Sucedió en Batlle y Ordoñez -aunque todos le decimos Propios- casi Santiago Rivas. Una camioneta antigua de un rojo descolorido ofrecía frutillas en oferta y después de un día de mucho trabajo me calcé las zapatillas (en Uruguay los zapatos se calzan, no se ponen) y me fui a comprar, segura de que sería la última actividad del día. Eran las nueve de la noche cuando regateando el precio del cajón de frutillas el vendedor me dijo “está difícil la cosa” y yo le respondí “lo bueno es que está difícil para todos”, “Y si… tá igual pa’todo el mundo, ¿no?”. Mientras terminábamos el diálogo nos percatamos de la muchacha agachada muy cerca de nosotros, donde salía un auto. Un hombre estaba tirado en la vereda. No estaba claro si se había tropezado, si el auto lo había chocado o si la chica que lo ayudaba era familia. Me acerqué y vi que tenía la nariz sangrando por el golpe en el suelo y la muchacha me explicó que lo vio caerse y que no sabía si era el corazón o un ACV. El dueño del auto llamó al 911 y la chica de camisa de uniforme celeste, que había cruzado la calle al verlo, se comunicó con un amigo de emergencias para pedir orientación mientras el hombre en el suelo respiraba de una manera rara. Estaba vivo. Me pregunté si lograba ver a la joven que no se movía de su lado y si sabía que ya habíamos pedido auxilio. Respiraba. Pensé en su familia, buscamos sin suerte un celular en sus bolsillos. Vi el cartón cuadrado de la pizza que había caído junto con él y que estaba caliente. Típico, en una noche cálida de primavera el hombre de bermudas y zapatillas había salido a buscar la pizza para aprovechar el paseo y por seguridad, solo llevaba la billetera y nada más. Lo hemos hecho todos miles de veces. Yo había salido de casa con el dinero de las compras y las llaves, nada más. El hombre respiraba, con dificultad, pero respiraba. En cinco minutos llega la ambulancia, pensamos los pocos que estábamos cerca.
Nunca supe si a mi padre, médico, le importó que sus hijos no siguieran su profesión. En ese momento mi reacción no fue salvar a nadie, sino recabar los datos necesaria para resolver la situación. Pensé como periodista. No me lancé a hacer RCP porque la muchacha ya estaba recibiendo indicaciones por teléfono y no sugerí subirlo a un auto y llevarlo a un hospital porque los protocolos son rígidos y pocos se arriesgan a que alguien se muera en su vehículo. Al ver que la parte urgente estaba cubierta hice lo que hacemos en mi oficio. Me concentré en los detalles para buscar información. Conocía de memoria la pizzería de donde venía el hombre, la cruzo cada vez que camino hacia Ramón Anador. Eran los único que podían darme información, los clientes asiduos suelen estar cadastrados para facilitar la tarea del repartidor. Caminé las dos cuadras y le pregunté al dueño del local si recordaba a un cliente canosos, de bermudas y me dijo que sí, que sabía a quién me refería, pero que no lo conocía, no era asiduo y había pagado en efectivo. Imaginé a una esposa preocupada llamando a la pizzería para saber por qué su marido no volvía. Es lo que haríamos en mi familia. Le dije “si alguien llama preguntando, dígale que el hombre está desmayado en Propios y Santiago Rivas”. Cuando volví al lugar la multitud era grande, alguien hacía RCP y todos insistían llamando a los servicios de emergencia. Todos guardábamos una prudente distancia, todos queríamos ayudar, nadie mostraba curiosidad, apenas impotencia. Hablábamos en voz baja, para no molestar. La gente paraba el auto, se bajaba y sacaba el celular para hacer la llamada de rigor. Había pasado media hora y la ambulancia no llegaba. Preguntamos si había algún médico en el complejo de departamentos cerca, no había. Alguien corrió al supermercado para pedir ayuda y aparecieron con un desfibrilador portátil. Los más jóvenes se movían implacables tratando de salvarlo y percibí que los adultos estábamos mucho más resignados a la posibilidad de la muerte.
