Empecé a escribir “La ruta del maíz” mucho antes de abrir un documento en blanco y ponerle título. Antes de siquiera proyectar esa estructura que se armó en mi mente y me sostuvo hasta convertirla en materia. Fueron varios los factores que influyeron pero podría asegurar que el antecedente más claro, el que marcó un antes y un después, y que desembocó en el viaje que emprendí entre 2019 y 2020 para escribir el libro, fue un espacio que mantuve durante más de cuatro años en una revista online, sobre alimentación consciente. En busca de conocimientos empecé a cursar la cátedra libre de Soberanía Alimentaria en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Y ahí entendí la dimensión del desastre que estaba provocando el sistema de producción de alimentos en nuestro país.
La cátedra descorrió un velo. Algo de lo que aprendí ahí lo cuenta Martín Caparrós en “El hambre”. El incremento de la actividad agrícola que se inició durante la década del 60, en Estados Unidos y se extendió al resto de los países en las décadas siguientes, a través de la “Revolución Verde” tuvo como enorme excusa erradicar el hambre en el mundo. Pero los métodos que utilizaron para lograrlo, en realidad, provocaron todo lo contrario. Producción industrial, monocultivos transgénicos y agrotóxicos fueron la clave para que los alimentos se encarecieran y se transformaran en commodities, objetos de especulación en la bolsa de valores.
La visión de Argentina como “el semillero del mundo”, se modificó hasta perder sentido. A mediados de la década del 90, en pleno menemismo, la producción de alimentos se intensificó con el ingreso de la soja transgénica. Pero su cultivo, más que para transformarse en comida, fue destinada a la exportación como forraje, para alimentar animales en Europa o en China, también para elaborar biocombustibles. La tierra perdió fertilidad por el monocultivo y los venenos, y la gente de la zona comenzó a enfermar. Las historias de los pueblos fumigados, los casos de niños y adultos con cáncer en lugares como Malvinas Argentinas, Córdoba; o Gualeguaychú y Paraná, Entre Ríos, fue abrumador. Igual que la lucha de esos pueblos que se organizaron para resistir.
No lo podía creer. No podía creer que a pocos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires la gente enfermara y muriera, y eso no fuera motivo de escándalo nacional. Por entonces eran pocos los periodistas que lograban traspasar el cerco mediático que protegía los intereses de las multinacionales semilleras y tóxicas. Monsanto, ahora Bayer. Era un fantasma poderoso. Por eso el trabajo de Darío Ávila, Soledad Barruti, Patricio Eleisegui, Fernanda Sández me guiaron por la trama más siniestra que podría haber imaginado. En la facultad, la nutricionista Myriam Gorban y el abogado Marcos Filardi eran responsables de generar un movimiento entre los que asistíamos. La información dejaba de ser dato y tomaba la forma de los protagonistas, se volvía palpable.
Cambiar era la clave. Cambiar la forma de alimentarnos, de acceder a esos alimentos, pero también de vincularnos con la naturaleza. Menos supermercados y ultraprocesados, más verduras y frutas sin venenos. En 2014, éramos pocos, pero de alguna forma eso comenzó a multiplicarse. Sin duda, los productores familiares, entre ellos la Unión de Trabajadores de la Tierra influyeron para que bolsones de alimentos, a precios accesibles, llegaran a las ciudades.
Pero el camino se hace largo y cuesta arriba. Más del 75% de las tierras cultivables, en Argentina, están sembradas por soja, maíz y algodón transgénicos. Las políticas públicas favorecen al extractivismo en todas sus formas. Tal vez en el gobierno actual haya algunos gestos importantes, como la creación de la dirección de Agroecología, con el ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá a la cabeza. O el nombramiento de Nahuel Levaggi, uno de los fundadores de la UTT al frente del Mercado Central. No es suficiente. Porque el modelo agroexportador crece en un contexto de crisis climática y ambiental sin precedentes, que pide a gritos decisiones políticas en otra dirección.
¿Sería posible la producción agroecológica de los cultivos a gran escala? ¿Podríamos, con la tecnología actual, hacer un uso más sustentable de la tierra, sin contaminarla?
