Truman Mag

Revista de Ideas

Ficción

Vivir afuera

Copenhague

¿Cuánto tiempo vivió en Copenhague? Carla lo piensa unos segundos y me responde que en total fueron dos años y unos meses. Ahora vive en Madrid, pero hasta el año pasado vivía allá. Viene el mozo y nos pregunta qué queremos. Ella abre el menú y aparece la foto de un jamón bellota, el jamón más premium de España. En cuanto lo ve, Carla cierra el menú con fuerza, respira y pide un agua con gas. 

Llegó a Copenhague y enseguida se hizo dos grupos de amigos, uno de latinos y otro de daneses. Carla estudió Danza en Buenos Aires, así que le encantaba salir con los dos grupos y ver el contraste entre uno y el otro: los latinos gritando y bailando toda la música como si fuera reguetón, y los noruegos más duros, los cuerpos altos moviéndose como si fuera un vestido de una sola pieza. Ahí conoció a Jens. “Lo primero que me sorprendió fue lo bien que bailaba. Después me contó que había tomado clases de salsa”. Ella ya había estado con algún danés, pero no le había gustado mucho. Demasiada distancia cultural. No sabía qué les pasaba, que sentían. Por eso siempre salía con latinos o a lo sumo con españoles o italianos. Pero Jens fue insistente, la invitó a tomar algo y se quedaron charlando toda la noche. Le contó que había viajado por Centroamérica, que había hecho clases de salsa en Puerto Rico. Incluso podía hablar un poco de español. Él era lindo, con el pelo largo, y ojos verdes. Diferente al típico rubio alto robótico danés. Se besaron y él la invitó a ir a su casa. Ella casi acepta, pero su compañera de piso peruana le dijo que estaba muy borracha y que se sentía mal, que por favor la acompañara a la casa. Carla le dejó su número, le dijo que podían quedar para bailar otro día, lo volvió a besar y se fue. 

Pasaron tres días y Jens no le había escrito. Carla le preguntó a sus amigos daneses, pero ninguno lo conocía. Cuando empezaron los dolores, al día siguiente, se olvidó del tema. Eran retorcijones en la panza y mareos. Al principio Carla pensó que le había venido, pero cuando empezaron los vómitos se dio cuenta de que había algo mal. Esperó un día para ver si se le pasaba, pero seguía igual. “Se sentía como si tuviera una licuadora en la panza”, me cuenta Carla mientras se sirve agua con gas. Hizo una consulta y le recomendaron que tomara antibióticos y que se hiciera un chequeo general. Le hicieron una prueba de sangre y de orina, audiometría, y una gastroscopia. Carla recuerda el hospital limpísimo, y el vértigo y el terror de estar enferma a miles de kilómetros de su casa. Cuando terminó todo, lloró en el baño del hospital y se acordó de su gato.

Al día siguiente la llamó el doctor y le dijo que necesitaba su autorización para pasarle su diagnóstico a la policía. Carla pensó que había entendido mal cuando escuchó eso. El médico le dijo que se sentara. Le explicó que en la gastroscopia habían encontrado una bacteria en su estómago que era la que le había causado los dolores. La bacteria, llamada Pseudomona, aparece solamente cuando una persona come carne humana. El protocolo era ese, necesitaba que ella lo autorizara a avisarle a la policía, y que seguramente la iban a citar. De las siguientes horas, Carla tiene un recuerdo nebuloso, confuso: contarle a sus compañeros de piso y a su familia, y que nadie entendiera nada, los policías altos en la puerta de su casa, pidiéndole que por favor la acompañaran, el viaje en una camioneta policial por Copenhague. “En mi cabeza, estaba segura de que ese mismo día me iban a deportar o a encarcelar. Yo rezaba porque me deportaran, en ese momento no me imaginaba nada más lindo que estar en un avión volviendo a mi casa”. Cuando llegaron, los dos policías la acompañaron hasta una habitación que parecía un espacio de coworking. Le ofrecieron agua y ella respondió que no. Un rato después, Carla no tiene idea de si fue mucho o poco, entró un tercer policía. Le volvió a ofrecer agua y ella ahora respondió que sí. Estaba agotada por ansiedad, le dolía la cabeza de tener los dientes apretados por los nervios. El policía le explicó la situación con un tono de voz tranquilo y amable, como si le estuviera leyendo un catálogo de muebles de diseño. En el tiempo que ella había estado ahí, le dijo, habían revisado todo su departamento, y ya sabían que ella no era caníbal. “Nunca en mi vida me voy a olvidar nunca de esa oración: ya sabemos que no sos caníbal, dicha por un policía danés”, dice Carla. Pero ahora necesitaba que le contara qué había hecho en las últimas dos semanas, para entender por qué habían encontrado esa bacteria en su estómago. Carla le empezó a contar su rutina, que trabajaba atendiendo a gente en un vivero, que le gustaba salir a andar en bici, que tenía dos compañeras de piso. El policía la escuchaba atento y anotaba todo lo que decía. Cuando Carla terminó de explicar, le explicó que la bacteria podría ser transmitida a través de la saliva, y que necesitaba que le dijera si se había besado o si había mantenido relaciones sexuales con alguien en las últimas dos semanas.  “Cuando me dijo eso me vino, de repente, la cara de Jens a la cabeza y el momento en que nos besamos. Me quedé callada y empecé a temblar”.

