Truman Mag

Revista de Ideas

Ficción

El chico de las compraventas

Sube las tiras de sus botas rojas con un suspiro. Las yemas de los dedos acarician el muslo.

La atmósfera bancaria se tensa.

Esta es su vida.

-Es como una invasión- dice el contador González.

-Es una invasión. -Explica Irma con un ademán. -Es lo que pasa cuando tenés sobredemanda en cualquier operación del banco. Y todos estos pelotudos se creen que así van a salvar los ahorros. ¡Jah! ¡Treinta y ocho!

Como animales redentos que entran al arca de Noé, los clientes avanzan de a dos, a paso lento, cruzan el arco de la entrada, anticipan su resignación fingida mientras sacan número, se vigilan de reojo.

El chico de las compraventas se acomoda los elásticos del boxer tricolor. Sus piernas tibias, un poco ansiosas. Golpetea en las rodillas. Suspira. Se pasa una mano por el pecho, la otra mano por los abdominales. Nota que tiene algo de panza. Y se quiere un poquito menos.

Esta es su vida.

-Mirá, Julián, ya sabemos cómo funciona esto. Funciona bien o no funciona. –Dice Irma mientras se acomoda la peluca rosa.

Julián González reflexiona un momento.

-Nah. Yo creo que así como lo manejamos ahora vamos bien.

-¿Bien? Bueno, vamos a ver si hoy lo manejan bien. Mirá todos los que son. Parece que los trajeron como en veinte colectivos.

Reflexivo, el contador mide a la multitud que se desparrama por el hall.

-Y ya te digo -sigue Irma-, si no quieren poner dos computadoras más para atender compraventa de moneda extranjera, esto va a seguir así.

En silencio, el contador González se responde lo mismo. La mirada perdida en el charco humano que crece frente a las cinco mesas de atención al público de las cuales solo una está asignada para hacer los trámites de autorización de compra.

-Y bueno. -Se mete la jefa del sector. -Que empiecen a atender.

-Dale, Becerra. -El contador hace gestos al rubio que gestiona los trámites para compra de dólar-ahorro. -Dale, arrancá, que cuanto antes empecemos, antes nos vamos todos a casa.

-Disculpe, señor. –El contador aparece en los anteojos polarizados de una rubia que promedia los cincuenta. -¿Van a poner nomás al chico rubio a atender dólares?

Becerra le echa una mirada de soslayo mientras manotea el borde inferior del escritorio. Lo encuentra. Y presiona el botón rojo.

Una luz magenta se enciende en la oscuridad del camarín. “Emergencia”. El neón jamás exagera. Becerra tiene problemas. Estamos a primer lunes del mes. Becerra va a tener problemas durante toda la semana.

-Sí. ¿Por qué no le ponen un empleado más para que lo ayude? Es injusto que el gordito esté solo.

-No es gordito. –Marca Irma. –Se le embolsa la camisa porque va de acá para allá con sus trámites, vieja angurrienta.

En su camarín, el Chico de las Compraventas se pone de pie. Mira su reflejo en el cristal, ahumado a golpes de suciedad.

El conserje del banco atraviesa el hall. Llega junto a la mampara que separa las cajas, donde hay un par de bultos cubiertos con una lona. La quita para descubrir dos parlantes enormes. Busca el botón de encendido en el equipo y lo presiona. Los aparatos ronronean un zumbido casi imperceptible. Becerra traga saliva. La ayuda está en camino. Alcanza un formulario al primer cliente, mientras echa una mirada hacia la puerta que está a un costado del sector de cajas.

-Disculpe, señor. -Dice una vieja que apoya la mano en el escritorio. -¿Por qué número van?

-Recién empezamos. Le pido por favor que me aguarde atrás de la línea amarilla, señora. -Becerra responde con un gesto imperativo, casi desesperado.

-El número, nada más.

-Recién empecé a llamar, señora. Por favor, detrás de la línea amarilla. Es por seguridad bancaria.

-Pero si ya tengo como ochenta años, yo. Me di cuenta esta mañana, de repente andaba con todos estos años encima.

-Está bien. Lo único que le pido…

-De repente, no sé cómo pasó, me levanté y tenía un montón de años encima, que me di cuenta esta mañana.

-Lo único que le pido, por favor…

-De verdad. -Interviene un cliente con sus cuarenta años empaquetados en un traje impecable. -¿No pueden poner más gente? Yo me escapé del trabajo para venir acá.