Esas preguntas me guiaron en mi ruta. Primero, Catamarca y la historia de mi familia con el maíz. Luego El Rodeo Grande, cerca de Tafí del Valle, en Tucumán, para conocer a la primera entrevistada: una productora de maíz nativo y criollo que sabe lo que significa la libertad de tener sus propios cultivos. Más tarde vendría Jujuy, donde las montañas y el maíz tienen la misma diversidad en los colores. Y donde se siembran proyectos cooperativos, como el de Cauqueva, que produce alimentos a base de maíz.

Un año y tres meses duró el viaje. Mientras desarrollaba el trabajo de campo, sitios que había estudiado en el colegio se levantaban, reales, frente a mí. Estuve en Tiwanaku y La isla del sol; en La Paz y el Valle Sagrado de Cusco; en Machu Picchu y la selva de Madre de Dios. En la tierra de los quechuas y los aymaras, esa región que conocemos hoy como Bolivia y Perú, tuve un acercamiento a la cultura que considera a la naturaleza como la madre de todo, la Pachamama. Participé de una cosecha ritual en la cima de una montaña y entendí el valor de conservar la cultura viva.
En México me mostraron el sistema de la milpa, en el que cada vegetal cumple con una función: maíz, frijoles, calabaza, se hermanan y nutren la tierra para crecer, metáfora de cualquier vínculo saludable. También aprendí de la resistencia de las comunidades nativas ante el “Mal Gobierno”, y el ejemplo de autonomía territorial y cultural de los zapatistas. En Chiapas asistí a un “Encuentro de mujeres que luchan” junto a miles de personas y sentí, como nunca, la fuerza del feminismo hervir en nuestras entrañas brujas para sanar antiguos dolores.
Claro que vi contradicciones, no existen modelos ideales. Pero es fácil elegir cuando un paradigma tiene como base el respeto por la naturaleza y los derechos humanos. En contra de la legislación y los acuerdos internacionales que avanzan en el patentamiento de semillas, conocí a los guardianes que las comparten para que siga existiendo biodiversidad en la Tierra.
Me asombra analizar a la distancia cómo las experiencias se conectan unas con otras y aparece gente clave para hacerme avanzar o darme una mano cuando la necesito. Amigos viajeros, integrantes del movimiento Slow Food, empleadores, estudiantes que se anotaron en mis talleres y hasta un contrato editorial, me permitieron continuar siempre hacia la siguiente escala.
Las voces de los protagonistas surgen claras, las problemáticas se repiten en las regiones visitadas. El norte global arrasa con el sur global a través del neoextractivismo, como denominan Maristella Svampa y Enrique Viale en el libro “El colapso ecológico ya llegó”, a esa manera de explotar bienes naturales sin importar el costo socioambiental.
Por eso la resistencia y las propuestas alternativas continúan vigentes, porque los proyectos extractivistas nunca frenan, y los eventos transgénicos se aprueban sin ninguna ética ni control. Entonces se renuevan los reclamos, muchas veces, a costa de las vidas de los miembros de las asambleas y los ambientalistas, porque oponerse a ciertos proyectos y cuidar los bienes naturales en contra de los intereses corporativos parece ser letal.
El libro que escribí, una crónica en primera persona, se suma a la bibliografía sobre un tema tan vigente como las luchas por el acceso al derecho a la tierra, al alimento y la salud. A su vez, es una crónica de viaje en primera persona, un relato de mis propias experiencias y una expresión de deseo, tal vez una plegaria que intenta generar conciencia y transmitir la necesidad de involucrarnos para frenar este ecocidio.
Karina Ocampo nació en Buenos Aires, Argentina. Estudió locución en Cosal y periodismo en la extensión Iser de la Universidad de la Plata. Durante más de cuatro años tuvo un espacio en la revista Ohlalá! sobre alimentación consciente y sustentabilidad. Fue parte del medio online Ensalada Verde, escribió en medios como La Nación, La Agenda, La Gaceta y también colaboró en Letras Libres, de México, entre otros. Hoy produce contenidos para redes y trabaja en el ámbito de la enseñanza. La ruta del maíz, editado este año por Galerna, es su primer libro.