Durante estas últimas jornadas del ni todo es verdad ni todo es mentira apareció en la escena política una nueva forma de labor proselitista: parece ser que la campaña ya no tiene que ver con caminar la calle y convencer al vecino sino con radicalizar posturas y confirmar, a cara de perro y sin vueltas, un ideal único de enemigo. Mientras Macri escroleaba desde su cama, Larreta convocó a la prensa amiga y levantó la espada de la moral para apuntarle al pecho al presidente conspirador que, entre varias otras cosas, le quiso robar las clases.
En las redes no tardaron en llegar las analogías federalistas y unitaristas, un revival de la burguesía nacional, progresista y desinteresada frente a un movimiento patotero y tirano. Los medios tradicionales también hicieron lo suyo. Ante la emergencia de que la discusión pública estuviera atravesada por sus canales y sus diarios, con opiniones que florecían y se contradecían aquí y allá, hicieron lo que mejor les sale: alterar una y otra vez el escenario para crear horizontes posibles.
Horizontes electorales, por supuesto.
Y lo hicieron, y lo hacen, marcando su territorio, definiendo ciertas fronteras discursivas y, en especial, modelando y conservando recuerdos del pasado. Cristina esto, Cristina aquello. Como un flashback constante que tiene su anclaje en el presente y crea nuevos sinsentidos a toda hora y en todo momento. La repentina fuerza que tomaron entonces los mensajes del poder mediático tuvieron lugar porque los destinatarios ya están más que claros (no se confunda, pese a los cacerolazos en Recoleta, Belgrano y Núñez el destinatario no es solo el clase propietaria porteña), por eso Larreta y compañía no titubearon en poner en marcha, ya, la campaña.
Está claro que toda prohibición o restricción por lo general genera un descontento o, como mínimo, despierta algunas esperanzas insatisfechas en la población. Lo peligroso es que esas frustraciones narcisistas e individuales eclipsen la idea de futuro público.
Porque Cristina esto, porque Cristina aquello.
Mientras por un lado el peronismo mira de reojo a un presunto tibio Alberto Fernández y levanta la vista al cielo esperando la vuelta del avión negro que en su momento trajo al general pero que ahora debería traer a Cristina, mientras sucede eso, por el otro lado, se suscita la misma lógica pero a la inversa. Como la poética del fantasma que desarrolló Ricardo Piglia en Teoría de la Prosa, los sectores acomodados sufren la posibilidad de que quien está ausente, vuelva. Como un objeto del deseo no querido, una obsesión, una realidad que no es tal.
Lo que sí es real es la pandemia y las pantomimas de dirigentes políticos, que sin palabras ni diálogo apoyan sus narraciones más en una expresión física patoteril que en soluciones concretas. También hay figuras de color como la del ministro de educación, Nicolás Trotta: funcionario entregado de cuerpo y alma a las cámaras y los micrófonos, querido y ninguneado tanto por oficialistas como opositores, que más que en un ministro olvidable podría convertirse, si no da el volantazo a tiempo, en uno más de la denominada y ya poco mencionada ancha avenida del medio.
Al tiempo que sucede la pandemia y su circo, en las escuelas estatales se caen los revoques, escasean los recursos, hay faltante de docentes porque la mayoría están aislados. Habría que avisarle a Larreta que quizá no existan tantos contagios pero que la mayor parte de la comunidad educativa se la pasa en aislamientos preventivos, que la escuela no es una guardería y que, por supuesto, no es la misma la cantidad de transporte público la que toma la gente en provincia y en la ciudad (en provincia los trayectos son más largos y la gente no tiene auto, señor jefe de Gobierno).
Habría que advertirlo de varias cuestiones más.
Mientras tanto, por favor, que no deje de usar barbijo.
Andrés Pinotti es licenciado en Comunicación social, periodista y docente: @andrespinotti en Instagram.