El día que mamá me vio con el flequillo a la mitad de la frente puso el grito en el cielo. “Esa chica te domina”, dijo. Lo decía por Ethel, mi mejor amiga. El día del flequillo, Ethel me había convencido: “Yo sé cortar”. A mí me pareció bien; todo lo que ella decía me parecía bien. Así que dejé que me cortara el flequillo en el baño de su casa con esa tijera parecida a la que usaba mamá para trozar los pollos. Ethel miró la imagen de las dos en el espejo, después giró y me estudió unos minutos. Puso la tijera tan cerca de mis ojos que sentí el frío del metal. Chac, el primer tijeretazo. Después me rodeó. Chac. Era decidida. “Ya está”, dijo volviendo a nuestra imagen en el espejo. Mamá amenazó con no dejarme ir más a esa casa. Pero yo seguí yendo.
Una noche los padres de Ethel salieron a cenar, nos dejaron solas y Ethel propuso que nos midiéramos. Era hija única y yo su única amiga, así que cuando me quedaba a dormir los padres aprovechaban y salían. Nunca conté eso en casa. Los padres de ella eran diferentes a los míos. Habíamos visto Kramer versus Kramer en el living. Ellos tirados en el sillón, Ethel y yo en la alfombra. Después comentaron la película abiertamente, la madre dijo que apuntaba a los derechos de la mujer y dejaba al descubierto cuánto más fuerte es que el hombre. El padre dijo que trataba de algo más simple y que el matrimonio era una soledad compartida. Discutieron como si nosotras no existiéramos. Hasta que el padre se fue encima de la madre, metió las manos entre los huecos que dejaba el cuerpo de ella sobre el sofá. “Están las chicas”, dijo ella riéndose. “Que sepan lo que es el amor”, dijo él, nos miró y la besó con toda la boca.
Esa noche no pude dormir. Desde mi cama veía cómo el pecho de Ethel subía y bajaba al respirar. Me levanté para ir al baño y caminé en la oscuridad. Era capaz de hacerlo en esa casa como si fuera la mía, esquivando muebles, pasando justo por las aberturas. Cuando abrí la puerta del baño, vi a los padres de Ethel desnudos. Él estaba parado detrás de ella y le pasaba talco por la espalda. Alcancé a ver el cuerpo de la madre cubierto por una película blanca. Me miraron por el espejo. Yo cerré la puerta, volví a la cama y me aguanté toda la noche las ganas de hacer pis.
*
El día que nos medimos, Ethel buscó el centímetro en el costurero y lo trajo a la habitación.
—Desvestite y parate arriba de la cama—dijo. Obedecí.
—Pero sacate la bombacha, si no cómo te voy a medir—dijo molesta.
Me saqué la bombacha porque no soportaba que Ethel se molestara conmigo.
—Ponete derecha —dijo.
Intenté adivinar lo que ella quería de mí, si medir más o menos que yo. Aunque a ojo su cola era más grande que la mía. Ethel ya se había desarrollado.
—Tené acá —dijo, para que apretara el extremo del centímetro a la altura de mi cadera. Después me rodeó.
—Setenta —anunció como desde un estrado. Me dio el centímetro y empezó a desvestirse—. Ahora vos a mí.
Yo me incliné como para vestirme, pero Ethel me lo impidió.
—Quedate así—dijo, y se subió a la cama.
Hice como ella conmigo, tratando de mantener el centímetro pegado a su piel oscura y tirante. Hasta que llegué adonde ella tenía el dedo, cerca de su entrepierna.
—Tenés pelos—dije.
—Claro, nena —dijo ella, que me llamaba nena cada vez que yo hacía un comentario estúpido—. Y dentro de poco voy a tener como mi mamá.
—¿Cómo tiene tu mamá?
—Todo lleno de pelos, ¿nunca viste?
Jamás había visto a nadie desnudo. Pero ahora la tenía a ella parada sobre la cama, frente a mí.
—Tocá si querés—dijo.
La miré.
—Los pelos, tocalos si querés—insistió. Me quedé.
—Dale, que por tocar no vas a ser lesbiana—dijo.
Yo sabía que ser lesbiana era una mujer enamorada de otra mujer. Y pensé que podía ser que yo estuviera enamorada de ella. Toqué sus pelos. Los sentí duros, impostores en medio de la suavidad oscura de Ethel.
Cuando por fin saqué mi mano, ella sostuvo el centímetro a la altura de los ojos.
—Setenta y cinco—dijo.
La satisfacción le salió por los poros.
—El día que a vos te venga nos volvemos a medir y a lo mejor me ganás —agregó mientras se vestía, al tiempo que con un gesto me indicaba que hiciera lo mismo. Entonces pensé que quizás en el fondo Ethel deseaba que su enemigo fuese poderoso y así, también ella, serlo. Pero yo no era poderosa, mi único poder era ser su amiga.
Había logrado captar la atención de Ethel aquel día en que fuimos con el colegio al hogar de ancianos para pasar la tarde con ellos y una de las mujeres murió mientras jugábamos al Scrabble. Su cabeza dio un golpe seco contra la mesa. En la combi de vuelta, donde se aseguró de ir sentada al lado mío, Ethel dijo que yo había reaccionado bien, a diferencia del resto que se habían puesto a llorar como nenitas. Yo había sido la única que había atinado a llamar a la profesora que fumaba en el patio.