Una vez que lo identificaron, Carla supo que Jens no se llamaba Jens sino Emil Jepsen. Emil Jepsen tenía 29 años y vivía solo en un departamento en Vesterbro, un barrio a veinte minutos de donde vivía ella. La policía allanó su casa y encontró un congelador horizontal, como los que usan los kioscos para guardar los hielos y el helado. Adentro, Emil Jepsen guardaba los restos de Gardine Kol, una chica que había desaparecido hacía un par de meses. Del cadáver de Gardine Kol solo se conservaban algunas partes, que Jepsen todavía no se había comido. Carla no quiso ver fotos ni videos del momento en que lo detuvieron. “Lo que más me aterra y no quiero saber es si la misma noche que nos besamos él había comido carne humana. Una vez por semana mínimo tengo pesadillas con eso”.

En cuanto pudo, Carla arregló todo y se fue de Copenhague. Vuelve el mozo para saber si queremos algo más. Ella me explica que no va a abrir la carta porque no puede ver carne: “Ni siquiera en la tele o en anuncios en la calle, o impresa. Si veo carne tengo que mirar para otro lado. Cualquier tipo de carne: cortes vacunos, embutidos, picada. Espero que se me pase algún día”.

Dresden

Antes de empezar a contarme su historia por Zoom desde Londres, Nicolás me aclara que Dresden es una ciudad increíble. “Tuve la suerte de poder estar en el palacio de la ciudad y es uno de los lugares más lindos en los que estuve en toda mi vida”. Nicolás es desarrollador y viajó a Londres hace cuatro años. Se fue de Argentina con el objetivo de vivir en la mayor cantidad de ciudades que pudiera. Las primeras semanas fueron un poco duras, pero a los pocos meses ya estaba totalmente adaptado. “Hice un grupo de amigos y empecé a salir con una chica inglesa. Cuando ya me había acomodado del todo, cuatro meses después de llegar a Londres, me llegó una oferta desde Dresden, Alemania”. Al principio, Nicolás no quiso saber nada. Pero las condiciones eran demasiado buenas. Lo ascendían de puesto, el sueldo era el triple, le pagaban el alojamiento. Lo más difícil fue arreglar con su novia, porque estudiaba y no se podía mudar. Quedaron que ella lo iba a ir a visitar en cuanto pudiera.

“Lo primero que sentí cuando llegué a Dresden fue frío. Ya me había acostumbrado al frío londinense, pero esto era mucho peor: un frío violento, que se pegaba a la piel como una gelatina, y era difícil de sacar”. Apenas llegó tuvo un pensamiento fugaz de que había sido una mala idea irse de Londres. Pero se le pasó cuando vió el departamento que le alquilaba la empresa. “Era un palacio. En Londres yo pagaba carísimo una habitación chiquita, en un departamento compartido con tres personas. Lo que más me gustó fue que desde mi cama podía ver la parte antigua de la ciudad. Era increíble despertarse, abrir los ojos y encontrarse con eso”. Al día siguiente conoció a sus compañeros de trabajo: siete programadores, todos hombres, todos alemanes, todos más jóvenes que él. “En el momento que los ví entendí que no me iba a poder hacer amigo de ellos. Cuando entré casi ni levantaron la vista de las computadoras”. El único que se levantó de su escritorio y lo saludó fue un chico alto y rapado. Le dijo que se llamaba Volker, le dió la bienvenida y le explicó todo lo que necesitaba saber. “Me cayó bien inmediatamente, porque era parecido a un amigo de Argentina. Físicamente era igual, además se movía parecido”. 

Aunque la televisión hablara de un invierno histórico, con un frío que bajaba desde Rusia y mataba a gente en toda Europa, él se ponía la ropa más abrigada que tenía y salía a caminar. Cuando hacía estos paseos, Nicolás solo escuchaba gente hablar en alemán. Ningún otro idioma, ni siquiera inglés. Parecía que casi no había gente de otros países viviendo en Dresden. El único amigo que iba a poder tener, por lo menos hasta que terminara el invierno, iba a ser Volker. “En general era amable, pero tenía muchos cambios. Había días que a la mañana estaba de muy buen humor, y un rato después se ponía más callado, más hostil. Había días en los que directamente no me hablaba, tenía una energía medio rara. La sensación que me daba era que yo podía conocer solo la superficie de Volker, pero que existía toda una parte de él que no iba a conocer nunca”.

