverse más inconducentes allí cuando llevan a una psicologización de la política. La creencia de un sujeto en una conspiración mundial puede comprenderse como un delirio, como paranoia, y así se estará relevando una dimensión del fenómeno. Pero cuando esas expresiones se vuelven masivas, lo que se hace preciso indagar son las condiciones de posibilidad que prefiguran esos delirios. Si las narrativas conspirativas encuentran verosimilitud, entonces aquello que merece interrogarse es la propia sociedad en el seno de la cual proliferan esos delirios. De lo contrario, no sólo no se comprende la multidimensionalidad del fenómeno sino que se dejan indemnes las estructuras sociales –y tecnológicas– que precipitan aquellas expresiones psíquicas. Más productivo –y sin dudas más incómodo– es examinar qué elementos de la sociedad actual tornan verosímiles los relatos conspirativos.
Un elemento seductor de la narrativa conspirativa es que presenta al mundo como una fachada. En cierta medida, el relato conspirativo es aquel que da vuelta la trama y deja ver los hilos detrás de ella. Duplica el mundo, presentando la vida “diurna”, los relatos oficiales y mediáticos, los acontecimientos públicos, como una fachada detrás de la cual se esconden los verdaderos intereses, la urdimbre real de la marcha del mundo. Quienes se encantan con estos relatos sienten la fascinación de estar saliendo de un mundo de sombras y apariencias, de alcanzar por fin la esencia y la verdad de las cosas –aunque muchas veces descubrir esa verdad, más que un periplo de ascensión a la luz, parece una sumersión a la oscuridad–. La política, los medios, son presentados como un teatro de sombras. El creyente de teorías conspirativas, reacio a seguir otorgándole veracidad a esas sombras, se siente invitado a pasar detrás de bambalinas. Ya no ve el mundo con los mismos ojos. El mundo superficial, aparente, le va a parecer un decorado, una veladura que disimula el mundo verdadero y real. Lo sórdido de esta fascinación ha sido captado con maestría en “Los siete locos”, ambientada precisamente en aquellos años 20 del siglo pasado, que tantas similitudes tiene con nuestro presente. Erdosain es eyectado de la vida social “superficial” y entra en sus catacumbas. Inaugura otra sociabilidad, se adentra en los planes de una secta que planea la apertura de un nuevo tiempo. La descripción que Roberto Arlt hace de la atmósfera de esos años 20 resulta perturbadora por su contemporaneidad.
El miembro de una “secta”, el creyente de teorías conspirativas, se encuentra fanatizado. Es alguien cuyos lazos sociales habituales están suspendidos o debilitados, y esa situación de aislamiento lo torna más vulnerable a la exposición de relatos ficcionales, sin asidero en una realidad que ya apenas lo alcanza. O bien puede suceder que sus lazos sociales habituales resultan ser extremadamente homogéneos, y el encuentro con los otros, con una posible diferencia que lo cuestione, ya no se produce fácilmente. Estar aislado no implica, necesariamente, estar solo. Puede simplemente querer decir estar acompañado de personas que piensan, punto por punto, lo mismo que unx. Estar rodeado solamente de otrxs iguales a unx es una forma de aislamiento. Ahora bien, ¿no son los cimientos de nuestra sociedad las que hacen tender al aislamiento? ¿El aislamiento es la expresión de una crisis epocal o es por el contrario el modelo que promueve el capitalismo y sus dispositivos tecnológicos en la fase actual?
Habría que dar su justa dimensión al hecho de que 2020 fue el año de grandes ganancias para el capitalismo de plataforma. No sólo por el rédito económico, sino más aún por la eficacia con la que los gigantes de la comunicación cibernética transparentaron el enorme peso político que ostentan. Tanto Twitter, Facebook como Youtube coronaron su 2020 unos días después, a comienzos del 2021, exhibiendo la potestad que tienen como reguladoras del debate público, en la simultánea censura que hicieron sobre nada menos que el decadente ex presidente de Estados Unidos, Donald Trump. ¡Qué forma paradójica de enrostrar al mundo su poderío! Aplicándole a ese multimillonario, ex conductor de un programa de TV cuya muletilla –acompañada por la ejecución de un gesto de disparo– era “You re fired!”, un poco de su propia medicina. Bajándole el pulgar al soberano que tantas veces se lo había bajado a otros. Qué intento, también, de ganarse la simpatía de usuarios-ciudadanos. Además de ostentar su poder regulador sobre la expresión y la opinión pública, completaron un supuesto proceso autocrítico. Habían contribuido a crear el monstruo, ahora contribuían a su declive, silenciándolo repentinamente. El soberano cancelado.
Este proceso autocrítico y exculpatorio que ensayaron estas redes deja de lado la raíz del asunto. El monstruo cancelado acabó siendo un chivo expiatorio. Como figura en la cual había venido a cristalizarse el microfascismo de la sociedad yankee, pagó su precio. Sin embargo, su cancelación no cancela la miríada de afectos destructivos que prefiguraron su aparición y que en buena medida se diseminaron gracias a plataformas como Youtube, Twitter o Facebook. El silenciamiento de Trump supone la intervención en la esfera macro-política, pero deja indemne el examen acerca de las lógicas que hicieron posible su aparición.
Examinar esas lógicas supone cuestionar tanto la manera en la que estas redes segmentan a sus usuarios, el grado de singularización que alcanzan y el grado de adicción que persiguen. Y los efectos atomizadores que estas tecnologías producen sobre el tejido social. El modo en que retroalimentan el sesgo con que cada quien mira el mundo. El gesto punitivo que estas redes exhibieron contra Trump no debiera distraernos de lo esencial, es decir, de la vigencia de una operatoria tecnológica que tiende a generar una progresiva atomización social. ¿De qué otro modo podemos comprender el salto a las calles de las teorías conspirativas si no es teniendo en cuenta la maquinación que ejercen estas redes sobre millones de mentes?
Atravesamos una época poblada de fantasmas. Ansiosa por encontrar chivos expiatorios que alivien el sufrimiento y la frustración. Una época en la que predominan los mecanismos proyectivos por sobre los introyectivos. La culpa se dirige hacia afuera, ya no tanto hacia adentro. Allí están, como síntoma de nuestro tiempo, los teatros, los cines o salas de conferencia transformadas en iglesias evangelistas de todo tipo. Cultos que devienen militantes, que contornean con eficacia la figura de un enemigo. Expresiones religiosas acordes a este presente, apoyos fundamentales en los triunfos de figuras grotescas y sórdidas como Trump o Bolsonaro.
Volvernos un poco cazafantasmas, ahuyentar y disipar los virus, pero no sólo los biológicos sino los imaginarios, los que pueblan la infoesfera: quizá eso pueda constituir una tarea oportuna para tiempos espectrales.
Alejandro Campos es licenciado en Ciencia Política (FSOC – UBA), especializado en Comunicación, género y sexualidad (FSOC-UBA). Es profesor regular de las materias de filosofía y sociología en Instituto Peac y Comunicación y Cultura en el profesorado Hans Christian Andersen. Coordina talleres de filosofía en espacios culturales. En Instagram, @alexcsly.