Truman Mag

Revista de Ideas

Pensamiento

Política y desinformación: la urgencia de una agenda de ideas lentas

Pensar la política argentina de forma coyuntural se me aparece como arrojarme velozmente a un análisis en sepia. Y, si se me permite mezclar metáforas, no hay var al cual reclamar. Es necesario más que un carácter temerario para escribir con tino sobre Argentina. Las historias, todas ellas, se definen por su carácter de evolución; pero la sensación es que en nuestro país entre las acciones de obturar y capturar una foto ya ocurrió una alteración pasmosa, inevitable.

Los sujetos de la política pública y privada pugnan por ponerle un acento natural a lo que todavía entendemos por verdad, realidad, libertad y todos los tópicos que se intentan distribuir, desde siempre, como universales. Las definiciones generales son sencillas porque nos libran de pensar en los límites históricos que suelen dar pereza. Los enredos a partir del sintagma “es más complejo” son un poco más demenciales; pero cuando los nudos se aflojan el pensamiento sí puede enancarse sobre bases generales teñidas de historia (tiempo, espacio y sujetos).

Cuando advirtamos que la vida necesita a la ficción, automáticamente tocará asumirla en su existencia objetiva como mercancía: ese fue el punto exacto en que perdimos la batalla por la buena verdad. Siglos y bibliotecas no deberían acumularse en vano. Es momento (se nos hizo tarde) de aceptar que el problema de los grandes conceptos universales no es que sean una ficción, sino que lo serán por siempre y que una vida sin modelos hechos de fantasías y fantasmas no es posible salvo que queramos acelerar la muerte por vacío. Estoy convencida de que no deseamos morir. Entonces la alternativa es intervenir.

La perversión no es un desvío, es un modelo

Quienes se dedican al chequeo de noticias, declaraciones y datos confirman lo abrumador que es lidiar cotidianamente con esa tarea. La desinformación o la manipulación deshonesta y perversa de aquello que reconocemos como noticia (un género, una ficción, pero de la que repito, necesitamos) no es un desvío o una mala consecuencia: la desinformación es el modelo. La tentación en la que se cae hasta el cliché es la cita a Guy Debord. Sin embargo, aunque la cultura mainstream y accesible que habita los espacios mediáticos continúa ostentando su rol espectacular, ya no somos sujetos de pura butaca. Arengamos, discutimos, nos indignamos y opinamos sobre todo, y lo hacemos con mayor o menor extensión de caracteres: somos el espectáculo y de tan visible que esto resulta, estamos ciegos como ante un cielo diáfano de primera mañana.

De un tiempo a esta parte asistimos a la unción de personajes que hicieron carrera en el ambiente del espectáculo y que aterrizaron en las tierras de la coyuntura social y política como portavoces de la provocación para el zócalo y la viralización en redes. Tanto por adhesión, ironía o necesidad de mostrar el horror que nos separa, constituimos la cadena de eslabones que estas personas necesitan para ostentar no sólo una imagen, sino para conspirar y tejer una serie de debates que causan simpatía pero que ponen de manifiesto la legitimación de la voz del poder mediático. Y denunciar esto con arengas morales y un dedo acusador no alcanza.

Como tampoco alcanza contar con instrumentos sin capacidad de sanción que sólo pueden proponer educar a través de recomendaciones a productores y panelistas (un panel es un pedazo cuadrado o rectangular de alguna superficie: el lenguaje no sólo constriñe, también nos burla). Las buenas intenciones no gobiernan sino que ceden la capacidad de gobernar a quienes manejan de taquito la picardía, el ritmo mediático y la autoestima disociada de algo así como “los demás”. Poco importa si lo que dicen que piensan y hacen (o toman) frente a las cámaras es “real” sino que sus efectos se comprueban. Entre fanáticos y personas con la necesidad de creer, el daño se manifiesta geométrico.

La libertad puede ser un significante flotante para discutir en la mesa del bar o en el conversatorio pautado por zoom, pero la libertad de expresión en su dimensión política, y aunque suene antipático, no puede ser tan laxa. Al fin y al cabo, la sociedad por construir en la que nos pienso es una configuración que no responde a los deseos despóticos individuales sino a la calidad de satisfacción de los anhelos colectivos y colectivizantes. Lo bueno y lo mejor no atropellan, nos mecen entre orillas. 

La libertad y la rebeldía tutelada

¿Cómo se gobierna cuando los empresarios de los multimedios consideran a los políticos como sujetos con cargos menores o cuando toda crítica (cualquiera y de cualquiera)  al poder del Estado se vuelve vinculante? Somos un país peronista (el que se enoja acá, pierde: todos somos peronistas, es una composición histórica que nos constituye por oposición, adhesión o goce ignorante de sus conquistas) y eso tracciona a la calle a las rebeldías más urgentes, a sus sectores naturales pero también a las desclasadas, esas a las que jamás hubiésemos querido calificar de rebeldías.

En estos días de renovada preocupación por la educación como espacio contenedor, la mirilla se posó en el morbo que estimula hallar escenas de dolor melodramático y declaraciones sangrantes. El llanto mediador de una madre porque su hijo también llora por no tener clases presenciales refiere a la eterna tutela como ejercicio de poder. Sin dudas tenemos problemas de comunicación, menos por una falta y más por una saturación. Tampoco hay voluntad de escuchar al otro cuando la frecuencia interna no se apaga. El problema no es la madre, es el dispositivo que la expone y el ruido al que nos dispone.