El día en que sucedió todo lo demás, sonó el teléfono en casa y, sabiendo que era Ethel, corrí a atender. Otra vez me invitaba a dormir: su prima había llegado de Buenos Aires. Nunca había visto a la prima, pero Ethel se la pasaba hablando de cómo se metía mar adentro; una vez había llegado tan lejos que el bañero la sacó. “Ella va a cuidarnos porque ya tiene quince”, dijo.
Cuando llegué, estaban en el cuarto. La prima tenía unos jeans piel de durazno que yo veía en los figurines pero que en el pueblo no se conseguían. La remera dejaba ver su panza y tenía la lengua de los Stones. Y el pasacassette. Era de los últimos, portátil, con la manija cuadrada como la cartera que usaba mamá para los casamientos. Lo tenían arriba de la cama, ellas dos tiradas boca abajo y con las piernas en ve apuntando al techo, absortas con el aparato. Apenas me saludaron; yo me tiré en la cama de al lado, fingiendo que no me importaba.
Al rato, Ethel se dio vuelta, me miró y dijo:
—Esta noche no dormís ahí, te voy a tirar un colchón en el piso—y siguió con lo que estaba haciendo. Apenas arrancaba la canción, la prima rebobinaba para que Ethel volviera a escuchar. “Viste lo que es la letra”, decía mientras la cinta rechinaba al ir hacia atrás. Así se la pasaron, ella rebobinando mientras Ethel anotaba en su libreta las canciones que, dichas al aire, sin música, sonaban como máximas: Si pudieras olvidar tu mente frente a mí/ sé que tu corazón diría que sí. Y a continuación los grititos de excitación de las dos. Me arrepentí de haber ido pero ya era tarde para volver y además me castigarían por ocultar lo de la prima. Esa noche ella armó mi cama. Bajó el colchón que estaba contra la pared con las sábanas que la madre de Ethel había dejado. Se rio al ver que eran de Sarah Kay.
—Cómo se nota que son pendejas —dijo.
Las palabras nuevas también llegaban de la Capital. Hacía poco que esa palabra se había empezado a escuchar en el pueblo.
Después de armar mi cama, la prima dijo:
—No se irán a acostar ahora, ¿no? —y salió de la habitación.
Me alegré de quedarme a solas con Ethel.
—Viste lo que sabe de música —dijo, sin soltar el pasacassette.
—Traje el libro—dije.
—Ni se te ocurra mostrárselo porque se va a cagar de risa—dijo Ethel.
Así que volví a meter el libro en la mochila. La historia transcurría en dos planos donde los muertos seguían presentes y se comportaban como si estuvieran vivos, tenían hambre y sentimientos. En el mundo había otra dimensión que no detectábamos pero que estaba ahí como una sombra.
Vimos venir a la prima con una botella de cerveza del padre de Ethel. La miré a Ethel, pero no dijo nada. La casa era de esas antiguas donde las habitaciones no tenían ventana y daban a un patio interno, así que cuando la prima entró y cerró la puerta fue como estar en una cueva. Después se sacó los abotinados que hicieron ruido al dar contra el piso y se tiró sobre mi colchón, sus tetas apuntando al techo, tan grandes como las de una mujer. Cada tanto tomaba del pico. Me dieron ganas de llorar pero me aguanté.
Al rato, la prima dijo: “El vecino de mi departamento vive solo porque sus padres murieron en un accidente”. Hizo una pausa y siguió. “Tiene una tía que se hace cargo pero no vive con él, aunque a la asistente social que viene hay que decirle que sí, si nos pregunta. Eso dijo mi mamá. El otro día él me invitó a su casa”. Al decir eso, volvió a tomar. Imaginé el líquido dorado como una catarata por su garganta. “No saben —siguió—,el pibe me mostró la ropa de los padres en el placard, las tazas con sus nombres: Fabián y Mariel. Después me dijo que la muerte de ellos no lo afectaba porque se había criado en un kibutz”. Dijo eso, alejó el pico y eructó.
—¿Saben lo que es un kibutz? No, no sabíamos.
De repente con Ethel éramos iguales, las dos adorando a alguien más fuerte. Y eso me gratificó, apaciguó por un instante la idea de poca cosa que sentía por mí misma.
La prima contó lo de los kibutz: “Es un lugar donde todo el mundo pone lo que puede y recibe lo que necesita”, dijo. “Por eso las madres dejan a sus bebés con cuidadores que los crían organizados por turnos”.
—¿Se imaginan? —preguntó, aunque no era una pregunta sino una forma de asegurarse de que la seguíamos. Y continuó—: Es más, él está seguro de que su padre no era su padre porque en los kibutz intercambian las parejas. Y que por eso él los llamaba por sus nombres, Fabián y Mariel.
Se hizo silencio y entonces Ethel dijo: “Si yo no viviera con mis papás haría todo el tiempo lo que quiero”.