Fue en uno de esos paseos que los vió por primera vez. Al principio no entendió qué era. Pensó que era un concierto y se acercó. Cuando vió la bandera roja y negra sintió un escalofrío que le bajó por adentro de las tres capas de ropa que tenía puestas. Eran veinte o treinta hombres, todos vestidos de negro con capucha y con jean, todos gritando consignas en alemán. “Me acuerdo que lo que más miedo me dió fueron las banderas con letras en alemán que no entendía. Otra cosa que pensé cuando los ví fue que estaba viendo gente normal. Si no hubiera sido por las banderas y por cómo gritaban, podía haber sido un grupo de gente que salía de trabajar. Me tapé la cara y me fui lo más rápido que pude”. 

Un par de días después de que Nicolás viera la marcha, salió la noticia de que un grupo de neonazis habían prendido fuego a un tipo en la calle. “Tuve unos días de preocupación. Un par de noches soñé que yo era la única persona extranjera en Dresden, y que la ciudad estaba llena de nazis. Le pregunté a Volker por los neonazis y puso una cara rara. Me esquivó la pregunta, me dijo que no conocía a nadie así. Alguien me había dicho que siempre que le preguntás sobre los nazis a un alemán vas a recibir una respuesta rara, así que tampoco sospeché nada”. Decidió dejar de pensar en eso y concentrarse en el trabajo. Las dos semanas que faltaban para Navidad pasaron rápido. Su novia viajó de Londres a visitarlo. Visitaron el Striezelmarkt, el primer mercado de Navidad del mundo y pasaron las fiestas juntos. 

Fue un 6 de enero. “Me acuerdo porque era el Día de Reyes, que en Alemania no se celebra, pero en mi familia siempre nos juntábamos”. Su novia ya se había vuelto a Londres y Nicolás sentía que volvía a vivir en esa rutina fría y solitaria. “Por primera vez desde que nos conocíamos, Volker me invitó a ir a tomar una birra fuera del trabajo. Lo tomé como un avance, sentí que había subido una barrera y me permitía pasar”. Fueron a Blazewitz, un barrio en el este de la ciudad en el que Nicolás nunca había estado. Tomaron una cerveza atrás de la otra. “Era como si de pronto Volker se hubiera abierto. Contó chistes, me contó de su familia”. Nicolás no se acuerda de cuántas birras fueron en total. “Terminé totalmente borracho. En un momento, Volker me dijo que salía un segundo a fumar y que volvía a entrar. Me quedé esperando. Pasaban los minutos y no volvía. Me asomé por la ventana y no lo ví. Muy raro. Cuando pasaron veinte minutos, pagué las birras, le mandé un whatsapp y salí”. Lo agarraron cuando había hecho un par de cuadras. “Yo estaba borracho, concentrado en Google Maps para no perderme, pensando en que me estaba meando, cuando sentí un empujón de atrás”. Eran cuatro, uno que se veía mayor, de unos cincuenta años, y otros tres que tenían su edad. Los cuatro rapados y vestidos de negro. Nicolás cayó hacia adelante, y lo empezaron a patear. “No sé cuánto tiempo duró todo. Sentía los golpes, pero lo único que pensaba era que por favor no me prendieran fuego, que no me mataran. Escuchaba que me gritaban cosas en alemán”. Lo salvó un vecino de Blazewitz que bajó porque había escuchado ruidos. Les empezó a gritar, y consiguió que le dejaran de pegar. Unos minutos después llegó la policía, y los neo nazis intentaron escaparse. A Nicolás lo mandaron al hospital. Tenía una costilla fisurada. 

Un par de días después, Nicolás supo por un policía que uno de los neo nazis era el hermano de Volker. No quiso volver a la oficina ni tampoco involucrarse en la causa judicial contra los que lo habían atacado. Cuando termina de contar su historia, Nicolás se queda unos segundos callado, pensando. “Ahora me da un poco miedo escuchar gente hablando en alemán. No me pasa muy seguido, pero si escucho a alguien en la calle hablando alemán enseguida se me pone la piel de gallina. No importa que sea hombre o mujer. Pero bueno, ya se me va a pasar”.

Juan Ignacio Sapia nació en Lomas de Zamora pero vive en Barcelona. Escribió muchas cosas diferentes: discursos políticos, informes de marketing, botones de aplicación, reseñas de películas y monopatines eléctricos, un libro de cuentos. De vez en cuando, escribe perfiles de celebridades random en su Medium.

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