Desde su escritorio, en bambalinas, el contador González disca un interno.

Un llamado ansioso suena en el camarín. El chico de las compraventas levanta el tubo. No hace falta prestar atención a las palabras.

Ya lo sabe.

Todos lo saben.

El conserje lleva el volumen al máximo.

-¡Estamos sobrepasados! -El contador González, al otro lado de la línea. -¡Necesitamos al Chico de las Compraventas!

El ambiente se colma de vibraciones una fracción de segundo antes de que los parlantes golpeen la atmósfera con una melodía electrónica. Fanfarrias de anunciación.

Becerra mira hacia el sector de cajas. Los empleados miran hacia el sector de cajas. El público mira hacia el sector de cajas. Algunos ignorantes y curiosos. Pero la mayoría ya sabe lo que se viene. Y por eso es que vinieron. Supuran ansiedad.

Las botas rojas golpean el pasillo dejando huellas de purpurina.

Una segunda fanfarria les permite identificar la canción: “Crazy Frog”. El regreso nostálgico a una época más feliz les llena el cuerpo. Y estalla esa lujuria.

Aparece junto a la mampara (es él) que da a la línea de cajas (es él), todo músculos, lascivia y poder adquisitivo (¡es él!).

La gente aúlla.

La gente estalla.

Marcha por el hall al compás de la música. Juguetea con sus ametralladoras igual que un cowboy. “El” cowboy. El más habilidoso del far north. Hace helicópteros con los dedos apoyados en el gatillo, hace correr un viento caliente entre sus pectorales apretados bajo la musculosa azul marino repleta de estrellas. Se le marcan los pezones. Será el viento. La música. O la ansiedad del público.

Pero lo que todos miran no es su pecho. Lo que todos desean y vinieron a buscar es el bulto que se le forma en el boxer. Hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, todos aúllan con la boca seca. El bulto lleno de aristas que revelan el papel abollado, el boxer con los colores mitad de la bandera estadounidense, mitad los colores de la unión europea, el boxer lleno de billetes moneda fuerte.

El Chico de las Compraventas marcha por el hall bajo la mirada de ágape religioso que irradia desde lo que ya son más de cien clientes apiñados en la sucursal. Los empleados de seguridad se apoyan contra el grupo eufórico para abrir un círculo preventivo donde el Chico de las Compraventas pueda desplegar su encanto y fortaleza. Pero no pueden evitar que la admiración les golpee en las mejillas, al tiempo que hacen un esfuerzo impresionante para que el espectáculo no les afloje los brazos.

-Tranquilos. -Dice. Morocho, alto y fibroso. Pelo corto, rapado a los costados, a la usanza de los latinos refugiados en el primer mundo. Lentes negros. Sonrisa de poder. –Ya les traigo lo que buscan.

Sube al escritorio de Becerra con un salto hiperatlético. Deja quietas las ametralladoras.

Apunta al público.

-¿Euros o Dólares? -pregunta.

La respuesta es un grito informe, una expresión de calor.

-¡Oiga! -Se acerca con el brazo en alto la vieja que preguntaba por el turno. Su cara tiene más ansiedad que reproche. -¿Qué van a hacer con toda esta gente? ¡La cola está muy lenta!

-La cola del banco está lenta, señora. -Responden los dientes perfectos, apretados en una herida perlada. -Pero la suya tiene… ¡vértigo!

El Chico de las Compraventas dirige sus ametralladoras de lleno a la anciana. Tira de los gatillos. El aire explota con ráfagas de humo y papel picado. Se llena de colores, azul, rojo y blanco. La música coincide, repiquetea corchea por corchea con los disparos de la ametralladora nórdica. La ametralladora. Sensual. Liberal. La ametralladora.

La gente delira. Pero se deja llevar. Están contenidos. Se sienten seguros. Avanzan en fila, de uno en uno, se colocan frente al escritorio de Becerra sin quejarse de la espera o de la falta de billetes chicos. Hacen el trámite de compraventa casi en un sueño. Admiran el movimiento, la fortaleza, la eficiencia del chico que representa sus anhelos de vigor. Y pasan a cobrar sus billetes fuertes por caja como mecidos por un abrazo fuerte, del tipo de abrazos que se dan tras hacer el amor.

Pero siempre algo falla.

Y siempre existe un cliente que es excepción a la regla.