La prima la miró:
—No entendés nada—dijo.
Para mi asombro, Ethel se quedó muda. En el colegio nadie la hacía callar y siempre levantaba la mano.
Después la prima puso su atención en mí.
—Y vos qué decís, pendeja.
Me vino de pronto a la cabeza eso que contaban mis padres en las reuniones familiares. Yo tenía tres meses y no paraba de llorar. Ellos por fin habían podido alquilar su primer departamento en un edificio que era una pajarera, decía papá. Y temían que los vecinos se quejaran. “No podíamos calmarla”, contaba mamá y nunca me miraba cuando lo hacía. Pero eso no era todo. Papá, de la desesperación, contaba mamá, me tiró contra la cama como si fuera un paquete. Y después se reía a carcajadas. Lo que ellos nunca contaban era el final: que la que me calmó ese día fue una vecina. La mujer tocó la puerta, me sostuvo en brazos y yo me calmé.
Entonces de la nada dije: “¿Vieron ese chico al que criaron los gorilas? Cuando lo encontraron en el bosque no sabía ni lo que era un picaporte. Por más que no nos guste, somos esclavos de los otros desde que nacemos”.
Mi boca se había independizado de mi cerebro. Y los ojos de la prima enfocados en mí, me daban impulso. Seguí: “Si no por qué en las películas, cuando están por morir, lo que quieren saber todos es si el otro los quiere”.
La habitación era ahora un gran palco. Las había hecho callar a las dos. Le arranqué la botella a la prima y tomé tan de golpe que sentí el líquido impactar dentro de mí y rebotar hasta acomodarse en mi interior. Y lo que vino después se pareció a flotar. Tomé más. Nunca en la vida había tomado. Sabía que los adultos después de tomar olvidaban los problemas. Eso al menos le pasaba a mamá. Su rictus se distendía y decía cosas. Una vez, al regresar de una fiesta, fue hasta mi habitación y desde la puerta dijo que hubiese preferido no tener hijos.
—Bueno pendejas, a dormir que ya es tarde para ustedes—dijo de repente la prima.
Hacía calor, así que dormimos en bombacha y remera. Con Ethel siempre íbamos al baño a cambiarnos, pero ese día la prima se sacó la remera ahí nomás y sus tetas quedaron al aire. Nos ordenó que hiciéramos lo mismo y después apagó la luz.
Era de madrugada cuando abrí los ojos y tenía la cara de la prima tan cerca que pude sentir su aliento ácido y caliente. “Pasate conmigo”, murmuró antes de volverse a su cama moviéndose como un gato en la oscuridad.
Tiempo después, tantas veces intentaría reconstruir ese momento. El momento en que obedecí como lo hacía siempre. Obedecer era para mí como haber nacido deforme, con una mano inútil o un ojo muerto. Era dócil, y ese era mi defecto. Una lisiada sin que eso estuviera a la vista. Me pasé a su cama y ella se corrió para hacerme lugar. “Voy a chuparte toda, pendeja, y te va a gustar”, me susurró al oído, pero fue un susurro con el mismo tono con el que un rato antes había dicho qué música teníamos que escuchar.
Su cuerpo me pesó y sentí el roce de sus tetas calientes. Después abrió mis piernas, ajenas y flojas como las de un muñeco desarticulado. Me quedé quieta, sentí un calor abajo, agradable y punzante a la vez. Y miedo. Pero el miedo era más débil que lo tibio que la prima derramaba entre mis piernas; fuera lo que fuese, me atraía y me repelía con la misma intensidad. Cuando apareció por debajo de las sábanas, me dijo: “Qué pena que todavía no tengas tetas si no también te las chupaba”. Sus ojos eran negros y profundos.
Después se fue y yo me quedé ahí, inmóvil. Sobre el póster del bosque, que habíamos elegido con Ethel por esa frase sobre el destino, se dibujaban unas líneas de luz que entraban por las hendijas de la persiana. Me metí en ese bosque y empecé a caminar. La masa compacta que formaban los árboles se abría para dejarme avanzar. La oscuridad me engullía y yo me entregaba. Mi corazón se aceleró y lloré. Debajo del póster había una foto del día en que con Ethel conocimos la Piedra Movediza. En esa foto nuestras caras están tan pegadas, tan juntas. Como si hubiéramos nacido así.
Laura Galarza nació en Buenos Aires, es psicoanalista, escritora y crítica literaria. Colabora en el suplemento Radar de Página|12, INFOBAE Cultura y Fundación La Balandra. Fue columnista literaria en radio Del Plata, Radio con Vos, y de Alabadas, (acelerador cultural para la equidad de género). Es asesora literaria del departamento Enlaces de la Escuela Lacaniana de Buenos Aires. Desarrolla La Solapa de Laura y Nati, una serie sobre libros en Youtube. Publicó Cosa de Nadie (Del Dock, 2014) que ganó el premio Fundación Acero Manuel Savio y Date cuenta de tu suerte (La parte maldita, 2020). Coordina talleres literarios de manera particular e institucional y gestiona eventos de difusión de la lectura para organizaciones y empresas. El cuento Piedra movediza forma parte de su último libro editado.