Pareciera que estamos atrapados entre apreciaciones reactivas frente a cada tema. Carecemos de serenidad ante una realidad con la que deberíamos mantener una posición en principio agnóstica y un acercamiento distante o al menos cenital que luego nos permitiese, como en un juego de zoom, adentrarnos en el alma del sistema general. Estamos acostumbrados al ruido y nos sentimos cómodos en él. Pero la comodidad no es caldo de pensamiento crítico sino más bien tierra fértil para su amesetamiento. Discutimos sin puntuación como en un chat apurado, con la percepción devenida en feed de Twitter, como afirma J.P. Zooey en su libro “Corazones estallados”. Todo nos demanda por obligación tener una opinión, al menos la ajena, la de otros, algo que parezca propio y que vamos a defender mediante combate antes de aceptar que no podemos más. La obligación de tener una opinión sobre todo, ser elocuentes y sarcásticos bajo la asunción de que el engañado está afuera y no adentro, es una lógica cotidiana abyecta.

¿Por qué discutimos con propuestas ajenas en vez de intentar sintetizar y ofrecer una más dialógicamente propia? ¿Por qué contestamos en vez de re preguntar? Una vez más, creo que estamos tarde. Si la vida todavía tiene espacio y tiempo para ser vida, cada vez será más hostil y alienante recuperarla en plena proliferación de símbolos que nos escinden y que entre tantos gritos, hashtags, tendencias y cámaras en directo profundizan la recepción en un silencio hiper estimulado (en lugar de un silencio en el que pueda nacer la auto pregunta sobre qué pienso y por qué lo pienso). Si les preocupa la ideología, la mala noticia es que los más convencidos padecen exceso de heteronomía.

Algo de esto podría evitarse si desde los distintos campos de poder democráticos (políticos, intelectuales, corporativos) dejásemos de construir la idea de verdades tan líquidas que a la vez resultan tan estables (si el mandato es que no hay mandato, pues lo hay), si la propuesta fuese apostar por verdades democráticas que se permiten conversar en vez de sobrar y aglutinar por convencimiento y no por oportunismo. Jerarquizar las transformaciones y trabajar en simultáneo entre las que no precisan fuerzas de choque de emergencia no es desestimar injusticias históricas sino representar a los sujetos y sujetas más precarios y urgentes. Para identificarlos sólo hace falta registrar aquello que el mercado todavía no hizo remera o frase para taza.

Es cierto, no siempre la relación de fuerza está de nuestro lado. Pero eso habilita la tensión y la posibilidad de apurarla de a momentos. Ninguna transformación ocurre para la alegría universal y el Estado cuando imita el espíritu de la publicidad vuelve todo una tragedia. Mejor así: el conflicto es salud institucional. Mucho acuerdo y pocas nueces no es política, es turismo.

La atención: dónde y cómo hablar para volver a escuchar(nos)

Todo proyecto político en el poder sabe que alguna batalla por acentuar el mundo y sus alrededores más temprano que tarde se perderá. Pero hasta ese momento las piezas de la política que juegan por la ampliación democrática deberían moverse hacia adelante y negociar un poco menos sus límites. Esto es casi físico: cualquier objeto o composición intangible se agujerea y desmorona más fácilmente desde sus bordes que desde el núcleo (cuando el centro es lo que implota, el problema era la base y no el diseño de interiores).

Similar a la paradoja de la tolerancia, para tener una democracia más larga y ancha, la libertad debe gozar de una cualidad ambivalente, la de ser derecho y ser obligación.

Lo ideal sería asentarnos en “otras regiones de la conciencia”, expresión acuñada por Walter Benjamin sobre las transformaciones de la percepción y el conocimiento a partir del cine; asentarnos en donde exista la posibilidad de un diálogo en el que sobrevivan las posibilidades de ver, escuchar y ser solidarios con un otro. No se trata de velar las pertenencias de clase sino de re enlazarnos entre pares que se dan la espalda.

Por ejemplo, ¿qué pasaría si un día apagamos todo y nos dedicamos a vivir mediados por objetos de no inmediatez? No hablo de las propuestas de la desvinculación o el aislamiento anarquista, sino de agruparnos apoyados en artefactos sin una programación para la reacción. Una agenda de ideas lentas puede resultar la propuesta de un moderno o un humanista antiguo, pero en realidad se trata de un desfasaje que la misma contemporaneidad reclama sí, como dice Giorgio Agamben, entendemos que ser contemporáneos no es montarnos a lo efímero de eso que llamamos presente o corresponder punto por punto a nuestro tiempo, sino señalar las oscuridades que lo componen.

Pienso, por ejemplo, en cómo hablan los artistas o lo autores, no importa su escala o si sus textos son públicos, nosotros mismos podemos ocupar esos roles un rato. Hablan en otros dispositivos de imagen, materia y sonido. Porque pueden me van a contestar. Quizás no podemos eso, pero sí otras cosas. Alguna estrategia ante el vicio o la costumbre es plausible desocultar.

No hablo de comunicación alternativa, popular y/o comunitaria, que con todas las limitaciones materiales producen y dialogan en muchos casos para demostrar que otra comunicación es posible. Me refiero a quienes no tienen por objeto la comunicación en extenso sino el diálogo de a pie, espacios donde podrían gestarse otras líneas y símbolos sobre los que montarnos en lo cotidiano, a la manera de una táctica que se mueve por el terreno del dueño pero que le roba ápices de tierra y pequeños vuelos al tiempo.

La verdad es política y está siempre mediada, mas luego mediatizada. Teñir a todos los debates con el mismo modelo de gritos web arrojados a los sordos que se alternan el rol, más que una vida de conflictos seguirá sosteniendo una vida que languidece. El mejor castigo es grupal. No escucharlos ni atenderlos.

Por Ana Clara Azcurra Mariani  es Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA) y Doctoranda en Ciencias Sociales (becaria UBACyT 2016 -2021).