De vez en cuando el muchacho del desfibrilador le tocaba el hombro, como queriendo comunicarle ánimo, juro que había ternura en el gesto. Un hombre corpulento que no se despegaba del celular se paró en medio de la calle para detener una ambulancia que pasaba. “Estamos haciendo traslados”, dijeron y siguieron de largo. Habían pasado cuarenta minutos desde la primera llamada a las 9:10 de la noche. Pensé en irme a casa, pero dejarlo en el suelo, aún rodeado de personas, se sentía como una traición. Al final había un grupo enorme de personas y todos acompañábamos unidos por la indignación. Pasó un patrullero y después de su llamada apareció la ambulancia de emergencias. Lo conectaron a un aparato, leyeron los resultados y a todos se nos cortó la respiración cuando el chofer volvió con una tela azul y cubrió el rostro del hombre. Era el resultado obvio, pero la esperanza nunca descansa en la obviedad. Comenzaron los protocolos, la policía haciendo preguntas a la muchacha que lo había socorrido al principio, la consulta de si alguien lo identificaba, pero no, nadie lo conocía. Supe que demorarían en llevarse el cuerpo. La resistencia había terminado y ahora empezaba el engorroso camino de la burocracia. En su billetera no había fotos, ni señales de una familia o contactos cercanos. Me pregunté si en su casa no lo estaría esperando una mascota, ¿quién le avisaría a los vecinos? ¿tendría amigos con quien tomarse un vermú en algún bar? ¿cómo iban a enterarse? Mientras me alejaba miré por última vez al hombre -sí, hombre, no cuerpo, había mirado su rostro durante mucho tiempo y podía recordar sus rasgos- y vi que el chofer de emergencias le acomodaba la tela azul para que cubriera parte de su cabello canoso: pareció casi una caricia, como si no quisiera dejarlo desarreglado en medio de la calle. Me pareció un final de enorme delicadeza y no volví a mirar atrás. Siempre se puede confiar en alguien que trata con dignidad el cuerpo de un muerto.
Si pudiera pedir un milagro, apenas un milagro navideño, no sería devolverle la vida. Lejos de mí determinar cuándo le llega el momento final a alguien. Pero sí pediría que el hombre, del que no sé su nombre, pudiera abrir los ojos y ver que sus últimos minutos estuvieron signados por cierta grandeza: la gente que se turnó para hacer RCP durante cuarenta minutos sin parar, la caricia leve del muchacho antes de conectar el desfibrilador, el respeto con que la chica hurgó en su bolsillo para buscar algún dato -“Es que no quiero andar revisándole la billetera”-, los ojos lloroso de la adolescente que preguntó asombrada “¿y no van a intentar nada más?” cuando emergencias lo tapó con una tela, el silencio con el que todos se quedaron cerca, la presencia de quienes ofrecieron una hora de su vida para no dejar solo a alguien que yacía en el piso. El hecho de que nadie sugiriera tomarle el pulso, porque nadie quería una excusa para desistir. Quisiera que el hombre de las bermudas supiera que no murió solo, que una pequeña comunidad de desconocidos estuvo a su lado, que su muerte no fue indiferente para ninguno de nosotros y que todos los detalles de esa hora final se parecieron mucho, muchísimo, al afecto.
Silvina Cattáneo nació en Misiones en 1979. Estudió Comunicación Social en la Universidad Adventista del Plata, en Entre Ríos. Después de diez años trabajando en radio y televisión en Argentina y Brasil se instaló en Montevideo, acompasada por la tranquilidad de la ciudad y la rambla a la que todos, por cortesía, llaman mar. Actualmente trabaja en el Centro Recordatorio del Holocausto de Uruguay y en sus ratos libres escribe sobre historias que la conmueven.