A comienzos del 2020, en coincidencia con el primer tiempo del actual gobierno, sectores acomodados de la sociedad atrajeron buena parte de las coberturas mediáticas. Esto llevó a que revelaran –los acomodados y los medios– no solo las licencias que sus posiciones les permiten, sino también la inconsciencia y el carácter asocial de sus conductas banalmente transgresoras. Durante buena parte del verano del año pasado, el crimen cometido por un grupo de rugbiers contra Fernando Báez Sosa, hijo de inmigrantes paraguayos, concentró la atención de los medios y solo logró disiparse como cuestión de agenda una vez comenzada la pandemia, que puso en juego una incipiente inversión del capital simbólico. Eran los ricos ahora quienes traían consigo el peligro desde otras partes del mundo. Sobre aquellos que accedían al privilegio de viajar recayó, entonces, una mirada de reojo, de alerta. El virus aterrizó en Ezeiza y se propagó, en primer término, en la Capital Federal. Su periplo fue muy distinto, por caso, al de la fiebre amarilla, que –si se da por buena la narración más extendida– descendió desde el Paraguay, por el Litoral, traída por los soldados que regresaban de la guerra.
A esa inicial inversión le siguió la aparición de una serie de figuras que generaron una continuidad. La galería de personajes fue abundante. El joven surfista detenido en la Panamericana por violar el aislamiento al volver de un viaje a Brasil, con su cuatro por cuatro y las tablas de surf en el techo; el hombre de Vicente López que golpeó al guardia de su edificio cuando éste le señaló la violación de la cuarentena en la que estaba incurriendo después de su viaje a Estados Unidos –en el audio del video se oye la siguiente frase: “¿Vos me estás amenazando a mí? ¿Vos me estás amenazando a mí?” –. Y esto sigue: el empresario que ingresó a su barrio privado con su empleada doméstica en el baúl, los especuladores de la salud que gestionaban un geriátrico en Belgrano, imputados por “abandono de persona seguido de muerte” tras ser denunciados por familiares de los ancianos.
La serie es extensa y puede continuar, por caso, con las organizaciones de fiestas clandestinas, los incumplimientos de cuarentenas obligatorias de quienes volvían del extranjero o las denuncias a empresarios que obligaban a sus empleadxs a asistir al trabajo en plena vigencia del aislamiento. Un conjunto de comportamientos y singularidades se pusieron de relieve como el denominador común de estos casos: la prepotencia y la impunidad del clasismo. La indolencia y el carácter ocioso de los protagonistas.
Estas expresiones no constituyen un fenómeno novedoso, pero sí puede verificarse como consecuencia una escalada en el contenido delirante –la incorporación de un tema sanitario facilitó la expansión de versiones paranoicas e introdujo al cuerpo como un factor político crucial– y la presencia vociferante de una corriente de ultraderecha que convoca especialmente a jóvenes de clases medias-altas. Durante los primeros meses de la pandemia, algunos intelectuales –entre ellos, Slavoj Zizek– se ilusionaron con la idea de que el virus produjera una estocada al capitalismo. Cierto revival estatista, la súbita adopción de medidas de soberanía como los cierres de fronteras y las cuarentenas, la evidencia de que sólo los Estados –y de ningún modo los mercados– podrían gestionar una crisis sanitaria, así como la posible re-emergencia de una solidaridad colectiva basada en el cuidado, formaron parte de las condiciones de posibilidad para que surgieran esas ilusiones. También la semántica de la pandemia trajo consigo nociones inusuales, como la de “trabajadores esenciales”, una vecindad conceptual impensada poco tiempo antes que, al tiempo que señaló a aquellxs que eran indispensables para la reproducción de la sociedad, indicó por contraste la superfluidad de quienes no lo eran.
Estas categorías de personas necesarias o innecesarias volvieron a reponer al trabajo –que con tanto empeño la jerga del capital busca borrar– como la actividad central en la reproducción social, quedando asociado incluso al riesgo –una categoría que el capital ha sabido astutamente arrogarse para sí-, en tanto trabajar pasó a implicar exponerse al virus. Las categorías relativas al cuidado y al vínculo con el otro se colocaron también en un primer plano y se delinearon, aunque difusamente, los contornos de una conciencia colectiva, como ocurre toda vez que una catástrofe atraviesa transversalmente al conjunto de la población. Con la particularidad, en esta ocasión, de que la población atravesada no es la de un país puntual, sino la de todo el planeta. Esta constelación de fenómenos –al que podría añadirse la injuria que para los sectores acomodados implicó verse sujetos a las mismas disposiciones restrictivas que el resto de la sociedad– arroja algunos indicios para comprender las condiciones en las que se detonó esa suerte de pánico con el que, pasados los primeros meses de la pandemia, comenzaron a reaccionar algunos sectores, instigados por los medios de comunicación, que dieron consistencia, canalizaron y azuzaron el hartazgo y la inquietud de algunos márgenes de la sociedad.
Podrá decirse que con el diario del lunes el análisis es más sencillo, pero lo cierto es que no era demasiado complicado prever que décadas de sedimentación neoliberal en las subjetividades difícilmente iban a ser revertidas por la circunstancia de una pandemia. Y que, al contrario, transcurridas algunas semanas o meses de excepcionalidad, aquellos rasgos incluso podían agudizarse. La pandemia –y medidas como la cuarentena– trajeron consigo una reconfiguración del funcionamiento de las fronteras, no sólo de las nacionales, también de las subjetivas.
