Todo mar es de sangre.
Constance Woolworth, Sonetos
*
Hay un mar frente a mí, amenazándome, y en la habitación a oscuras mis pies estan desnudos sobre las baldosas frías. Un ruido continuo -de torrente o de fábrica- acolcha el silencio.
Sobre la cama deshecha hay olores de ese cuerpo que fue el mío; durmiendo y despertándose, pasando del sopor a la vigilia, del trajín impuesto al desvanecimiento involuntario, del sueño al desvarío. Una gaviota se transforma en barco, un relámpago en faro, una pesadilla en alucinación. Encerrado en este enorme y fragmentado cubo de metal y vidrio que apenas me contiene arrastro los genitales sobre un cuerpo de mujer inmóvil.
Vuelvo a despertar y escupo sobre el mármol blanco la oscura y gelatinosa desesperanza nocturna. Rumiada entre vapores cenagosos se extiende inexorable sobre los paisajes repulsivos de una historia sin argumento, letal como la vida misma, repetitiva como el rumor marino que se aproxima desafiante a nuestra habitación sin muebles.
Doy unos pocos pasos en redondo hasta chocar contra esa forma mullida que repele a mis pies y provoca una náusea repentina, circular y sin médula al resto del cuerpo.
“Antes era caliente”, pienso, mientras los árboles de la terraza se inclinan hacia la derecha repitiendo una y otra vez un gesto servil que me repugna.
El frío ha trepado por las piernas desnudas acorralando al vientre, enviando señales de auxilio a la vejiga hasta que esta finalmente parece reventar desembarazándose de un solo golpe de absurdas contenciones.
Por un momento vuelvo a pisar sobre caliente. Regreso a la inocencia de ese universo familiar que parece acogerme por unos segundos para rechazarme casi de inmediato con un a cada instante más frío, helado gesto.
A lo lejos se oye el llanto de un niño.
Él también ha despertado en medio de la noche. Solo, en una habitación atiborrada de enmudecidas sombras encorvadas, demanda un auxilio que no llega.
La humedad de mis piernas se evapora en silencio. Me sumerjo otra vez en el rumor constante de la fábrica de agua y escucho cómo – más allá de la terraza desolada, de la oscuridad que me rodea, de los pies descalzos – aterroriza y crece.
Cruzo mis brazos alrededor del torso como si fuera impostergable que alguien me quisiera.
Hay minúsculos granos de oro pegados a mi piel: olvidos de alguna etapa luminosa de mi vida, anterior a tanta pesadilla.
El sol vuelve a asomarse sobre los recuerdos iluminando una playa extensa y silenciosa, un mar color turquesa, unos cuerpos anónimos desnudos que fingen descansar sobre la arena sucia.
Pequeños parasoles amarillos estallan como hongos gigantescos sobre la superficie de color cemento.
Me enfrento a un espejismo hirviente donde el mar no se mueve. Retumba en el silencio el ladrido de un perro y todas las miradas de cristal oscuro se vuelven hacia donde estoy. Lejanas e indiferentes sobrevuelan mi cuerpo y mi cabeza, atrapan una imagen primaria, neblinosa, disuelta en un instante por el desencanto de no encontrar en su vuelo rasante ninguna víctima, ningún asesino. Regresan al turquesa infinito, al dorado solar, al calor de las dunas, a su paradisíaco tedio de colores trópicos y pieles cercanas: sudorosas, grasientas, oscuras como el parche de un manoseado tambor africano. Fatigadas y mudas.
Imprevistamente algo estalla en la terraza.
Una teja de cerámica arrastrada por el viento golpea contra el suelo, para, un segundo después, resonar como un grito de furia sobre el cristal de la puerta que, enceguecido por la lluvia, permite ver poco más que su opaca superficie transpirada.
Siento temor, tengo quejidos, tiemblo. Chapoteando en mis propias aguas ahora heladas – casi una filtración del mar cercano – quisiera volver al sueño nuevamente, encerrarme una vez más en aquel distante y vertical cubo acerado junto a la pequeña mujer que recibía vivaz y en silencio aunque sin moverse los embates de mi calentura. Esa misma mujer que ahora, brutalmente expulsada de mi cama y de mis sueños, sumergida en la penumbra de una habitación desconocida, se ahoga con su propia sangre rodeada de un paisaje tan desértico como amenazador.
Dante Bertini vive en Europa -léase Madrid, Barcelona, Ibiza, París- desde diciembre de 1975. Ganó el premio literario Sonrisa Vertical de novela erótica de Tusquets, publicó libros, integró el staff de diarios y revistas , y el jurado de diversos premios. Tiene muchas hojas escritas y miles de dibujos realizados, impresos y editados. La página de Wikipedia que lleva su nombre tiene más información que él mismo.
La pintura que ilustra el texto es de Oxana Samigulina.