El Chico de las Compraventas está cansado. Elonga, se toma los muslos. Su cuerpo es un arma de seducción masiva, pero es la única que tiene. Teme un desgarro. La exigencia es enorme, lo siente. Sabe que su vida no puede absorber tanta lujuria cada día. Tanta desesperación apasionada por la acumulación de capitales. Su espalda es ancha, pero su capacidad de dar seguridad tiene un límite.

Es que no hay amor en la voluntad de esa gente.

No hay amor. Ni siquiera necesidad.

Piensa en ella. En su ex esposa.

Hay desesperación.

Su ex esposa. La que lo abandonó en el verano de 1996. Recuerda aquella aventura, sus años locos. Las noches de spagetti y vitel thoné. Miami era una fiesta.

¿Y qué pasó?

No pudo con ella. ¿Qué pasó? Un hombre es, antes que nada, fortaleza. Debe poder transmitir seguridad a su chica aunque todo se vaya al diablo.

Miami era una fiesta.

¿Y qué pasó?

Hoy tiene lo que la gente pide. Todo lo que la gente pide. Pero está cansado. Y teme que su cuerpo no pueda proyectar a la clientela el alivio que precisa su lascivia. Hacerlos sentir el calor de estar protegidos, la seguridad de que el suelo bajo sus pies no va a moverse con el próximo cambio en el ministerio de economía. Acunarlos en sus brazos, amparados por el enorme poder fálico frente al monstruo de economía y garrote que los amenaza con contagiarles el virus de la pobreza.

El Chico de las Compraventas se lleva las manos a la cara. Va a caer. Un día de estos se va a descuidar. Sabe, de alguna forma, que es cómplice de una farsa.

Lo que teme es ver el llanto, la desilusión desesperada en la carne blanda de sus protegidos.

Y es que intuye, sabe que ellos saben que nada ni nadie va a poder salvarlos de una catástrofe posible. Y ellos saben que él sabe. Pero que da lo mejor de sí. Que no va a dejarlos caer en la abulia.

Él no los va a dejar caer, no antes de caer él mismo. Pero siente que las fuerzas flaquean. Es la incertidumbre que licúa sus músculos. Es el sudor que derrama durante horas y horas, el sudor cada vez más espeso. Es la creatividad que le empieza a mermar. Los distintos gorros, los distintos boxer. Los distintos shows de humo, confetti, artillería yankee. Le quedan pocas ideas. Ponerse una barba como la de Lincoln. Aparecer brillante, platinado y desnudo como un arquetipo alemán.

O quizá –se clava las uñas en la cara- quizás deba ceder el juego, hacerse a un lado. Hablar con González. Y sumarse al pedido de los otros empleados del banco: apoyar la cola en una silla con rueditas, abandonar el misticismo bacanal, ponerse traje, corbata, ayudar a Becerra para que los trámites de compraventa fluyan como lo que son: una apuesta. La apuesta histórica de todo argentino por monedas con denominación seria, culpa de la traición constante que aquel sano pueblo viviera a lo largo de su historia. Dejar que la ilusión del cliente aterrice de a poco en lugar de seguir llevando a cada ahorrista hacia un frenesí tan alto como la punta de un gráfico donde la línea roja asciende pero se acerca a toda velocidad al punto donde va a caer en picada, hacia la crisis más fatal.

El Chico de las Compraventas está triste. Ya tomó una decisión. Sabe que es lo mejor. Y no puede traicionar a sus clientes, porque implicaría traicionarse a sí mismo más de lo que ya se traiciona al colgar la toalla.

Inclina el vaso para evitar que la cerveza haga espuma. La ve fluir, entre líquida y aceitosa, elixir de la paz que logra anclarlo unos minutos a la silla del bar palermitano.

Se toca la panza. Lleva la mano al vaso y toma un sorbo. Sus abdominales se tensan mientras lubrica la garganta. Consuelo barato. Consuelo barato que podría arruinar su figura. Como todos los consuelos baratos.

Piensa.

“El chico de los plazos fijos”, piensa. Consuelo barato.

Desvía la mirada hacia sus compañeros de mesa. El chico del Iphone, con su tapado hasta los tobillos, los bolsillos de adentro repletos de celulares para acosar peatones; la rubia de los DLC, con orejas de gato y vestido que recuerda lejanamente a un personaje del último Final Fantasy; NerdStud, el intelectual seductor que promociona la saga juvenil distópica de moda.

Y otros.