Si por algo se caracterizó el 2020 fue por el impulso que tomó la digitalización de las actividades. Durante meses, la vida transcurrió mayormente a través de una pantalla. Los hábitos de consumo, las reuniones sociales, familiares y laborales, todo un abanico de instancias y actividades que aún no estaban completamente canalizadas por la red. Esta aceleración en el vuelco digital produjo lo que probablemente haya sido el más fenomenal proceso de acumulación de información de la era digital. Obstruido el afuera, vuelto una amenaza, las pantallas devinieron en casi las únicas líneas de fuga de los adentros. Incluso la alicaída televisión tuvo su revival. La entropía que resultó de este proceso es un factor a ser relevado para explicar esa furia con la que miles ocuparon las calles en marchas signadas por la confusión y la maquinación televidente y cibernética.
La historia del capitalismo –la historia de sus crisis y de sus correspondientes saltos acumulativos– es inseparable de la historia de los despojos, de los cercamientos de tierras, pero también –y sobre todo– de los cercamientos de relaciones sociales. Los grandes jugadores del capital apenas demoraron en acomodarse a las nuevas circunstancias pandémicas. El año que transcurrió fue el de las grandes ganancias para las corporaciones del capitalismo de plataforma. Desde Amazon a Rappi, Mercadolibre, Zoom, Netflix (la lista es larga) se vieron beneficiadas por el confinamiento y la súbita inmovilización de las personas. Expandieron y consolidaron la intermediación de las relaciones socio-económicas. Detrás de la sencillez que promete Rappi para efectuar cualquier operación de compraventa lo que se encuentra es la multiplicación de los actores implicados en esa operación. El vínculo directo entre comprador y vendedor es sustituido por un dispositivo que incorpora a una empresa y a unx mensajerx, devenidos enlaces necesarios entre el comprador y el vendedor. Esa instancia de intermediación se ha vuelto un posible producto del previo cercamiento de relaciones directas de intercambio económico. Una lógica-inmobiliaria expandida hasta las más mínimas transacciones. Uno de los aspectos más relevantes de este proceso es que esa intermediación acelera el proceso de extracción y producción de datos que se realiza a partir de la interacción económica y social, aceitando los mecanismos que agencian el proceso de automatización de las conductas. Y por otro lado, en algunos casos, permite una conexión entre la extracción de ganancia a partir de las transacciones mercantiles con la financiación inmediata de ese mismo capital, en tanto algunas de estas plataformas –como por ejemplo Mercado Libre– comienzan a operar como entidades bancarias.
“En río revuelto, ganancia de pescadores”. Y en este río no es difícil detectar quiénes han tenido las carnadas más eficaces. Las plataformas se beneficiaron tanto del incremento del desempleo –que les provocó una mayor afluencia de trabajadorxs– como del excedente de ahorro de trabajadores y familias que, al ver limitadas sus actividades sociales, destinaron buena parte de ese excedente al consumo de bienes a través de internet. La historia, tal como es narrada en los manuales escolares, suele registrar los grandes acontecimientos políticos que marcan inflexiones en el curso de las sociedades. Menos nítidos, menos registrables, son los “hitos” del capitalismo: en muchos casos sus transformaciones son microfísicas y por ende menos perceptibles. Sus lógicas se imponen más por su astucia que por la solvencia de una ideología. Allí cuando el capital se ve obligado a mostrar los dientes, exhibe su fragilidad y su fracaso. El avance de esas plataformas en la economía sigue un curso de transformaciones graduales y capilares, que va horadando los derechos laborales con una operatoria que prescinde de transformaciones legislativas. Ya no es necesario una flexibilización laboral allí adonde hay miles de trabajadorxs dispuestxs a trabajar informalmente.
Como dijera Frederic Jameson: “Hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del Capitalismo”. Vuelto ontológico, el capitalismo parece no tener un afuera. Y sin embargo, toda esa retórica y esa estética apocalíptica que nos rodea contribuye quizás insospechadamente con la perpetuación de su operatoria. El sistema ha exhibido una resiliencia a prueba de balas. Su magia consiste en transformar los venenos en remedios. Lo que no lo mata, lo fortalece. Y, de momento, nada lo mata. Difícilmente provenga desde lo extrínseco –ya sea un virus o la finitud de los recursos naturales, por caso-– el límite capaz de obstruir o poner frenos a la voracidad del capital. Es en cambio en la dimensión subjetiva –en el rechazo o la mera imposibilidad de aceptar mayores grados de explotación–donde el capitalismo puede encontrar límites y resistencias. Recuperar la pregunta por esa dimensión a la vez subjetiva y colectiva parece imprescindible, más aún en tiempos en los cuales se nos quiere automatizados.
* Alejandro Campos es Lic. en Ciencia Política (FSOC – UBA), especializado en Comunicación, género y sexualidad (FSOC-UBA). Es profesor regular de las materias de filosofía y sociología en Instituto Peac y Comunicación y Cultura en el profesorado Hans Christian Andersen. Coordina talleres de filosofía en espacios culturales. En Instagram, @alexcsly