Prefiere no mirar. Apoya el vaso sobre la barra y se lleva las manos a la cara. Esta vez su emocionalidad encuentra una grieta en su hombría. Lágrimas que llenan el espacio entre sus dedos, lágrimas que se escapan sin remedio. Como nuestros sueños. Como nuestra energía. Como nuestro poder… adquisitivo.

Ve el rostro del contador González, imperturbable, que toma su decisión: la clientela va a tener que aterrizar. De a poco. Hay que llevarlos nuevamente a la realidad tercermundista. Al país en vías de desarrollo, eternas vías que saben de horizontes pero no de estaciones.

El Chico de las Compraventas llora.

El Chico de las Compraventas ya no cree en el futuro.

Y así como su ex esposa lo abandonó esa fatídica navidad de invierno, una navidad como la gente en el hemisferio norte, ahora es su turno de abandonar. No más vocación protectora.

El Chico de las Compraventas está desolado.

El futuro… “Yolo”. “Carpe diem”. Mastica los motto. Los busca, no los encuentra. Si tan sólo quedara una forma de vivir el hoy sin pensar en el futuro.

Quizás. Tal vez pudiéramos dejarnos llevar por el momento en que estamos.

¿Y si el dinero no fuera importante?

Pero el dinero es importante.

O mejor dicho: ¿y si tener dinero no fuera importante?

El Chico de las Compraventas se endereza.

¿Y si el problema no fuese el dinero, sino el hecho de que mañana no vamos a poder comprarnos esa cámara de fotos que fotografía en una calidad ocho veces superior a la que puede percibir el ojo humano?

Lo que la gente busca no son billetes.

La revelación es clara.

El problema no es mañana. Sino que mañana en algún momento va a ser hoy. Y ese hoy va a precisar poder comprarse un mañana.

Deja el vaso sobre la mesa. Pide la cuenta, paga en libras esterlinas. Seca sus lágrimas y vuelve a casa preparado para una intensa sesión de ejercicio.

-Veintiséis, moneda extranjera. -Llama Becerra.

-Oiga, ¿me parece a mí, o usted se coló?

-No, señor. Ella estaba antes.

-Usted estaba antes que el otro señor de allá, a mí no me va a mentir.

-¿A mí me decís mentirosa, con esa cara de tránsfuga? A ver, ¿qué número tenés?

-El veintiséis, mire, mire acá.

-Y bueno, yo tengo el veinticinco.

-El veinticinco viene antes que el veintiséis. –Informa Irma.

-Exactamente. -Confirma Becerra.

-A mí lo que me parece es que vos me estás queriendo cagar, gordito.

-Gorditos me tenés los huevos, pelotudo.

El hombre de traje y lentes negros hace un bollo con el ticket número veintiséis que tiene en la mano. Becerra empuña el clavo metálico donde ensarta los turnos, dispuesto a usarlo como una lanza indígena. Da un salto sobre el escritorio, mientras el cliente se lleva una mano al interior del saco.

Becerra pega un grito de combate. El cliente cierra los dedos sobre  la culata de un calibre 38.

La música electrónica sacude, repentina, las paredes del banco.

Becerra y el cliente se hielan. Expectantes. No se miran. La tragedia queda suspendida.

Otra fanfarria musical golpea el ambiente. Y todos saben hacia dónde tienen que mirar.

Las botas azules repiquetean sobre el piso de cerámica. Se lo escucha llegar, como el cumplimiento de un antiguo presagio injustamente olvidado.

Más atlético que nunca. Más seguro de sí mismo que nunca. No por la fuerza de su convicción, sino por el mañana que no va a llegar hasta que nos derrote el tiempo y nos dejemos estar en un colchón de aportes jubilatorios. Lleva una despreocupación casi delictiva. Sonríe. Sabe algo que ellos conocen hace rato, pero que habían olvidado.

-A consumir. -Sacude una botella de Champán. -Que se viene el fin del mundo.

El corcho explota. La gente abre la boca frente a la más religiosa de las revelaciones: El tiempo es hoy. La vida es una sola.

Consuela a la multitud con un abanico de plásticos multicolor en cada mano.

El Chico de las Tarjetas de Crédito quema la pista. Deja todo en la cancha.

El chico de las compraventas forma parte del libro El Pulso, recientemente editado por @promesaeditorial. Este cuento fue publicado originalmente en la antología Divino Tesoro-Bienal Arte Joven 2019, editado por @mardulce_editora.

Elías Fernández Casella es lector, trabaja de periodista y escribe para no enloquecer.